Relato 80 - Una Horda de Cadáveres

Hacía tres días que estaban encerrados en la casa, habían perdido toda comunicación con el exterior y ya no quedaban víveres.

Los cadáveres caminantes flanqueaban todas las salidas. Haroldo calculó la cantidad, serían al menos quinientos muertos vivientes. Y todos estaban hambrientos de carne viva.

 

Haroldo Vega vivía con su mujer, Cintia,  sus hijos mellizos, Guillermo y Agustín, y la más pequeña, Sofía. La casa se encontraba en las afueras del pueblo, más allá del cementerio comunal. Unos tres kilómetros los separaban de la civilización.

Empezó todo un sábado. Eran no más de las seis de la mañana cuando lo despertaron los vehículos que salían del pueblo por la ruta. Le llamó la atención ese inusual y repentino aumento del tráfico, pero sólo atinó a darle la espalda a la ventana y esconder la cabeza bajo la almohada. Habrá dormitado unos diez minutos más cuando los ruidos disminuyeron. Decidió levantarse para buscar la camioneta al taller que supuestamente iba a estar lista.

 

Se dirigió a la cocina y puso en marcha la cafetera eléctrica, que se encontraba sobre la mesada, debajo de la ventana que daba a la ruta. Giró sobre sus talones y emprendió el camino a la alacena. A mitad de camino se detuvo, aún dormido no había caído en la cuenta de lo que sus ojos percibieron. Volvió a la ventana y los vio. Dos cadáveres putrefactos caminaban arrastrando los pies, uno con la ropa hecha pedazos y sin ambos brazos, el otro si apenas era un esqueleto con retazos de carne pegados y unos pocos mechones de pelo colgando. El segundo giró la calavera que tenía por cabeza y con el único ojo que tenía miró fijamente a Haroldo. Se abalanzó hacia la ventana, el otro muerto lo siguió. Haroldo reaccionó, tiró de la cuerda y la persiana se cerró de un golpe. La persiana se sacudió al recibir el impacto de los cadáveres.

 

Haroldo salió corriendo, se aseguró que todas las puertas y ventanas estuvieran cerradas con llave o con el pestillo puesto. Después fue a su habitación y despertó a su mujer, o mejor dicho, la arrancó de la cama tirándola del brazo. Arrastrándola por la casa fue hasta la habitación de los mellizos y los despertó de un grito.

- ¡Arriba! ¡Debemos irnos ya!

Fue hasta la habitación de la pequeña, la levantó y se la pasó a los brazos de la madre. Corrió hasta la cocina con el resto de la familia atrás, sin entender qué estaba pasando. Se trepó a la mesada y sacó del espacio entre la alacena y el techo una escopeta de dos caños. Saltó al piso, sacó uno de los cajones y lo revoleó hacia atrás; los utensilios se desparramaron por toda la cocina. Haroldo metió la mano hasta el fondo del hueco dejado por el cajón, sacó una caja de cartuchos y cargó el arma. Cuando se dio vuelta, vio a toda su familia mirándolo como si fuera un lunático a punto de explotar.

- Vengan aquí y vean esto.

Levantó apenas la persiana donde habían estado los zombis, dejando sólo una rendija. Cintia y los mellizos se acercaron a la ventana. Algo gruñó del otro lado y arañó la persiana. Todos juntos pegaron un salto hacia atrás.

- Esos dos monstruos aparecieron recién mientras preparaba el café.- dijo Haroldo.

- ¿Qué “dos” monstruos?- preguntó Cintia, temblando del espanto.

Haroldo levantó un poco más la persiana. Los “dos” monstruos se convirtieron en una horda de cuerpos andantes, chocando entre sí, rodeando la casa, mirando hacia ellos con sus cuencas vacías algunos, con los ojos inyectados de sangre otros. Miraron por todas las ventanas, en todas direcciones había zombis. Probaron los teléfonos, más muertos que esas criaturas de afuera. Estaban atrapados.

