Relato 72 - De sueños y circularidades
De sueños y circularidades
Recuerdo un libro que he leído hace algunos años; éste lo adquirí en una tienda benéfica que vende objetos usados. El libro trata acerca de una civilización antigua y devastada, los ramíes. Los poetas eran poseídos por los dioses y transmitían sus conocimientos ultra-terrenales. La civilización creía que el hombre cuando moría era atormentado por una serie de sueños terribles y circulares, una y otra vez; por esta razón, el sentido de la supervivencia humana es evitar caer en el sueño eterno.
La idea del tiempo circular y onírico ha rondado dentro de mi mente como burbujas, pelotas, lunas, planetas y otras formas esféricas que me persiguen. Estoy tan obsesionada que siento vivir cada momento una y otra vez.
¿Qué me sucede? ¿Cómo he llegado aquí? A fin de lograr el entendimiento: narraré los hechos que acontecieron antes de la formulación de estas preguntas; en el mismo orden que sobrevienen los forzados recuerdos y pensamientos.
Tengo la convicción que todo comenzó (o concluyó, para ser más precisa) en el estadio: el partido de football había culminado con inaceptable resultado (para la hinchada vencida, sin duda); veía, minúscula en la tribuna, como la violencia se desataba atroz entre las distintas facciones de las barras bravas del equipo.
Fue en ese momento cuando yo, Eloísa Funestre, temí por mi vida…
Me encontraba sentada cuando pensé en fugarme. Al ponerme en pie, el vértigo de las alturas me azotaba una vez más. Corriendo agitada, trémula, febril salí de la tribuna al desvaído y sucio corredor de acceso que olía a orín fresco.
Allí estaban sentados dos hombres: uno, iluminado su rostro a contraluz lateral, como trazado por pinceladas del mismísimo Rembrandt; el otro empapado en sombras, de semblante dominante e imponente, la belleza conjugada con intensa crueldad. No sé cómo sabía que debía decidir por uno; no obstante, la sentencia no me resultaba nada fácil. Los tomé del mentón, los comparé. El uno y el otro sonreían ridícula y risiblemente con gestos nerviosos.
En ese instante, divisé a mi hermana menor que se alejaba desapareciendo en un punto. Me atemoricé nuevamente, esta vez, por su vida. Entonces, olvidándome de los hombres, corrí para acompañarla y salí del estadio.
Llegué a la calle, el cielo imprevisible se enturbió. El viento manso comenzó a alzarme. Tan agradable era la sensación que me dejé llevar por ese viento cautivante. Delicado, me elevó cuatro metros del suelo; me empujó hacia delante; y me transportó hacia las vías del tren.
Jamás he profesado algún tipo de religión; me he considerado agnóstica practicante. Sin embargo, confié en una intención divina, un dios o ente superior que maniobraba el viento y no me haría daño. Suspiré alivio generado por el sentir agradable que atravesaba mi persona. Pasaría el tren, lo advertían las barreras y las señales rojas, contrastadas con el cielo plomizo. La corriente me detuvo para dar paso al ferrocarril, luego me empujó con minuciosa suavidad a las puertas de una casa ubicada a treinta metros de las vías.
La vivienda, rosa intenso, poseía ventanas abiertos que dejaban al descubierto la gran iluminación interna; muy similar al Rancho de Rosas: reliquia histórica, llevada de la Estancia de los Cerillos al centro de la ciudad de San Miguel del Monte. La visité, una vez, con el fin de tomar fotografías. No era posible que fuese la misma casa, cavilaba.
Sumida en la curiosidad, llegué a la puerta y golpee. Una señora corpulenta acudió a atender. La reconocí, era una “conocida”.
–¡Cómo estás Eloisa? Te estaba esperando, pasa, todavía no llegó nadie. En un rato van a llegar los invitados –dijo amable.
Un niño de cuatro años se escondió vergonzoso detrás de la falda de la mujer embarazada. Entré tímida, dejando de lado la intención inicial que me había llevado a tocar la puerta. Recordé con gran esfuerzo el nombre de la dueña de la casa: Beatriz. Ella me mostró las habitaciones y puso énfasis en la destinada a su futuro hijo.
–Todo a pulmón, con dos sueldos de empleados…
Me abstraje observando los objetos del comedor, había antigüedades, copas de cristal, esculturas propias de arduos coleccionistas… Sin hacer comentario alguno pensé en mi hermana, si hubiese estado allí habría estado maravillada con aquellos objetos. Encadenado a este pensamiento me acordé de su partida apresurada y me pregunté si habría llegado a nuestra casa. De Inmediato, tomé mi celular; mas, no tenía batería. Pedí permiso a Beatriz para telefonear a mi familia.
–Usa únicamente el teléfono de la cocina. En el caso que veas algo extraño, no tengas miedo.
