Un banquete de hadas

 

Now are thoughts thou shalt not banish,

Now are visions ne'er to vanish;

From thy spirit shall they pass

No more, like dew-drop from the grass.

 

The Spirits of the Death (1827)

 

 

I.

 

El día en que nació Laura tres hadas acudieron a visitarla.

Laura nació en un lugar antaño visitados por esos mágicos seres. Uno de esos parajes en los que, a menudo, siguen brillando puntitos luminosos durante la noche, cerca de los cruces de caminos; sitios en los que siguen oyéndose voces susurrantes cuando el silencio se adueña de la casa, una casa que está lo suficientemente aislada de la población como para que parezca que forma parte de un universo distinto; además, cerca de ella hay un par de capillas en ruinas donde crecen helechos y enredaderas, en cuya espesura, si prestamos suficiente atención, oiremos crujidos y voces susurrantes.

La máxima defensora de la visita de las hadas era su abuela Elvira., una mujer que tenía mala fama en la comarca. La gente procuraba no decirle tres frases si con dos tenían suficiente, preferían no nombrarla en demasía y ante todo no comentaban nada malo de ella en voz alta. Por lo demás Elvira era una mujer como cualquier otra, con sus problemas y alegrías, sus amores y anhelos… ¡En fin! Como cualquier otra, si exceptuamos a los trasgos de seis dedos que la ayudaban en las tareas domésticas.

Laura no vio a nadie esa noche, ni hadas ni humanos, estaba demasiado ocupada naciendo, y tuvieron que pasar algunos años para que las viera de nuevo. Quizás se habían acercado a ella para comprobar como crecía, pues las hadas, cuando quieren, son muy curiosas y se sorprenden de todos los humanos quehaceres. La niña Laura las veía e inmediatamente sabía que eran. Los detalles de la visión quedan apagados en las turbias aguas de la memoria, pero retales de lo sucedido reaparecían de tanto en tanto.

Los años pasaron y Laura, en la aparente placidez que aporta la madurez, dudaba de sus recuerdos. Una vorágine de impresiones más recientes y menos fantásticas emborronaba su mente. De lo único que estaba segura es que un día de verano, al caer la tarde, en plenas vacaciones escolares, la entonces pequeña Laura estaba observando embelesada los reflejos verdeazulados que despedía un viejo reloj de bolsillo. Era uno de sus tesoros y le gustaba verse reflejada en su cristal translucido, pasar el dedo por la herrumbre de sus bordes y analizar la maquinaria desgastada que se adivinaba en su interior. Cuanto más lo miraba, más convencida estaba que algo mágico anidaba en él.

Ese día, debido al reloj o cualquier otra circunstancia que se escapa de nuestro control, ocurrió algo que le hizo sospechar que no era exactamente igual que las otras niñas: El sol, al reflejarse en el metal, la deslumbró. Parpadeó unos instantes y cuando recobró la visión todo había cambiado: Fue cuando las vio, sonrientes y hermosas, a su lado. “¿Quiénes sois?”, osó preguntarles; pero el tiempo que dura un parpadeo bastó para que desaparecieran.

¿Fue real? No nos corresponde a nosotros decidir sobre la realidad de las visiones. La propia Laura en ocasiones creía en esos seres luminosos, pero otras veces las metía en el mismo saco en el que había metido a una niña con una caperuza roja, a lobos que hablan y quieren llegar a casa de la abuelita por veredas del bosque, o a princesas que no duermen por la noche debido a un guisante... Todo era parte del mismo mundo fantástico, un mundo en el que además Laura había incluido algunos seres de su propia cosecha, a los que creía ver en su infancia. Eran unos personajes que le daban consejos que jamás seguía, eran unas luces que parpadeaban en los rincones y se movían a gran velocidad cuando alguien entraba en la habitación, era el recuerdo de una mujer vieja y desdentada que la observaba desde detrás de unos helechos, eran unas sombras peludas que retozaban frente al fuego las tardes de invierno... Hubo una época en que fueron reales, ahora todo había devenido en fantasías, y como tal las había catalogado.

No podía hablar de ello, pues sus amigas se reían y su madre se enfadaba, sin darle ninguna razón concreta, solo comentaba a veces, meneando la cabeza en dirección a su padre, “las locuras de la abuela han pasado a la nieta”.

Entonces su abuela la sentaba en su regazo y le pedía que le describiera con todo detalle esas sombras que veía; Laura le contaba todo lo que creía ver y lo que creía soñar y su abuela siempre tenía un nombre para todos los extraños seres que poblaban su fantasía. Pero su abuela murió y con ella Laura perdió al único confidente de sus sueños.

 

Al morir la vieja Elvira, Laura empezó un deambular que la llevó a cambiar de casa varias veces. Su madre afirmaba que la vieja casona donde nació le traía malos recuerdos y, aunque jamás le contó cuales eran, en sus ojos permanecía un fulgor soterrado, alejado, primigenio... La casa permaneció sola y abandonada; Laura conservó una llave pero jamás en vida de su madre volvió a poner los pies en ella. Se fueron del pueblo, cambió de colegio, de amigos, de forma de vivir. Se trasladaron a los suburbios de una gran ciudad.

Laura odiaba esos edificios impersonales y sin vida, no soportaba el sol cayendo a plomo sobre polvorientos parques infantiles. Las eternas tardes del fin de semana las pasaba sumida en sus pensamientos, cavilando sobre lo que podría haber sido y no fue. Fueron unos meses difíciles, al menos hasta que conoció a Carmen.

 

 

II.

