Relato 67 - Per aspera
La oscuridad, la vulgar y permanente negrura, parece tener vida propia. A veces, me quedo quieto observando cualquier espacio oscuro, en mi casa, en las zonas muertas de las aceras, en un bidón de basura, en los monumentos y esculturas que embellecen mi ciudad, y siempre, siempre, tengo la sensación visual de que avanza, me come el terreno, se acerca, y, entonces, desvío mi mirada y, como si un impulso recóndito en mis genes animales me avisara, me retiro, me levanto de la silla, camino más aprisa, cierro las compuertas, para que no me alcance. ¿Quién se refugia en esos lugares donde no llega nunca la luz? No los podemos ver: no se refleja nada allí. Pero alguien habrá… debe haberlo, alguien que empuja, que pugna por salir, como un polluelo del cascarón que lo contiene, y que dilata ese espacio, ese negror, y lo intenta reventar, para ser visto; aunque, justo cuando ya está a punto de conseguirlo, nosotros ya no le prestamos atención, y por ese motivo ese habitante de ese lado oscuro no se esfuerza más, no se agita más: total para que nadie lo vea, lo salude, lo elogie por su hazaña, ¿para qué salir? Alguien me dijo que pudo ver en una ocasión a alguien que salía de la oscuridad; pero, después de una larga conversación en la que contrastamos puntos de vista y opiniones, llegamos a una conclusión: sí, ese alguien salía de la oscuridad porque la atravesaba, no escapaba de ella, no nacía de ella desembarazándose de su pegajosa y viscosa membrana, no era un habitante de ese mundo: a uno de éstos no los podríamos reconocer porque nunca los hemos visto. Puede que sean iguales a nosotros, puede que no. El día que alguien puede aguantar suficiente tiempo mirando hacia la oscuridad, ese día, los conoceremos. Así que, una noche, me dirigí hacia el lugar más oscuro que nadie jamás había visto, o no visto; me dirigí hacia el ancho colector, situado bajo el destartalado y abandonado hotel La Caleta, que desembocaba en la playa más sucia y más negra de mi ciudad. Allí ni los gatos más voraces, ni los murciélagos más desahuciados, ni las serpientes más indeseables se adentraban; allí, si alguien tenía el estómago suficiente para acercarse a la oxidada barandilla y se asomaba para observar el mar, podría ver un ancho espacio aéreo de forma tubular que nacía de la boca del colector y lo ocultaba hasta más de cincuenta metros de longitud. Me descolgué por la barandilla del vetusto paseo marítimo, que comenzó a construirse hace más de cien años, pero que nadie, ningún alcalde, ningún gestor, ha conseguido concluir, porque las plagas y epidemias azotaban a los obreros que eran contratados, y eran aniquilados por bacterias hambrientas. Me pertreché apropiadamente y me situé junto a la abertura del colector, cuya boca se abría como la de los ogros de los cuentos infantiles cuando se disponían a tragarse a un niño. Busqué una linterna en mi mochila y la encendí, pero la luz no sobrepasaba las primeras verrugas y deformidades adheridas a la paredes cóncavas. No importaba: el reto era permanecer a oscuras. Entonces, la apagué. Silencio. Murmullo de mar. Chapoteos. Ecos. Nada se movía, o, mejor dicho, nada divisé que se moviera. Mi visión era la de un ciego. La desorientación empezó a afectar a mi cerebro. ¿Donde estaba el mar, dónde la boca del colector? Pero dicen que los ojos llega un momento en que se habitúan y aumentando el tamaño de sus pupilas, casi dejándonos sin iris, cumplen su función, y ven…; no era así: seguía sin obtener noción de ninguna forma a mi alrededor. Nada. Nada. Y nadie salía de aquel mundo extraño, nadie. Eran todo mentiras, supersticiones. “Me vuelvo, me voy”, pensé, e hice. Caminé varios metros hacia… hacia cualquier lado, y vi la putrefacta tierra bajo mis botas; caminé un poco más, y vi la primera farola; subí el terraplén y me situé en mitad de la calzada; me giré sobre mis talones para mirar por última vez el lugar hacia donde yo había bajado, y… no se veía nada diferente; bueno, sí, había un estribado y diminuto espacio, como un ligero mordisco, una roedura, que se descubre en una tableta de chocolate sin envoltura olvidada en una vieja alacena, que en esos instantes