Fui hacia la cocina, tomé el teléfono y marqué; inesperadamente se abrió la canilla y corrió agua. Enseguida colgué el teléfono y no corrió más. No me podía comunicar y esto me irritaba más aún. Súbita, salió de una habitación una señora mayor algo adormecida; era Isabel, la empleada doméstica. Fui al living tomé el teléfono y logré comunicarme con mi madre. A gritos para ser entendida, entre interferencias de voces extrañas y largos silencios, la interrogué por mi hermana. Mi madre respondió que había llegado muy triste a causa de mi ausencia y “estaba ahogada en lágrimas y tranquilizantes” (el uso de la hipérbole en mi madre es cotidiano y humorístico). La comunicación se cortó de modo sorpresivo. Con el enojo en sus cejas, Beatriz llegó al living y me preguntó:
–¿Utilizaste el teléfono del living?
Tras ver mi mirada estremecida y afirmativa Beatriz finalizó, en un soplo intenso, la frase:
–Los has despertado.
Entonces, inexplicablemente, de las cuatro puertas que poseía la cocina, surgieron hombres y mujeres apurados; caminando con niños de la mano. Entraban y salían con mucha prisa, como empleados que el lunes por la mañana llegarían tarde a la oficina, erguidos con la vista fija sin mirar nada específico y sin expresiones en sus rostros. Una niña de pelirrojos rizos y ojos sagaces corría alrededor mío, estaba escapándose de su madre que la amenazaba con un peine dispuesta a peinarla.
–Ven, Priscila, que no llegamos al cumple de la abuela- ordenaba con voz apacible.
Otros hombres hablaban por celular, otros solamente miraban sus relojes de agujas estáticas. Tuve la sospecha de que se trataba de espíritus inofensivos.
“Quizás la muerte ha sorprendido a estas personas en esas circunstancias; por ello rondan la tierra haciendo eternamente lo que estaban haciendo antes de morir”, justificó mi pensamiento.
Comenzaron a llegar los invitados a la casa. Eran todos “conocidos”, compañeros de antiguos trabajos, amigos de familiares, familiares lejanos… Las charlas se hicieron extensas. Reímos, bebimos, bailamos, cantamos y reímos aún más. No había preocupaciones, como si no hubiera existido el después ni el mañana, sólo prevalecía el placer y ese éxtasis se hacía eterno.
Alguien quiso que saliéramos a jugar a la calle, temible y oscura, como niños. Tomaron una cuerda, se colocaron unos de un lado y otros del otro, jugaron a tirarlas con fuerzas hasta derribar a los contrincantes. Yo me avergoncé al pensar que los vecinos serían molestados por los ruidos y el alboroto que causaba el grupo. Reían sin parar. Dejaron al más fuerte solo de un lado y el resto tomó el otro extremo de la soga. El fortachón logró abatir a los rivales y en un trance de euforia aprehendió piedras y las lanzó hacia el asfalto. Una de éstas, pareció golpear a un anciano que cruzaba en bicicleta; el cual no se había percatado de los individuos embriagados ni del frenético que arrojaba las piedras. El fornido continuaba riendo a carcajadas grotescas. Apesadumbrada, acudí a ver al hombre caído. Al parecer, el longevo no había sucumbido a causa de las piedras: simplemente cayó y desmayó. Isabel y una muchacha, con torpeza y descuido, lo arrastraron hacia la casa.
Viendo esto, interrogué a gritos:
–¿Acaso la vida no tiene valor?
–Ay Eloísa, todavía no te has dado cuenta… Tanto valor tenía tu vida y te la arrancaron. Nuestras vidas tenían valor y aquí estamos: dándote la bienvenida a esta especie de purgatorio o quinta dimensión – dijo una de las personas que se encontraba en el lugar.
Estoy perpleja, intentando hilvanar los recuerdos confusos e inciertos. En la nebulosa de acontecimientos, recuerdo los golpes que recibí en aquel estadio; hube intentado huir, pero fui alcanzada por una bala. Dos hombres peculiares me habrían socorrido. Ante la desesperación, mi hermana, fue en busca de un médico.
Aquí me encuentro ahora: en esta habitación de clínica austera. Manuscribiendo lo que me ha ocurrido.
–¿He despertado de un sueño? –le pregunté al médico –. ¿Qué me sucedió?
–Es poco frecuente tener sueños durante el efecto de la anestesia –respondió con sobrada aspereza.
Le pregunto a mi madre:
–¿Ha sido al terminar el partido?
–Una bala perdida, hija, en la despedida de año con tus ex compañeros.
Es posible que sólo sean conexiones oníricas (esta multiplicidad de acontecimientos dudosos). Es mi mayor afán emerger de la duda y esclarecer mi realidad. Aunque considero que llamar a la razón es inoportuno para saber qué es real. ¿Acaso sea éste, mi sueño eterno y tormentoso?
No puedo asegurar si yo estaré viva o muerta: viva, soñando o turbada; muerta, soñando eternamente sucesos turbios. Lo cierto es que estoy en esta habitación de clínica austera. Pretendiendo redactar fielmente los sucesos en un cuaderno. Leo, en las fatales e inexorables páginas anteriores, que todo lo que he vivido recientemente ya lo había escrito; por lo tanto, todo lo que he vivido recientemente ya lo había vivido y lo viviré infinitamente. Incluso estas palabras estaban escritas. Incluso estas palabras...