 

La religiosidad no era algo intrínseco en Laura; no fueron sus padres o la educación recibida quienes le inculcaron una fe más cercana a la paranoia que al sentido común. Sus juegos no fueron distintos a los de otras niñas de su edad. Por otro lado Carmen provenía de una familia de raíces católicas estrictas. Nunca actuó con afán proselitista frente a Laura, pero cuando se tienen quince años y se encuentra por fin una verdadera amiga, una chica es capaz de abrazar un hierro al rojo con tal de no perderla. Carmen era única amiga de Laura; Pasó toda la adolescencia a su lado, y junto a ella vivió sus primeros goces, tanto los espirituales como los carnales.

Las lecturas de vidas de santos, catecismos y libros de moral que Carmen le leía, escondían voluptuosos placeres y sensuales mensajes. Laura se estremecía al oír los martirios de Santa Úrsula, las torturas que sufrió San Josafat o la muerte de Santa Catalina. Carmen le leía con voz pausada las gratificantes vidas de los mártires y Laura sentía como si sus entrañas se licuaran.

Sus inocentes oídos se estremecían con las palabras recitadas de los versículos, su boca se entreabría al imaginar los instrumentos del martirio, los flagelos, los garfios... Frotaba las piernas lúbricamente cuando vislumbraba en su mente los horrores deliciosos sufridos por esos mártires de Cristo; Creía sentir en sus carnes las flechas ardientes del tormento, los garfios acerados, los animales salvajes ansiosos de sangre inocente, las hogueras purificadoras...

Por la noche, en su dormitorio, el rosario saltaba en sus manos y Laura mojaba las tibias sabanas presintiendo su martirio y soñando con uñas desgarrando sus nacarados pechos. Se despertaba con los muslos empapados y muriéndose de vergüenza por los actos y los deseos. Laura temía el pecado mortal que cometía, pero no podía dejar de pensar en esas flores marchitas devoradas por bocas inmundas, en esas tersas pieles violadas por degenerados paganos, en todas esas historias morales que le causaban tanto placer prohibido...

Solo el dolor hace soportable la vida”, leía Carmen con voz pausada. “¡Padecer constantemente y después morir!”, decía Laura. ¡”Padecer constantemente pero sin morir!”, rectificaba Carmen.

En honor a la verdad tenemos que aclarar que Laura y Carmen jamás llegaron a imitar físicamente las torturas sufridas por los mártires antiguos antes de alcanzar la gloria, solo las forjaron en sus pensamientos, en sus sueños, en sus desvaríos... Reprimían el placer para alcanzarlo, convirtiéndose así en narcisistas de un erotismo enfermizo, malsano.

 

 

III.

 

Los años transcurrieron como es habitual. Estudios universitarios y nuevas amistades hicieron que olvidara los místicos placeres presentes en esa época de su vida. Ahora, con 34 años, la vida de Laura es monótona: Se había convertido por fin en una mujer normal, al menos eso creía, pues situaba dentro de la normalidad el amplio espectro que va del uno al otro extremo de la vida.

Luis era su pareja desde hacía varios años. No tenían hijos, solo una gata, Tina. Cada cierto periodo de tiempo, Luis insistía en el tema de la descendencia, le hablaba de la alegría de unas risas infantiles, le daba a entender que un hijo tal vez los uniría más. Laura hacía oídos sordos; no se veía como madre y no deseaba atarse a Luis más de lo estrictamente necesario. Aparentemente su vida era cómoda y feliz, pero a veces sentía como algo pugnaba por salir, una inquietud que nacía en lo más hondo de su alma, una necesidad de huir de allí, de marcharse lejos, de romper con todo.

Algunas costumbres que había mantenido durante los años de su matrimonio, empezaban a diluirse, algunas de ellas tan placenteras como la postura que le gustaba adoptar para dormir: Durante la noche Laura se agarraba al pene erecto de Luis. Le gustaba dormirse así; así se sentía segura. Luis siempre transigía, pero a pesar de su voluntad y debido a los cambios de temperatura, los inconexos sueños, el transcurrir de las horas y mil y una cuestiones fisiológicas, la erección no duraba mucho. El pene pasaba de sólida asta a confundirse con las dobleces de la sabana; y era entonces cuando Laura, normalmente ya dormida, perdía su apoyo, su mano se soltaba y se extraviaba por los senderos de sus sueños.

No podía evitarlo, pero a partir de ese momento la segura y confortable cotidianidad de sus sueños devenía en negrura y salvaje desconocimiento. Cuando se despertaba por la mañana siempre dudaba si prefería las verdes y luminosas praderas o las oscuras y misteriosas selvas. Y así fue durante varios años, pero todo cambia y la vida nos empuja por caminos a veces no reflexionados, en los cuales sabemos entrar pero ignoramos como salir. Laura hacía varios meses que ya no asía la enhiesta verga; ni ella lo deseaba, ni él estaba dispuesto.

Y así pasaron las semanas, y tras ellas los meses, y como no encontraba una solución que le satisficiera, pensó en irse una temporada y apartarse de todo. Decidió dedicar sus esfuerzos a desahogarse y encontrar la dirección adonde dirigir sus pasos. Lo estuvo pensando durante muchos días y por fin encontró la solución bajo la forma de una vieja llave atesorada durante años. Ahora solo era necesario proponérselo a Luis, pero el momento adecuado parecía no llegar.

 

Laura estaba temerosa que el hallazgo de ese momento se demorara tanto como la propia decisión de buscarlo. Por una vez en su vida fue impulsiva y, una tarde cuando Luis llegó a casa y se tendió cuan largo era en el sofá, Laura le habló. Se interpuso entre el televisor y él y le pidió un momento de atención. Lo demás es sabido por habitual: Discusiones durante varias horas, posturas que van convergiendo, más discusiones, una noche que trascurre lentamente... Pero al final la mañana siempre llega, y con ella una solución.