se hacía más claro, permitiendo vislumbrar espumarajos teñidos de detritus avanzando y retrocediendo. “Mira si me he llevado enganchado algún trozo de negrura de esa, y en ella viene un habitante, ¡qué tonterías se me ocurren!”, pensé en voz alta. Llegué a mi casa y me acosté. Un sueño me acosó, según mi percepción, durante toda la noche. En éste yo me encontraba delante de un macizo y pulido tronco de un árbol, de color verdoso, sin grietas ni hendiduras ni nudos; inmediatamente me encaramé a dicho tronco sujetándome con mis brazos y piernas, y comencé a trepar; al poco me encontré con una intersección de nacimientos de ramas, eran decenas de éstas que se elevaban a más altura; escogí una y seguí mi ascenso, hasta llegar a otro punto donde volvían a cruzarse en mi camino más vástagos, ahora de menor grosor y en menor cantidad; volví a escoger uno de ellos y continué mi subida; y, de esta manera, escogiendo un ramal u otro, alcancé una rama más delgada que sí tenía fin, y ese fin era el vacío: ahí acababa mi camino. Y, en ese momento, desperté. Abrí mis párpados perezosamente. La primera luz del sol penetraba en mi habitación filtrada por el color pajizo del estor que protegía la ventana que había a mi derecha. Noté más calor del habitual entre mis sábanas y me destapé de un tirón. Giré mi rostro hacia la izquierda con intención de ver la hora en el reloj digital que había sobre la mesita de noche y… ¡cuál fue mi sorpresa al descubrir un cuerpo desnudo de aspecto femenino a mi lado! Estaba de espaldas a mi y en posición fetal, y visto de perfil hacía pensar en la forma clásica de una guitarra; era blanco como la nieve, y su pelo largo y enmarañado era rubio albino. Me levanté de un salto, empuñe mi móvil y me dirigí a pasos largos hacia el cuarto de baño, donde me encerré. Mi pulso estaba acelerado. Los pensamientos e imágenes se me agolpaban uno detrás de otro. ¿Qué hice anoche? ¿Con quién estuve? Por más que le di vueltas al asunto no pude darle explicación. Miré el móvil y me dispuse a llamar a la policía. Y justo en el momento en que iba a pulsar la tecla verde, recapacité. “Bien”, me dije, “ahí, en mi cama, hay, al parecer, una chica a la que no conozco… pero tampoco me ha atacado ni nada de eso, de hecho parece haber pasado la noche conmigo en paz”. Apoyé mi oreja derecha en la madera de la puerta para escuchar algún ruido que proviniese de mi habitación, pero no se oía nada: silencio absoluto. Y, algo más tranquilo, estiré mi brazo izquierdo hacia el picaporte de la puerta, y la abrí. Avancé con sigilo por el corredor, de puntillas. Silencio. Penetré en la penumbra de mi dormitorio. “Sí, es una chica… y muy joven, creo”, observé. Ella dormía aun; así que me acerqué para poder mirarla más de cerca. Percibí su calor. La rocé con el dorso de mis dedos y comprobé que su temperatura era mayor que la de un ser humano, semejante a la temperatura de esas aves que enjaulamos para oírlas y deleitarnos con sus trinos. La contemplé con detenimiento y noté que su respiración era sincopada y agitada: aspiraba y expulsaba el aire con sus pulmones con la rapidez que lo hacen esas mascotas que regalamos a nuestros hijos para que jueguen con ellas o las vean correr en el interior de una rueda giratoria de redecillas. Me incliné para olerla. Los efluvios que exhalaba su cuerpo recordaban al de los papeles viejos que uno podía encontrar en un baúl olvidado durante años en un sótano. No lo pensé dos veces, e introduje mis brazos entre las sábanas y su cuerpo para izarla, acercarla a mi torso y llevarla en volandas a la ducha. Cuando iba por el corredor, ella entreabrió sus ojos y me miró. Me pareció que carecía de globos oculares, pues por la rendija por la que se asomó al mundo solo pude ver negrura. Pero no me asusté, porque todo empezaba a tomar orden en mi imaginación. Esta criatura, de la que no sabía su edad ni su nombre ni nada de nada, había venido por mí… Entonces, entre mis brazos, ella movió sus pálidos labios; dijo algo, o me pareció que dijo algo, acerqué mi mejilla a escasos centímetros de su boca y oí su frase, una expresión, un proverbio articulado en una lengua muerta: “Ad astra per aspera”.