 

Las horas pasaron, esperando alguna ayuda, consumiendo la comida que quedaba en la heladera y las alacenas. Las horas se hicieron días, nada había cambiado. Allí estaban, todos juntos en el living, esperando. Mirando por las ventanas ese ejército del infierno, descubrieron que algunos de los cadáveres eran reconocibles.  El viejo Alderete, que había muerto de cáncer de páncreas hacía unos días, aún estaba llevando el traje con el que lo habían enterrado. El portero de la escuela, a quien habían atropellado la semana anterior, se arrastraba ayudado con los brazos, las piernas terminaban a la altura de las rodillas. Otros estaban tan maltrechos que apenas si se distinguía algún rastro de humanidad. El esqueleto de los mechones estaba ahí, también el cadáver sin brazos.

 

Haroldo decidió actuar, no iba a dejar que su familia muriera de inanición. Ya no tenían más tiempo que perder. Debía llegar al pueblo como sea y buscar comida, tal vez allí encontraría ayuda y volvería por su familia.

El plan no podía ser más precario, pero era lo único que se le ocurrió. Fue hasta el garaje vacío, insultó al maldito mecánico que había demorado el arreglo de su Dodge, pero agradeció haberle vaciado casi por completo el tanque de nafta, sabiendo que el ratero dueño del taller se la robaría sin vergüenza alguna. Tomó los bidones cargados de combustible y los llevó a la cocina. Allí pasó la nafta de los bidones a unas botellas de vidrio, rasgó varias prendas suyas y puso los pedazos en forma de mechas. Tomó la escopeta cargada y después de mandar a los niños que se encierren en sus cuartos con llave, se preparó en la sala principal con su mujer. Se dividieron las botellas, ahora bombas molotov, en tres cada uno. Encendedor en mano, se apostaron en las ventanas que estaban a ambos lados de la puerta principal. Abrieron apenas una hendija y comenzaron a bombardear la muchedumbre. Las botellas explotaban y dispersaban los zombis. Iban abriendo camino entre los cuerpos andantes.

Lograron despejar el frente de la casa. Sin perder tiempo, Haroldo abrió la puerta principal y salió, escopeta en mano, lista para destrozar cualquier cabeza que se cruce por delante. Tenía una larga caminata hasta el pueblo, pero corrió, los resurrectos empezaron a reagruparse y cerraban su paso. La entrada de la casa ya estaba bloqueada, no había vuelta atrás. Los zombis se acercaban por ambos lados, estaban a sólo tres metros y se acercaban. Una mujer sin mandíbula le flanqueó la salida. Apuntó y disparó, la cabeza de la mujer voló en varios pedazos. A la izquierda, un gordo con el vientre abierto y desparramando sus tripas se abalanzó sobre él. Logró apartarlo de un culatazo. Siguió corriendo. Los cuerpos andantes no estaban a más de treinta centímetros. Los dedos putrefactos rozaban su ropa. Los olores lo invadían, revolviéndole el estómago. Una mano se aferró de su camisa, Haroldo giró y le apoyó el caño de la escopeta en la frente del cadáver, apretó el gatillo. Los trozos de cerebro lo salpicaron.

Estaba a dos pasos de escapar de la horda. Esquivó los últimos muertos, como un jugador de rugby evitando ser tacleado. Miró atrás, aún sin creer que había podido escapar de ellos, pero su curiosidad fue su perdición. Tropezó con el cuerpo de la mujer que le había volado la cabeza. Cayó y los zombis cayeron sobre él. Sintió unos dientes en el cuello…

 

¿Qué es un zombi, un muerto viviente, un no muerto, o como uno prefiera llamarlo? Se podrán encontrar definiciones variadas en los diccionarios, enciclopedias o libros especializados, también en un amplio catálogo de películas, novelas y relatos. Casi todas las observaciones e ideas convergen en un mismo punto; un muerto viviente es básicamente eso, algo muerto. Un cuerpo que estuvo días, meses o años enterrados, pudriéndose, siendo fuente de alimento de gusanos, bacterias y otras alimañas, y se levanta de un momento al otro, no puede presentar mucho peligro. Los huesos débiles, músculos atrofiados y descompuestos, nervios y tendones en estado deplorable, no pueden ser capaz de lastimar, no tienen la fuerza, por más vida que haya recobrado su cerebro. Haroldo lo descubrió en ese momento.