Laura despertó a Luis a las siete en punto, no le dejó otra opción que aceptar lo ya decidido. Luis se fue al trabajo malhumorado y Laura preparó las maletas, cogió la gata y se fue a la casa que había sido de su abuela, la casa donde ella nació. La excusa era pasar unas semanas arreglándola y limpiándola, pues hacia tres años de la muerte de su madre y creía que ya era hora de comportarse como una mujer adulta, romper la estúpida prohibición y volver a poner los pies allí.

 

 

IV.

 

Cuando cruzó el umbral Laura penetró en otro mundo. Para llegar a ella había un camino sin asfaltar que, tras atravesar el pueblo, subía ininterrumpidamente hasta la Ermita de Santa Catalina. Tras la ermita, el camino volvía a bajar, cruzaba un riachuelo por un puente de piedra y se retorcía entre sauces y abedules. Al final del camino estaba la casa.

Laura pasó el primer día abriendo puertas, comprobando que todo funcionara y quitando un poco el polvo. Se sorprendió de hallar viva en el pueblo a la vieja tía Gertrudis, una prima hermana de su abuela; ella fue quien le proporcionó mantas y sábanas limpias, y ordenó a su nieta, que tendría su edad, que fuera a ayudarla. Una vez todo estuvo medianamente adecentado, ya cayendo la tarde, Laura se sentó y sintió una calma que no había notado en años.

Cuando estaba en su piso urbanita, Laura se sentía desprotegida, como una niña pequeña que de repente se da cuenta que no están sus padres al lado, como un hombre adulto cuando descubre que todo en lo que creía son solamente falacias. Laura tenía la necesidad de aferrarse a algo, fuera lo que fuese, que le ayudara a sentirse más cerca de Luis. No encontraba nada. Cualquiera de los miles de abrazos, una de tantas conversaciones de madrugada, habría servido. En el fondo había muchas cosas válidas, pero ninguna de ellas tenía suficiente fuerza como para convertirse en el paradigma de su amor.

 

V.

 

Al tercer día, Laura entró en la habitación donde había vivido y muerto su abuela. Al entrar recordó intensamente los olores y sonidos que la acompañaban en sus años de niñez cada vez que entraba allí. Recuperó de golpe infinidad de recuerdos que creía olvidados y tan solo estaban adormecidos. Cerró los ojos y se trasladó varios años atrás. La sensación era tan fuerte que no se habría extrañado de oír a su madre llamándola desde la cocina, o su padre maldiciendo cuando el tractor no arrancaba.

Miró al techo, oscuras vigas de madera cruzaban la habitación. Tina se acercó a sus piernas y se recostó en ellas. Laura se sentó en la cama. Estaba situada transversalmente a las vigas. Sonrió, sabía que esto se hacía para evitar que el alma del moribundo se escapara del cuerpo, como si fuera una reja que le impidiera el paso. Tenía un recuerdo brumoso de los últimos momentos de su abuela, cuando pidió que giraran la cama hasta ponerla paralela a las vigas. Quizás fuese solo una superstición, pero la verdad es que, instantes después de girar la cama, con un suspiro de alivio, partió.

Laura se tendió sobre la cama, como tantas tardes de verano después de comer. Tina se acurrucó a su lado. Cerraron ambas los ojos y Laura volvió a verse en su infancia, cuando se dormía oyendo los sonidos que llenaban la casa: crujidos, golpes secos y chirridos que se oían de tanto en tanto en el desván, en las paredes, sobre su cabeza o incluso en la semioscuridad de su propia habitación. ¿Ratones, cañerías, crujidos de la madera o duendes? Lo ignoraba, pero le gustaba oírlos.

Los había clasificado por tipos y prefería uno de ellos por sobre los demás. Era el sonido que denominaba “el de la bola que cae”, pues sonaba igual como sonaría una pelota de madera o marfil que cayera rebotando por el suelo varias veces antes de seguir rodando en silencio. Jamás supo quien o que producía ese sonido, pero acompañó todas sus tardes estivales. Ahora, de nuevo sobre la cama, con unos cuantos años más a sus espaldas, intentaba oír de nuevo el sonido. Se durmió antes de que sonara por vez primera.

Durante su sueño Laura recobró el calor de las tardes veraniegas, el sabor de esos juegos sin preocupaciones, cuando las negras sombras de la madurez no amenazaban con hacer añicos todo lo que había construido y querido mantener. Cuando era una niña que jugaba y se ilusionaba con todo lo que veía, con todo lo que tocaba, con todo lo que imaginaba. Tina se movía inquieta en su regazo, pero Laura durmió como no lo había hecho en años. Fue una siesta como las de antaño, aunque ella no era la misma: la inocencia la había perdido hacía mucho tiempo.

En el sueño, en lo más profundo del inconsciente, vio una luz que pareció guiarla. Un puntito parpadeante que se abría paso a duras penas por entre la oscuridad circundante. Había una palpitación maligna en ella y una música extraña. Una serie de notas sin ninguna relación aparente sonaron en su cabeza, alguien le hablaba mediante sonidos musicales.

Laura no comprendió nada, pero se despertó sudada y buscó inmediatamente a Tina. Hacía rato que había abandonado la habitación.

 

 

VI.

 

Llevaba una semana en la casa y no había descansado ni un instante. Limpiaba y ordenaba trastos inútiles sin concederse un respiro. Por la ventana abierta se colaban, olvidando reglas de cortesía, ruidos de insectos, pájaros y otros animales escurridizos y nocturnos. Esos sonidos, mezclados y aumentados con pequeñas ráfagas de viento, creaban una especie de sinfonía que la acompañaba en su pesadumbre. Sobre ella, más allá del tejado de la casa, unas perezosas nubes reposaban. Hacía días que no querían moverse.

