Relato num. 13 - Descanso dominical
–¡Papá, papá, levántate que ya es de día!
Alberto, incapaz de abrir los ojos, reconoce la voz de su hijo, Sergio, que no hace mucho ha cumplido cuatro años. Estará en lo cierto el niño –supone–, pero resulta que es domingo, el único día que puede olvidar el despertador, darse media vuelta en la cama y disfrutar de otro pequeño sueñecito de propina.
–¡Venga, papá, levántate!
Papá abre los ojos. "Está tan rico el pequeñajo –piensa–. Ánimo".
–Hola amigo –saluda a su hijo–, ¿ya te has despertado?
Sergio agarra un brazo de su padre y tira de él. Alberto no tiene más remedio que levantarse.
–Quiero ir a caballo –dice Sergio.
–¿A caballo? Pues ¡aúpa! –acepta, montando al niño sobre sus hombros.
Luisa, su mujer, a sabiendas de que es día festivo y que Alberto puede encargarse del pequeño, se arrebuja entre las sábanas y se dispone a seguir durmiendo.
Alberto, todavía un poco adormilado, sienta a su hijo sobre el banco de la cocina, pone la cafetera a calentar y prepara un "Cola Cao" para Sergio.
Con la ayuda de los dibujos animados que alborotan en el televisor, el padre se toma el café y apura el primer cigarrillo del día. El vaso de Sergio, por el contrario, se mantiene lleno.
–Chiqui, te tienes que tomar el "Cola Cao".
–Es que hoy no me apetece –responde Sergio, con gesto de disgusto.
–¡Vaya por Dios! ¿Y qué te apetece?
–Unas natillas.
Alberto abre la nevera y saca unas natillas.
–Pero me las tienes que dar tú, Papi.
Papi coge una cucharada de natillas y la acerca a la boca de Sergio, pero éste aprieta los labios y mantiene la boca cerrada.
–Con cargamento –dice el pequeño, cuando Papi retira un poco la cuchara.
Alberto sacude la cabeza y suspira.
–Que viene un tren cargado de... naranjas.
Sergio abre la boca y engulle la primera cucharada.
–Que viene un tren cargado de... chocolate.
Alberto consigue que su hijo acabe con las natillas a base de cargamentos de frutas, dulces y golosinas.
–¿A qué jugamos, Papi?
–Pues no sé. ¿A qué te apetece jugar?
–Pues no sé –responde el niño, encogiéndose de hombros.
–¿Hacemos dibujos? –inquiere con pocas esperanzas Alberto.
–No.
–¿Leemos un cuento?
–No.
–¿Sacamos las construcciones?
–Tampoco.
–Pues no sé, hijo. ¿No se te ocurre nada a lo que podamos jugar?
Tras unos segundos de silencio, el rostro de Sergio se ilumina.
–¡Guerra de espadas! –exclama jubiloso.
–¿Guerra de espadas? –repite Alberto contrariado.
–Sí. Pero no te preocupes, papá. Lucharemos con escudos.
–Menos mal –responde Alberto con gesto de alivio.
Y comienza el combate. Sergio golpea. Alberto se cubre. Sergio sigue golpeando. Alberto va retrocediendo, pero cada vez le resulta más difícil proteger su cuerpo de las embestidas del pequeño. Su hijo le alcanza el hombro con un espadazo. Alberto aúlla de dolor y no puede evitar que el escudo escape de sus manos. Sergio aprovecha la ocasión y le atiza otro espadazo en el pecho. Alberto consigue arrebatar la espada a Sergio y después le apresa entre sus brazos. Sergio acerca su cara a la de su padre y le propina un mordisco en el cuello. Alberto se enfada y propina un par de azotes al pequeño. Este empieza a hacer pucheros.
–¡No me quieres! –balbucea entre sollozos.
–Sí te quiero –rebate Alberto, acariciando a su retoño.
–¡No, no me quieres... me pegas!
–Es que me has hecho mucho daño, hijo.
Sergio separa su cuerpo del de su padre. A pesar de tener el rostro cubierto de lágrimas, su boca dibuja una sonrisa traviesa.
–Te he dejado el pijama lleno de mocos, papi.
Papi se mira el pijama y comprueba la veracidad de la afirmación de su hijo. La hombrera izquierda está llena de secreciones nasales de Sergio. Hace un gesto de resignación con la cabeza y se encamina a buscar un pañuelo.
–¿Sabes, papá?... se me ha ocurrido una idea genial.
–¿Una idea genial?
