Relato 63 - RV01
Lago Entre Montañas es un pequeño pueblo alejado a miles de kilómetros de la Ciudad. Dividido en dos por un lago. Con esa característica tranquilidad de campo, con pájaros y árboles por doquier, con pequeñas casas de madera, con grandes casas de verano, con frías noches y cálidas siestas. Ese día sábado, una helada estaba cayendo sobre el Pueblo; se aproximaba junto a la noche. El agua bajó su temperatura, y unas leves brisas promovían el frío del lago. El gélido agosto llegó como siempre...
—¡Como odio esperar cuando está tan frío! —le susurró la anciana, abrochándose el abrigo de lana.
—No querría verla en la Ciudad, entonces.
—¡Oh! he estado muchos años allí, créeme. Y mastiqué de todo.
El muchacho le sonrió.
La cola había avanzado, pero aún restaba una persona.
—Siento mucho lo de su abuelo. No entiendo qué lo habrá llevado a tomar tan terrible decisión —Alberto asintió con la cabeza— si era una persona tan querida en ambos lados del Pueblo.
—Muchas gracias, señora. Trataré de ser igual vecino.
—A veces las personas de acá son un poco... descorteces, tal vez desconfiados. Pero, como una de las personas más viejas de aquí, le doy la bienvenida al Pueblo.
—Muchas gracias señora...
—Sara.
—Señora Sara..., dueña de la tienda de recuerdos del Pueblo, ¿verdad?
—Sí. El pueblo es bastante chico, ¿no?
—Y estupendo. Los pocos días que llevo aquí han sido fantásticos. No tengo vecinos cercanos. Pero, he salido a pasear por la senda del bosque y vi algunas casas por los alrededores.
—Se dice que la gente de «el otro lado» es rara. También escuché que el Dr. Gervasio era de esconder secretos... ¿es verdad, joven?
Alberto Pérez Scarlatti volteó de repente, bruscamente, para enfrentarse con la anciana. En ese momento, sintió un leve temblor casi imperceptible. Observó con tonta expresión a su alrededor, luego tomó un paquete de pan de una pequeña estantería.
—Emm... No lo sé… Si así fuera, estoy seguro de que no tendrá nada de que avergonzarse… La gente de «allá» es solitaria, no loca.
—¿Quién sigue?
—Sigo yo, Don Arturo, ¿o acaso vé a alguien delante mío? —La mujer se acercó para pagar su compra, antes miró a Alberto a los ojos y le preguntó a qué se dedicaba cuando vivía en la Ciudad, si no era demasiada intromisión.
—Em... ¡No! Emmm... —El muchacho parecía nervioso— Fui empleado de la administración pública provincial. Estu... Estuve varios años... varios años... ¿qué es ese ruido?
El suelo comenzó a temblar, sacudiendo la pequeña tienda de abarrotes. La anciana emitió un leve grito y dejó caer el canasto que llevaba en sus manos. Alberto, con los ojos desorbitados, se asió tenazmente al borde de una mesa. El dueño de la tienda quedó agachado, cubriéndose la cabeza con los brazos. El temblor duró pocos segundos; pero, fue de tal intensidad que algunos paquetes de mercadería cayeron de las góndolas y una estantería rompió el vidrio de la nevera para gaseosas, al caérsele encima.
¿La tensión del momento amenizó el terrible estallido que retumbó junto al temblor? O ¿acaso sólo él sintió aquella explosión?
—¡Dios mío!, —exclamó la anciana en voz baja— ¿ya pasó el sismo?
Alberto salió disparado a la calle, corrió hasta pasar la última casa del Pueblo, llegó hasta la orilla del lago; mientras corría por el contorno, miró como, a lo lejos, del otro lado, una explosión recién detonada continuaba enviando las gruesas flamas de un extraño fuego hacia arriba y hacia los lados, ensanchándose. Notó que las pocas personas que andaban por las calles del Pueblo parecían no haberse percatado de aquella detonación.
—¡Pero, qué...—se dijo a si mismo— ¿qué fue eso?!
Alberto subió a su lancha. Se encaminó a toda marcha. Al recorrer cierto tramo, la alta velocidad adquirida hacía que la lancha saltase como un delfín surcando los mares. Pronto llegó al otro lado del lago. Bajó apresurado, no sin antes empuñar un arma de fuego que se encontraba debajo del asiento del vehículo. Corrió atravesando el pantano, se dirigió hacia una solitaria cabaña enclavada en medio de un lúgubre bosque. Era su nuevo hogar. Había heredado esa casa.
La oscuridad de la noche era más intensa que de costumbre, pues no había luna en el cielo. A ese lado del Pueblo le llaman «el otro lado» porque sólo hay unos poco habitantes y casas; en cambio, sí hay bastantes fábricas textiles y de electrónica. Y el pantano y el bosque.
Alberto estaba tan nervioso que se le cayó la bocina del teléfono mientras marcaba el número del comisario. Corrió hasta una habitación oscura y polvorienta, encendió la luz y se arrodilló frente a un grueso baúl, de repente, se puso de pie, caminó hacia la puerta mirando de reojo, y finalmente se volvió para extraer un papel que se encontraba en el interior del cofre. Se trataba de la carta que había dejado su abuelo, Gervasio Pérez. La carta que encontró esa misma mañana, y que lo mantenía tensionado desde entonces.