 

Una mañana, mientras amontonaba trastos inútiles para hacer una hoguera, ocurrió algo inesperado. Estaba sentada sobre una caja cuando, de súbito, un cambio de viento le lanzó el humo a la cara y tuvo que levantarse con los ojos llorosos y tosiendo fuertemente. Cuando recuperó la visión las vio.

Los ojos tardaron unos segundos en recuperar su estado normal, y entonces pudo ver, entre la bruma, unos seres que la vigilaban sin perder un detalle de sus movimientos. Pudo verlas, enmascaradas por el humo, sonrientes y hermosas a su lado. Su memoria destelló y se vio a si misma con ocho años de edad, con un viejo reloj de bolsillo en la mano y ellas a su lado, tal como lo estaban ahora.

Parpadeó, y cuando volvió a buscarlas ya no estaban. Primero tuvo unos atisbos de decepción, no obstante pronto fue feliz. ¡Las había visto de nuevo!

Esa noche durmió profundamente y no se despertó ni una sola vez. Hacía meses que eso no ocurría.

 

Al día siguiente recibió una llamada de Luis. Esperaba su llamada, pero cuando oyó su voz se quedo callada unos segundos, quizás demasiados. Hasta que él no insistió tres o cuatro veces ella no pronunció palabra. Horas más tarde, por la noche, cuando la nevera detuvo su rum-rum y sintió el silencio, rememoró la conversación mantenida: “¿Cómo va todo?”, le había preguntado Luis. Ella tragó saliva, se mordió los labios y lo soltó: “He visto Hadas”. Hubo silencio al otro lado de la línea y al cabo de lo que pareció una eternidad se oyó de nuevo la voz de Luis. “No cambiaras nunca, ¿no?”, y colgó.

 

 

VII.

 

La mañana siguiente entró en una de las muchas habitaciones que permanecían oscuras la mayor parte de la jornada, y un desasosiego llenó su alma justo entrar en ella. El silencio era opresivo y parecía que las paredes palpitaran, que tuvieran vida propia; una vida latente, adormecida, penumbrosa, húmeda, lóbrega, en definitiva fantasmagórica.

No la veía, pero Laura sabía que la ventana estaba al fondo de la habitación, un hilo de luz y motas de polvo bailando lo confirmaban. Solo eran unos pasos y podría cruzar la habitación. Solo unos segundos y abriría la ventana. Laura miró la negrura como quien mira un escenario en el que se representasen todas las pesadillas, todos los malos augurios. Sus piernas se negaban a obedecerla.

Cerró los ojos y, aunque parecía algo ridículo, tal era la oscuridad que la rodeaba, inmediatamente se sintió mejor. Avanzó a ciegas hasta que sus dedos asieron la ventana. Se esforzó unos instantes con el cerrojo y la abrió de golpe, girándose al tiempo que la luz diurna llenaba totalmente la sala. Un murmullo ininteligible pareció esfumarse por el pasillo.

No pensó más en ello durante el día, pero esa noche cuando otro susurro la despertó. Oyó, o más bien intuyó, unos pasos que no eran unos pasos. Eran ligeros, imperceptibles, como si un jilguero avanzara a saltitos por la habitación. No podía haber nadie, se repetía, pero creyó oír una respiración a los pies de su cama. Instintivamente recogió las piernas y se tapó la cabeza con la sábana.

Laura se sentía, con las piernas recogidas y con las sienes latiéndole, como si lo fantástico hubiera invadido lo cotidiano. Eran las cuatro de la mañana y sentía un frío intenso en la habitación. La sabana no la protegía y, reuniendo toda su fuerza de voluntad, decidió levantarse a buscar una manta al armario. Cuando se giró quedó petrificada al ver una luz flotando ante sus ojos. Solo duró unos instantes, pues pronto vio un rostro sobre la almohada.

Entre los pliegues grises de la sabana, una cara descansaba. Laura la reconoció aun antes de ser consciente de todos sus rasgos: Era la cara de su abuela. Primero se asustó y quiso huir de allí, pero al instante siguiente supo que ella no le haría ningún daño, siempre la había quiso y siempre la protegió.

Hola”, le dijo, “¿qué quieres?”. La aparición no habló, solo una lágrima resbaló por sus ojos y se esfumó.

 

 

 

VIII.

 

Sentada cerca de unas viejas losas de origen romano que custodiaban uno de los lindes de su propiedad, observó como un soplo de viento levantaba unas hojas del suelo y las transportaba unos instantes por el aire. No sabía que un poeta afirmó, una tarde de otoño tras unas copas de armagnac, que la belleza no es más que el sutil vuelo de la amarillenta hoja empujada por la brisa. Olvidó pronto la hoja y siguió amontonando trastos inútiles para hacer una hoguera. Un cambio de viento repentino le lanzó el humo a la cara y tuvo que apartarse con los ojos llorosos y tosiendo fuertemente. Cuando recuperó la visión ya no pensó más en la hoja que revoloteaba; había algo más importante que llamaba su atención.

Los ojos tardaron unos segundos en recuperar su estado normal, y entonces pudo ver, entre la bruma, unos seres que la vigilaban sin perder un detalle de sus movimientos. Pudo verlas, enmascaradas por el humo, sonrientes y hermosas a su lado. Su memoria destelló y se vio a si misma con ocho años de edad, con un viejo reloj de bolsillo en la mano y ellas allí, tal como lo estaban ahora.