–Sí. ¿Por qué no hacemos una nave?
–¡Vale! –responde Alberto con fingido entusiasmo.
Las sillas se juntan en parejas y sobre ellas se coloca una manta que simulará el techo de la nave, los módulos del sofá se transforman en compuertas, los bajos de las cortinas se alzan por encima de la mesa, la alfombra se enrolla a modo de chimenea, y se hace acopio de espadas, escopetas, flechas, pistolas y palos varios para no aventurarse indefensos en el espacio. En pocos minutos, el comedor queda convertido en un caos total.
–Nos ha quedado fabulosa la nave –dice Sergio–, ¿no te parece?
–Una pasada, hijo, una pasada.
–¡Vamos! ¡Métete dentro, que vamos a despegar!
Alberto consigue introducirse a duras penas en el abarrotado interior de la nave.
–Yo conduzco –decide Sergio–. Tú mirarás los mapas.
Alberto vuelve a ejercitarse como contorsionista para salir de su habitáculo y regresa al cabo de unos segundos con un viejo atlas, imprescindible para poder desempeñar su cometido.
–¡Atención piloto! –anima el encargado de los mapas– ¡Veo una nave enemiga que se dirige hacia nosotros a toda velocidad!
–¡No, Orejudo! –grita Sergio–. ¡Que todavía no hemos despegado!
Orejudo –recuerda Alberto– es un canguro de una serie de dibujos animados. En realidad no se llama Orejudo, sino Boeing o algo así. Lo que ocurre es que Boeing tiene un jefe –el malvado Capitán Vinagre– que cuando se enfada llama despectivamente Orejudo a su patoso ayudante.
–Perdona, hijo. Creí que ya estábamos en el espacio.
Sergio imita lo mejor que puede el sonido de una nave que se eleva hacia el cielo.
–¿Ya hemos despegado? –pregunta Alberto.
–Sí.
–¡Atención piloto, veo una nave con una pinta terrorífica que nos está persiguiendo!
–¡Tenemos que destruirla! –contesta el niño, empezando a disparar.
Concentrado en abatir al enemigo, Sergio tarda unos segundos en darse cuenta de que su padre no colabora lo más mínimo en la destrucción de la nave enemiga.
–¡Dispara tú también, Orejudo! –ordena tajante.
–¡A la orden, mi capitán! ¡Tuñum... tuñum... tuñum... chui... chui...!
Ya pasadas las once asoma Luisa por la puerta del salón, con los párpados semicerrados y bostezando.
–Buenos días –saluda Alberto.
–Eres una dormilona –la reprende Sergio.
Mientras se toma el café, Luisa informa a Alberto de que tiene un montón de cosas que hacer esa mañana: barrer y fregar toda la casa, poner la lavadora, planchar ropa atrasada, hacer la comida… de modo que lo mejor es que padre e hijo se vayan a la calle a dar una vuelta. Así no la incordian mientras trabaja.
Alberto acepta resignado perderse las carreras del mundial de motociclismo que dan por la tele, a pesar de que están ya casi a final de temporada y en estas últimas competiciones se decide el título.
–Iremos al parque del circuito –decide Sergio–. Con la bicicleta.
El parque del circuito tiene cosas buenas y cosas malas. Densamente poblado de árboles, es de los pocos lugares donde se puede ir en verano. Tiene un circuitillo para que los niños se desfoguen con las bicis, sin excesivo riesgo para su integridad física. Aunque, por desgracia, en lo que es propiamente el circuito escasea la sombra, con lo que a las doce de la mañana el circuito es un tostadero. Sergio aguanta unas vueltas en el circuito, pero después escapa de sus límites y se adentra en el parque, rodando con su bicicleta por senderos de tierra. El problema de estos caminos es que casi todos van a parar a la carretera, y Sergio, cuando se embala pedaleando, no parece tener el menor cuidado. De hecho, casi nunca tiene cuidado, pedalee o no. A lo que íbamos, que Alberto tiene que correr detrás de la bicicleta de su hijo, no sea que a éste le dé por salirse a la carretera y le pille un coche. La primera carrera en pos del pequeño, aún la aguanta bien. La segunda ya le cuesta más. Tras la tercera está que echa el bofe.
–¡Basta, Sergio! Ya no puedo más. Vamos a descansar un poco.
En el centro del parque hay una plazoleta con un par de columpios, balancines y toboganes, para que los críos se distraigan un poco y que los padres suelen aprovechar para echarse un cigarrillo medio tranquilos. La plaza está habitualmente llena de palomas, que se acercan descaradas a tomar la comida que se les ofrece.