 

Los dientes apretaron la carne con toda su fuerza, que no era mucha, y se convirtieron en polvo blanco. Haroldo se dio vuelta y vio al esqueleto sobre él. Lo apartó de un manotazo y los huesos se desintegraron. Otro zombi mordisqueaba su pierna izquierda, en vano, no podía penetrar la piel. A pesar de tener otros cadáveres encima, Haroldo pudo levantarse con apenas un pequeño esfuerzo. Los muertos seguían atacándolo, pero con un solo movimiento de manos los corría a un lado como si fueran perros juguetones.

Empezó a rematarlos de a uno. Los empujaba y caían al piso. Luego les rompía el cráneo de un golpe con la escopeta o simplemente pisándolos. Los monstruos lo mordían, lo arañaban, pero un enjambre de mosquitos era capaz de hacer más daño. Llegó hasta la puerta de la casa, dejando por el camino toda una hilera de muertos rematados. Le explicó a Cintia la situación a través de la puerta entornada y reemprendió el camino hacia la civilización.

Llegó a la ciudad esquivando y pisoteando zombis. Las topadoras de la municipalidad los apilaban a los costados de las calles y después los mismos vecinos ayudaban a arrojarlos a los volquetes que estaban en cada esquina. Haroldo llegó hasta la casa del mecánico.

- ¿Cómo crees que pude haber arreglado tu camioneta con todo este asunto de los cadáveres?

- No me vengas con excusas. La camioneta tendría que estar arreglada desde antes.

- Aún no está lista, y no creo que esté en un par de días.

Después de discutir un largo rato, Haroldo dejó ofuscado el taller. Se dirigió al supermercado y compró todo lo que le hacía falta. Tomó un taxi para regresar. En el camino, el taxista se encargó de informarle los hechos.

 

De un momento al otro los cadáveres se levantaron de sus tumbas, dejaron el cementerio e invadieron la ciudad, nadie sabe por qué. La gente huyó, dejando todo atrás, unos pocos quedaron.

Los zombis atacaron, sin éxito. Su carne débil, putrefacta, era incapaz de dañar. Los habitantes que no abandonaron sus casas los destrozaban con algunas armas precarias ya sea con palos, escobas, o simplemente con las manos. Los muertos murieron de nuevo. Al correr la noticia del inexistente peligro, la gente volvió. La ciudad se limpió, los cuerpos se rejuntaron en fosas comunes y se cremaron.

Hubo víctimas, indirectamente. Un par de fanáticos religiosos se suicidaron pensando que el juicio final había llegado. Una viuda murió de un paro cardíaco al ver a su marido caminar por las calles. Otros aprovecharon la limpieza de cuerpos, y “limpiaron” a los vivos que les estorbaban. Algún accidente de tránsito, provocado por un zombi que cruzó la calle sin mirar a ambos lados. Un pobre pescador murió ahogado cuando un cadáver cayó desde un puente, partiéndole en dos la canoa en la que se encontraba. Pero ningún muerto viviente se comió o desmembró persona alguna.

 

El taxista dejó a Haroldo en el camino de entrada de su casa. Esquivando los cadáveres desperdigados en el frente, se acercó a la puerta y tocó el timbre. Su esposa abrió la puerta y lo hizo entrar. Después toda la familia Vega salió con bolsas de nailon en las manos, Haroldo además llevaba su sierra eléctrica para cortar los cuerpos en pedazos más pequeños. Les llevó todo el día limpiar el terreno.

 

Hoy en día, en la ciudad de Campo Seco, el cementerio está en desuso. Ya nadie entierra a sus muertos, prefieren cremarlos, no es agradable ver un pariente que acabas de velar vagando por las calles.

 

FIN

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Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

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