 

Las narraciones han descrito a estos pequeños seres vestidos con hojas y con unas enormes alas doradas de mariposa a la espalda. Ahora que estaban ante ella no podía describirlas claramente. No debería extrañarnos, pues ellas no pertenecen a este mundo físico, son seres adimensionales y desean que se las vea tal como son, se ocultan a nuestras miradas catalogadoras.

El hada dio una voltereta en el aire y siguió jugando como si no la estuvieran observando. A ella se sumaron otras y pronto iniciaron un ballet aéreo. Laura se dedicó a mirarlas atentamente: Sus formas eran cambiantes y no correspondían a la imagen preconcebida que tenemos de un ser femenino, etéreo, flotando sobre un idílico paisaje de amapolas y botones de oro.

Ya no la abandonaron.

Los días siguientes Laura mantuvo largas conversaciones con las hadas. Gracias a ellas descubrió que no sabían nada de moral, del bien o del mal, tampoco distinguían acciones buenas o malas, no conocían la pobreza ni la enfermedad, ignoraban la muerte o el hambre, no tenían propiedades ni aspiraciones. Parecían alegres y despreocupadas pero no conocían la alegría o la felicidad. No amaban ni odiaban. No tenían sentimientos.

Comían cuando lo deseaban pero no tenían ninguna necesidad de hacerlo. Sabía tampoco tenían algo parecido a la sexualidad, nada les impelía a practicarla, ni la procreación ni el deseo... Desconocían la existencia de pasado o futuro, no tenían recuerdos ni conocían historias. No sabían de donde venían ni les importaba. Vivían en un eterno presente, como almas en el limbo, ni en el cielo ni en el infierno.

Aunque a veces le hablaban individualmente, no parecían seres individuales, sino que formaban parte indisoluble de algo colectivo. Actuaban siempre como un grupo. Laura se preguntaba si morían, y ella misma se contestaba, sin saber como, que en cierta manera si lo hacían, pero como formaban parte de un todo mayor que ellas, se podría decir que seguían vivas en el grupo. Ellas no tienen alma individual como nosotros, su alma es colectiva y eterna.

En fin, ¿era producto de su imaginación o todas esas conversaciones eran reales? En ocasiones deseaba perder la facultad que había adquirido. ¿Estaba enloqueciendo? Seguramente si, pero ¿quién decide quien está loco y quien está cuerdo?

 

 

 

IX.

 

Una de las historias, de las muchas que le contaba su abuela, la que más la estremecía, era aquella que le hablaba de los secuestros de bebés recién nacidos. La tradición afirmaba que cada siete años el diablo exige un tributo de sangre a las hadas, quizás por haberlas dejado de lado en sus afanes tentadores. Las hadas no tienen más remedio que obedecer, pero nunca ofrecen uno de sus bebés, prefieren entregarle un bebé humano.

Las hadas eligen niños de pocos días, horas a lo sumo, y en lugar del niño raptado suelen dejar un doble feérico. Ese doble no es más que una impostura, una imagen, un fantasma o un disfraz. Esta falsedad acostumbra a morir a los pocos días.

A Laura no le gustaba esta historia, tanto más si su abuela tenía razón cuando decía que el día de su nacimiento tres hadas estuvieron presentes; ¿estaban calibrando las posibilidades de raptarla? ¿Lo hicieron y en lugar de sustituir la Laura verdadera por una apariencia de bebé, la sustituyeron por una auténtica hija de hada? ¿Su estirpe era nínfular o demoníaca? ¿Esa era la razón de que pudiera verlas?

Era todo muy extraño, pero ella había convivido siempre con ello. Su abuela hablaba de esos seres como si fueran de la familia: Decía que los trasgos que habitaban la casa le hacían mucha compañía durante las noches de invierno. Que eran revoltosos y traviesos, pero la estimaban y que, entre sus trayectos de la cocina y la cuadra, cuidaban que no se apagara el fuego. Su abuela le explicaba que eran invisibles hasta el momento de aparecer, y entonces también era difícil verlos, pues eran muy pequeños y veloces. Laura recordaba haberlos vislumbrado alguna vez, como sombras que saltaban de una pared a otra, escondiéndose en los rincones, moviendo sus pequeñas manecitas agujereadas.

Todas estas visiones infantiles habían regresado con fuerza a la Laura actual. Los atardeceres la descubrían sentada junto al curso de un torrente que bajaba seco la mayoría de las veces, pues solo cuando las lluvias caían con fuerza, el torrente revivía durante días, incluso semanas. Allí, de niña, soñaba con pálidas Dríadas bailando bajo la gibosa luna, ahora, ya adulta, podía verlas y le hablaban.

El lugar no era exactamente igual que el que conservaba en su memoria. Sabía que faltaba algo... entonces recordó que en el pequeño museo local se conservaba un ara romana trasladada a mediados de los años 80 desde el hayedo que rodeaba la casa de su abuela. Era la losa donde se sentaba de niña, era parte de ella. Sin pensárselo, cogió el cogió el coche y, por primera vez en muchos días, abandonó la casa.

Transcurridos largos años, volvía a tenerla delante, fuera de su ambiente, entristecida en cierto modo, cubriéndose de polvo en un cutre museo junto a restos de cerámica, lamparas de arcilla de varios tamaños y hachas de sílex desgastadas. No era más que un bloque rectangular de piedra, desgastado por los bordes, en cuyo centro se conservaba la siguiente inscripción:

NYMPHIS FONTIS LMINICIVSAPRONANVS

II VIR QQTESTAMENTO X

ARG * LIBRIS * XV * PONI IVSSIT

 

Se esforzó en traducir el texto. No lo consiguió. Miró a su alrededor y no había ninguna placa explicativa. En realidad tampoco le importaba mucho, pues lo que le inquietaba era una frase que aparecían en ella. Recordó la fuente, ahora seca, que buscaba de pequeña y supo que esas “Nymphis Fontis” que la llamaban desde la antigüedad eran las mismas que ahora la atormentaban apareciéndose ante ella y hablándole con palabras que no entendía. Las temía, pues tenía la absoluta certeza de que representaban el mal.