–¿Quieres que compremos una bolsa de alpiste y damos de comer a las palomas, Sergio?
–No. Se me ha ocurrido una idea mejor –contesta el pequeño con ojos brillantes–. Buscaremos unos palos y las cazaremos.
–Pero hijo, eso no se puede hacer. A las palomas no se las puede cazar. Las palomas son buenas.
Repentinamente –quizá asustadas por un perro que corretea no muy lejos, o quizá lo bastante inteligentes para comprender las intenciones de Sergio– las palomas se elevan en el aire y sobrevuelan las cabezas de padre e hijo. Alberto nota que algo húmedo le cae sobre el pelo. Palpa con la mano y cuando tiene a la vista lo que le ha caído, exclama furioso:
–¡Mierda de palomas!
Sergio se mea de risa.
Cuando vuelven a casa, cansados y sudorosos, encuentran a Luisa tarareando alegre la canción que escapa del equipo de música.
–¡Vamos chicos! –jalea la cantante– ¡Ánimo! ¡A comer deprisa, que después nos vamos a la playa!
–Me pido fregar los platos –propone Alberto, a quien no se le ocurre otro modo de disponer de un ratito de descanso, aunque sea pequeño.
La playa es también un tostadero.
El sol no calienta, achicharra.
La sombra no existe.
La arena abrasa los pies.
Tras depositar las cuatro bolsas que acarrea y extender las toallas, Alberto coloca los manguitos a Sergio y todos se adentran en el mar. A los pocos pasos comprueban que el agua está llena de algas parduzcas y pegajosas. Padre y madre no pueden evitar un gesto de repugnancia. Después de conseguir aparcar, transportar los trastos a la playa y montar el chiringuito, no merece la pena deshacer todo lo hecho y emprender la búsqueda de una playa más limpia; de modo que tendrán que refrescarse entre esa maraña de algas parduzcas.
–Voy un poquito más para allá –dice Luisa–, a ver si está más limpia el agua. Quédate con Sergio.
Sergio echa una mirada a su alrededor y descubre una escollera no muy lejos de donde se encuentran.
–Papá, quiero ir a las rocas.
–Es que con las rocas hay que tener cuidado –intenta disuadirle Alberto-, porque puede venir una ola fuerte y estrellarnos contra ellas.
Sergio ni se molesta en contestar y pone rumbo a la escollera.
Afortunadamente las aguas están esa tarde tranquilas y ambos llegan a las rocas sin sufrir ningún percance.
–¡Mira, Sergio, un cangrejo!
Al pequeño se le tornan los ojos brillantes de nuevo y exclama:
–¡Vamos a cazarle!
–No hombre, que es peligroso. Además, ¿qué te ha hecho a ti el pobre cangrejo para que quieras cazarle?
Sergio intenta escalar las rocas en pos del cangrejo, que huye prudente. Alberto sujeta a su hijo por un brazo mientras éste persigue al crustáceo. Los tres primeros resbalones del niño consigue solventarlos Alberto sin mayores problemas, pero el cuarto le pilla un poco desequilibrado y no puede evitar caer de culo sobre el pico de una roca.
–¡Mierda! –exclama Alberto, dolorido.
Sergio empieza a reírse a carcajadas.
–¡Basta! –ruge furioso el padre– ¡Vamos con mamá ahora mismo!
Alberto, por fin, está tumbado sobre la blanca arena, inmóvil, con la mente en blanco, aspirando con placer la nicotina y el alquitrán del cigarrillo que tiene entre sus dedos, y que parece ser va a poder disfrutar hasta el final.
Sergio está acabando ya la merienda y cuchichea con su madre entre mimos y cómplices sonrisas.
–Papá. Cuando me acabé el yogur, tendrás que ir a por unos helados, como premio.
–Un almendrado para mí –corrobora Luisa.
Esta vez, la idea no disgusta a Alberto. No se hace en absoluto de rogar y, antes de pasar por la heladería, se mete en el primer bar que encuentra y se atiza una buena jarra de cerveza fresquita. Cuando vuelve con los helados ve que junto a ellos se han instalado unos críos que juegan a enterrarse en la arena. Conociendo a su hijo, no le extrañaría que Sergio quisiera también participar en el juego.
Nada más acabarse el helado, Sergio se levanta como movido por un resorte.
–Papá, vamos a jugar a enterrarte en la arena.