Cuando salió del museo se entretuvo unos instantes en la plaza del pueblo, compró el periódico y un paquete de chicles. Un anciano la estaba observando sentado a la sombra de un árbol. La miraba como si la conociera pero no acabara de situarla.

¿Eres la nieta de Elvira? Sabía que regresarías”, le dijo cuando pasaba por su lado, camino del coche. Laura se detuvo y se giró hacia él. El viejo sonreía burlón, sus ojos entrecerrados debido al sol que caía sobre su rostro. “Eres como ella, os parecéis mucho. Tu madre era distinta, por eso se fue, pero las nietas siempre regresan”. El hombre reía con su boca desdentada.

Laura se alejó sin contestarle. Los ojos del hombre brillaban con ese fulgor malévolo de quien conoce algún secreto y sabe que solo él lo ha comprendido en su totalidad. Estaba entrando en el coche cuando aun volvió a oírlo. “Yo también las he visto, igual que tu abuela...” y añadió: “las vimos pero no las obedecimos”.

Laura abandonó el pueblo temblando y estuvo tentada en un par de ocasiones de regresar con Luis, pero a medida que conducía y su mente se serenaba, relacionó las frases del anciano con algún tipo de demencia senil.

No volvió a pensar en ello durante todo el día.

 

 

 

 

X.

 

Durante toda la noche sus sugerentes voces tiñeron de malévolo sentido la visita de la mañana. Al anochecer había notado que algo o alguien la vigilaba. La sensación hacía que cruzara , con grandes zancadas las habitaciones oscuras y miraba dentro del armario y debajo de la cama antes de acostarse. Pero al dormirse oía susurros que le hablaban de antiguos ritos, de la tibia sangre, de antiguos dioses, de músicas que a fuerza de oírlas causaban la locura en quien las escuchaba…

Tanto insistieron que decidió complacerlas.

Compró una gallina viva, y se acercó al lugar que había ocupado antaño la antigua ara. Era de noche y la luna brillaba entre los resquicios que dejaba el hayedo. El silencio y al oscuridad la recibió. No las había visto nunca de noche, pero no creía que tuvieran un aspecto muy distinto del que presentaban cuando los rayos del sol iluminaban sus cuerpos etéreos.

Apoyó la gallina sobre la losa oscura y, cerrando los ojos, le cortó el cuello, salpicándose de sangre. Reprimió la sensación de asco y se apresuró a marcharse, llamándose estúpida por haber hecho una tontería semejante. No había andado ni dos metros cuando unos murmullos de satisfacción llenaron la noche. No quería girarse, pero la curiosidad pudo más que la prudencia y lo hizo.

Solo movió la cabeza un poco, lo suficiente para entrever una mancha blanca y roja que era el animal. Laura vaciló, no estaba preparada para la visión. Un sudor frío le recorrió la espalda y quiso correr pero sus piernas no le respondían. Algunas hadas se acercaron volando a ella, con pegajosos gotones de sangre sobre sus cuerpos, alargando sus manos y pidiéndole que las acompañara. Laura gritó y se alejó corriendo hacia la casa, con el terror reflejado en los ojos, se encerró en la casa y atrancó puertas y ventanas.

No se movió en toda la noche de un rincón de la cocina, tendida en el suelo, en posición fetal, oyendo como alguien o algo rascaba la puerta y arañaba el cristal. Alguien que deseaba entrar, alguien que le pedía entre súplicas que saliera, alguien que la llamaba por su nombre con voz meliflua. Algo o alguien que procedía de la antesala del infierno y deseaba arrastrarla a él.

 

 

 

XI.

 

Isabel se presentó sin avisar el domingo por la mañana. Era habitual en ella, su espontaneidad era proverbial y procuraba demostrarlo a todas horas actuando siempre a través de impulsos. Isabel era la única persona a quien Laura podía llamar amiga.

Isabel se instaló rápidamente y empezó a charlar sin pausa. Laura la escuchaba sin interrumpirla. Habían recuperado de la despensa una vieja botella de aguardiente y se habían sentado en la cocina, frente al fuego encendido. Hacía un buen rato que la conversación se había convertido en un monólogo y Laura empezaba a dormirse.

De repente, hubo una ligera crispación en el aire, como un pliegue, una vibración, un temblor. Detrás de Isabel, en la penumbra de la habitación, vio a alguien que le hacía gestos. Laura se incorporó concentró su mirada en el pequeño ser. Isabel no se había dado cuenta de nada y seguía charlando y charlando.

Laura quería entender el significado de los gestos de la figura que se mostraba a sus ojos, pero no conseguía comprender por que señalaba a Isabel y sonreía malévolamente. Entonces el ser movió los labios lentamente y una palabra se formó inaudible.

 

Al día siguiente, con ese dolor de cabeza pesado y pegajoso que nos recuerda los excesos alcohólicos de la noche anterior, lo primero que hizo Laura fue observar a Isabel sin malicia, sorprendida de la frialdad con que encaraba el encargo. No había maldad en sus actos, y estaba convencida que sus planes no eran debidos a algún tipo de resentimiento. Tan solo había recibido una orden y se disponía a cumplirla.

 

 

XII.

 

Se oyó un roce e Isabel giró la cabeza. Miró a Laura con los ojos muy abiertos: “Me has asustado, ¿por qué te acercas en silencio?”. Laura se aproximó un par de pasos más, manteniendo las manos detrás de su espalda. “¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien?”. Laura no habló, simplemente le golpeó en la cabeza con el martillo que había mantenido oculto todo el rato.

Isabel suspiró y cayó de costado. Laura, sin dejar que se recuperara del golpe, se agachó y golpeó tres cuatro cinco veces. El martillo bajaba cada vez con más fuerza sobre la cabeza de Isabel. A cada golpe, la salpicaban pedazos de color rojo morado mezclados con esquirlas de hueso y cabellos pegajosos. Laura sintió en su cuerpo lo más parecido a un orgasmo que había notado en años.

 

Siguió golpeando durante un rato, hasta convertir en una mascara roja lo que antes había sido una cara, un bello rostro... Laura siguió de rodillas unos minutos más, con los brazos lacios, respirando fuertemente y sin moverse. Pasaron más de veinte minutos antes de que se levantara. Observó con detenimiento el suelo y anotó mentalmente que tendría que fregarlo cuanto antes. Aquello que hacía menos de una hora había estado lleno de vida, ahora no era más que sangre y muerte. Curiosamente la visión del cadáver no le trajo ningún sentimiento, ni bueno ni malo.

Laura se lamió los dedos, se sorprendió del gusto dulzón de su amiga. Ladeó la cabeza y dejó el martillo en el fregadero. Pasó unos instantes ordenando las sillas alrededor de la mesa y puso en marcha el televisor. Se sentó a fumar un cigarro viendo, con el sonido apagado, una vieja película de flamencas y gitanos. Tenía mucho que hacer, aunque no sabía por donde empezar. Encendió otro cigarrillo y lo apagó inmediatamente. Se levantó. Dio dos vueltas alrededor del cuerpo sin vida de Isabel, se agachó y lo agarró por los pies y lo arrastró fuera de la casa.

Estaba oscuro y no había luna, pero sabía adonde iba y como llegar allí. Siguió por segunda vez en una semana el sendero del bosque. El cuerpo de Isabel pesaba, pero Laura parecía tener una fuerza sobrenatural y pudo arrastrarlo sin problemas hasta la piedra oscura que marcaba el sitio donde viejos ritos volvían a celebrarse.

Tendió el cuerpo lo mejor que supo y se entretuvo unos instantes arreglándole la ropa, quería que estuviera presentable. Se alejó respetuosamente del lugar, dispuesta a no girar la cabeza esta vez, no deseaba volver a ver la monstruosidad sin forma que adoptaban las hadas diurnas cuando la noche oscurecía sus luminosos cuerpos, cuando se abandonaban, como ménades embriagadas, a una orgía de sangre y muerte.

Solo había dado dos pasos cuando oyó unos murmullos de satisfacción tras ella, y notó unos roces en su vestido, como si la estuvieran agarrando para que no se fuera. Sabía que no tenía que girarse, sabía que si lo hacía estaría más perdida de lo que lo estaba ahora, sabía muchas cosas, pero las olvidó todas. Laura se giró y si le quedaba algo de cordura en su mente, esta se esfumó en ese instante. Sus ojos brillaron y olvidando todo lo que había aprendido a lo largo de su vida, se acercó a ellas, se arrodilló, y participó en la celebración de la impía comunión.

 

 

Al día siguiente solo recordaba retazos de lo sucedido. Se veía a si misma como quien ve una película, como si desde un lugar seguro y confortable observara a alguien muy parecido a ella participando en un acto blasfemo y antinatural. No había sido una película, y la verdad es que, como si se tratara de la consagración del pan y el vino en la misa, así participó ella de una ceremonia en el que el pan era verdadera carne y el vino verdadera sangre.

Había rogado, como el cura en la iglesia, para que su ofrenda fuera bendita, reconocida, valedera y aceptable a los ojos de Ellas. Tomó la carne en sus manos y, levantando los ojos al cielo, dio gracias, lo bendijo, lo partió y se lo dio a Ellas diciendo: Tomad y Comed todas de él, por que esto es su Cuerpo. Igualmente tomó en el hueco de sus manos, como si de un precioso cáliz se tratara, la sangre que vertida se desperdiciaba por el suelo, y también se la ofreció a Ellas, diciendo: Tomad y bebed todas, Por que esta es su Sangre; misterio de la fe, sangre que ha sido derramada por nosotras y por muchos para perdón de nuestros pecados. Y prometió hacerlo más veces, y siempre manteniéndolas a Ellas en la memoria.

Con rostro sereno se levantó y dio gracias por habérsele sido mostrado el verdadero camino; gracias por haber tenido la oportunidad de participar de ese altar y haber sido colmada de bendiciones y divinos goces. Por los siglos de los siglos. Amen.

 

 

XIII.

 

Los dos días que siguieron fueron tranquilos. Laura no se movió de la cama. No comió ni bebió (estaba saciada), y mantuvo, siempre que pudo, la mente en blanco para no perderse por tortuosos vericuetos. No obstante, a veces regresaban a ella los momentos vividos unos días antes, como si de un sueño se tratara, y era entonces cuando dudaba que todo hubiera pasado realmente. ¿Isabel se presentó en su casa? No podía dudarlo, pues su bolsa de viaje seguía allí. Pero, se preguntaba, ¿había muerto a sus manos o simplemente se había ido? Lo ignoraba, pues cuando se acercó a la losa negra no halló rastro alguno de la orgía de la noche anterior.