Alberto –quizá porque la jarra de cerveza le ha devuelto buena parte de sus energías– ni se molesta en protestar.
Sergio, armado con palas, cubos y rastrillos, da comienzo a su faena de excavadora y va cubriendo de arena las piernas, los brazos y el pecho de su padre. Cuando Alberto está enterrado hasta el cuello, Sergio se separa un par de metros y contempla satisfecho su obra.
–¡Mira, mamá! Es fabuloso, ¿verdad?
–¡Madre mía! –contesta Luisa– ¡Pobre papá! Espera, que le vamos a sacar una foto.
Alberto suspira resignado.
–Ponte detrás de papá, Sergio. Con una pala en la mano, para que se vea que has sido tú el que le has enterrado.
A Sergio le parece de perlas la idea y se arrodilla junto a la cabeza de su padre.
–Así –continúa Luisa–, una... dos... y tres.
Tras oír el "clic" de la foto, Sergio se incorpora con descontrolado ímpetu, provocando que la arena que carga en su pala caiga sobre el pelo y los ojos de Alberto.
–¡Mierda! –exclama éste, cegado.
–¡Ay, lo siento cariño! –se disculpa Luisa.
–¡Ay, lo siento cariño! –repite Sergio, burlón.
Contempla durante unos segundos la blanca cabellera de su padre y los esfuerzos de éste por expulsar de sus ojos la picajosa arena. Acto seguido, estalla de nuevo en carcajadas.
Tras padecer la interminable caravana de vehículos que retornan a casa después de disfrutar de un festivo día de playa, Luisa obsequia a su marido y a su hijo con una frugal cena para engañar un poco al estómago.
–Papá, vamos a hacer otra nave –propone Sergio, tras dar cumplida cuenta del sandwich de mortadela.
–No, hijo, que voy a fregar los cacharros. Y después tengo que bajar la basura. Juega con mamá un rato.
–¿Puedo ir contigo a bajar la basura?
–¿Serás bueno?
–Sí –responde Sergio, con cara de no haber roto un plato en su vida.
–Pero nada de buscar bichos ¡eh!
–Vale –acepta el pequeño.
Contiguo al edificio donde viven, existe un descampado repleto de malas hierbas, porquería y repugnantes bichos de variadas especies. Es también el lugar elegido por muchos propietarios de perros para bajar a éstos a que hagan sus necesidades y se desfoguen un rato.
Alberto deposita las bolsas de basura en el contenedor.
–¡Mira, papá, una cucaracha!
En un par de saltos, Sergio llega hasta ella y la aplasta de un pisotón.
–Me has dicho que no ibas a cazar bichos, Sergio. Vamos a casa.
–¡Mira... otra!
Sergio se la carga también.
–Yo me subo a casa. Ahí te quedas tú solo –amenaza Alberto, encaminándose hacia el portal.
Sergio aprovecha la ocasión y empieza a correr, pero en sentido contrario.
–¡Sergio! ¡Adiós! ¡Yo me subo!
De repente, una sombra pasa como una exhalación delante de Alberto en dirección hacia donde se encuentra Sergio. Se trata de un pastor alemán y el corazón le da un vuelco a Alberto. Echa a correr tras el perro, aunque sabe que el animal llegará mucho antes que él adonde se encuentra el pequeño.
La fiera alcanza a Sergio y le ladra belicoso. Sergio, lejos de asustarse, levanta un brazo amenazador y ladra asimismo al pastor alemán. Alberto sigue corriendo. La fiera y Sergio se enseñan mutuamente los dientes. Llega por fin Alberto y coge al pequeño en brazos. Da la espalda al perro y reza para que a éste no le dé por saltar sobre su cuello y cercenarle la yugular.
Por fortuna, la yugular llega intacta a casa.
–¡He cazado dos cucarachas, mamá! –presume Sergio, orgulloso.
–Eso es una guarrería, hijo. Le he dicho mil veces a tu padre que no te deje hacer esas cochinadas. Pero ni caso.
Alberto hace un gesto de impotencia y decide no comentar a su mujer el incidente del perro para no preocuparla innecesariamente.
–¡Ay, ya se ha acabado el fin de semana! –suspira Luisa–. ¡Qué poco dura lo bueno! Mañana, otra vez lunes, y yo aquí todo el día, con este trasto, que no para de revolver...
Alberto asiente con la cabeza, comprensivo.
"Sí, mañana es lunes –piensa–. Todo el día en la oficina, trabajando... ¡Qué alivio!".