En ocasiones una lucidez sobrenatural se abría paso desde sus entrañas y lo veía todo claramente. Entonces se relamía rememorando el festín al que había sido invitada, abría los labios y deseaba volver a saborear el espeso licor destilado por el cuerpo de Isabel. Recordaba la cara de sorpresa de se amiga cuando levantó el martillo, recordaba su rostro desencajado y gozaba al imaginar de nuevo la calidez roja que se agolpó en los labios. Suspiraba por volver a sentir el sabor espeso y dulce que descendió por su garganta y deseaba volver a participar en la sagrada unión del cuerpo y la sangre con su virginal saliva.

 

Laura había notado el caudal divino vertiéndose sobre su cuerpo, resbalando por sus brazos, su vientre, sus piernas. Laura se había llenado de rojo placer, se había zambullido en un sacrificio gozoso y había participado de una orgía, en un frenesí salvaje... Isabel, sin saberlo, se había convertido en la llave que había abierto su conciencia, en un pajarillo aterrado ante alguna sombra innombrable, en una niña aterrorizada ante los colmillos violadores de un vampiro sediento de sangre inmaculada, neutra, caliente, hermosa y púber.

Laura había sido invitada a un banquete de Hadas; el martirio de Isabel había servido para demostrarle que Ellas la habían aceptado. La sangre era el camino, y ella era la sacerdotisa de un nuevo rito, cuyo símbolo es la carne de Isabel empapada de bermellón.

Isabel había supuesto la liberación, se había convertido en un sagrado cáliz rebosante de amor, su piel había sido desgarrada por uñas amorosas, que la amaban al tiempo que la destrozaban. Laura sabía que la sangre de su amiga que mojaba su cuerpo y el de sus compañeras (frágiles élitros manchados de sangre) eran la mayor muestra de amor a la que se podía aspirar: ser devorada por el ser amado. ¡Si! ¡Su cuerpo fue quebrantado por dientes de otra realidad! Su carne fue ultrajada por labios hambrientos, que sorbieron y se introdujeron en todos sus promiscuos pliegues, ¡Si! ¡Fue por amor!

Laura se complacía de sus pensamientos y se sentía ebria de placer, de un placer que no había sentido en años: Un orgasmo que no tenía comparación con el simple placer sexual, era algo más, era algo que compartía con los pequeños y luminosos seres que, agitando sus elitros, reían a se alrededor con malignas voces de cristal, con sonrisas demoníacas, con bocas anhelantes... Ahora que había conocido los eternos banquetes de néctar y ambrosía. Laura era irrecuperable, había cruzado la línea gracias a la sangre y ahora no podía obrar de otro modo, no tenía otras opciones. Laura se estremecía al recordar el placer que había ansiado conocer toda su vida. ¡Existe la felicidad!, se decía, y cual ángel exterminador, sonreía con suficiencia y deseaba saciarse de nuevo con el manjar que había recibo al comulgar con Ellas. Entreabrió los labios y, apretando las piernas, se balanceó adelante y atrás unos instantes, hasta volver a alcanzar el orgasmo recordando lo acaecido.

 

XIV.

No habían pasado ni tres días cuando llamó Luis.

Laura no tuvo ni tiempo de musitar un saludo al descolgar el teléfono, Luis habló casi instantáneamente. “¿Cómo va todo?”. Laura contestó sin pensar, “Bien”, dijo, “Isabel se ha ido, ya no está”, añadió. Luis estuvo unos segundos en silencio. “Lo supongo, me dijo que venía a verte el fin de semana”. Laura tartamudeó y dijo alguna incoherencia sobre un fin de semana muy largo y quizás definitivo. Se sorprendía de las palabras que salían de su boca.

¿Qué te pasa?, ¿No estás bien?”, preguntó preocupado Luis. “Necesito irme de aquí”, solo acertó a decir ella. Luis siguió hablando, Laura apenas escuchaba. Entendió que debía quedarse allí hasta que viniera a buscarla. Obedeció.

Como en sueños se vio recogiendo sus maletas y siguiendo a Luis por la casa mientras este cerraba puertas y ventanas y comprobaba que todo quedara en orden. Una vez cargado el coche se pusieron en marcha y no se detuvieron en el pueblo. Con la cara pegada a la ventanilla, Laura observaba con ojos vidriosos el bosque. Se despedía de ella en silencio, sin estridencias, sin contar lo que sabía, sin gritar lo que había visto, sin explicar a nadie los secretos que atesoraba. Ellas, las hadas, no habían aparecido para despedirse, quizás ya no les importara lo que hiciera Laura, quizás ya estaban buscando un nuevo entretenimiento.

 

Laura había prometido a Luis que al día siguiente visitaría al medico, aceptó sin rechistar su opinión de que estaba muy desmejorada. No habían avanzado ni dos kilómetros cuando Laura hizo detener el coche. “Déjame bajar un momento”, suplicó. Luis detuvo el coche y ella salió y avanzó unos pasos.

Laura observó el atardecer durante unos instantes. Cerró los ojos, contó mentalmente hasta diez y los abrió de nuevo. El paisaje no había cambiado, al menos aparentemente, pero ella sabía que ya nada iba a ser igual.

 

Laura se giró y vio a Luis que encendía un cigarrillo. Se relamió los labios y con una sonrisa se dirigió al coche. Antes de entrar aun se detuvo otro instante; Decidió que tenía que buscar alguna excusa que justificara la desaparición de su marido y de su amiga, pues volvía a tener hambre.

Suspiró y supo que pronto se le ocurriría algo. No le importaba esperar un poco, ya cenaría más tarde.

Consulta la comparativa de eReaders en Español, más completa de internet.

Podría interesarte...

 

 

 

 

 

Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

También en redes sociales :)