Volvió al living, se sirvió un whisky triple que trago enseguida. Luego, se sentó, refregó su rostro sudoroso y leyó una vez más aquella rara epístola.
Querido nieto:
Nunca me retiré. Pasé los últimos treinta años aquí, trabajando en un laboratorio secreto que se encuentra en las inmediaciones del cerro Marrón, camuflado en una cueva subterránea.
Con lo largo de mis años de investigación y/o experimentos, he llegado a la conclusión de que es posible reanimar un cuerpo después de fallecido, si éste tiene entre tres y cinco días de muerto.
La idea me obsesiona desde mis días de universitario. He gastado todo mi tiempo y fortuna en ella. Tenía la esperanza de que mi trabajo pudiera abrir puertas inimaginables. Tal vez, regresar a la vida a personas fallecidas. O al menos tratar eficazmente enfermedades que requieren de riesgosas intervenciones quirúrgicas, ya que comprobé que si han pasado sólo un par de horas de la muerte, el líquido inyectable (llamado RV01), aparte de reanimar el cuerpo, también reactiva la conciencia y la memoria.
Las pruebas fueron realizadas en el cuerpo de Tobías, uno de los monos. Y créeme que no fue nada fácil corroborar los resultados obtenidos. Tobías respondía a su nombre y recordaba donde encontrar sus tazones de alimento y agua, ese fue un indicio obvio. El animal resucitó a los treinta minutos de habérsele inyectado el RV01. Volvió exactamente igual, como si se hubiese despertado de una siesta.
Lo analicé durante algunos pocos minutos. El análisis no arrojaba malos resultados: el cuerpo y el cerebro estaban en igual condición a cuando estaba vivo... Y, ahora...¡está vivo, otra vez!, pensé, y sentí una extraña emoción, aunque recién empezaban las pruebas al cuerpo. Deseaba tanto continuar, pero estaba tan cansado aquella noche que decidí irme a dormir y continuar con el trabajo en la mañana siguiente. Debía pensar. El simio había regresado de la muerte...
Sé que estás leyendo, Alberto. Estoy seguro que encontrarás esta carta lo antes posible. Sé lo que te gusta este lugar, y las ganas que tienes de mudarte al Pueblo. Me hubiese gustado que hubiera sido distinto, pero…
No tengo tiempo para mandarte esta carta, voy a apelar a la buena suerte. Estoy moribundo escribiendo, luchando contra la Rabia Del No-vivo que, poco a poco, me esta ganando la batalla.
Esta mañana, cuando regresé al laboratorio, los perros no estaban en sus jaulas, tampoco los dos simios, y todo el lugar era un completo desorden. Me dirigí hacia otra habitación del edificio porque escuché ruidos, parecía un despreocupado vándalo buscando dinero en una casa ajena. Entonces, fue cuando vi a los tres «labradores». Al instante pude notar que había algo raro en ellos: inauditos ojos inyectados de sangre, pelaje encrespado, manchas de negros coágulos por todo el lomo. Cuando éstos se percataron de mi presencia voltearon rudamente, y casi al mismo tiempo se me vinieron encima. No sé si mi reacción fue tardía o los perros infectados habían adquirido una agilidad sobrenatural. Uno de los canes alcanzó a morderme un brazo mientras se me abalanzaban los demás; entonces, de un tirón, me safé de esos firmes colmillos y cerré la puerta con cerrojo; luego, puse todo mueble que encontré a mano encima de la puerta. Del otro lado, los perros golpeaban la puerta de acero con tal fuerza que hacían temblar las paredes.
Rápidamente, con dolor y desesperación, manipulé los controles electrónicos para programar la autodestrucción de mi amado laboratorio.
Parece ser que luego de resucitar, a las horas, el cuerpo del inyectado adquiere una especie de rabia sobrenatural, a la que acabo de bautizar como la Rabia Del No-vivo. Y como resultado del ataque de esa rabia, llega la infección, el contagio… Es una infección de la cuál nada sé.
Escapé corriendo. No pude hacer volar el laboratorio junto con los perros infectados, es que allí estaba toda mi vida y debía despedirme de todo tan inesperadamente que mis emociones no me lo permitieron. Además, los animales seguían golpeando con fuerza, la puerta había empezado a ceder. Y decidí mantener mi integridad. También pensé: ¿Qué más dá?, si los simios ya han escapado. Debo advertirle al mundo.
Una epidemia de Rabia Del No-muerto sería de proporciones apocalípticas. No debe propagarse… Por eso, si alguien entra al laboratorio, un censor de rayos láser activará una bomba automática que borrará todo lo que tenga que ver con el RV01.¡Dios!, hasta con mi último aliento sigo examinando posibilidades. De mis tantos experimentos fallidos, esté es el superior; y, como tal, merece cualquier tipo de solución, por eso esta carta.
Ya a fuera, empecé a correr lo más rápido posible, el susto se llevó mi ancianidad. A la carrera voltee y vi como uno de los canes rabiosos se escapaba entre las montañas, los otros dos me seguían; pude escuchar tan de cerca esos extraño gruñidos amenazándome: Un sonido totalmente aterrador. Llegué a duras penas hasta el coche y me vine a la cabaña tan rápido como pude. No sé cuánto tiempo me queda antes de lo inevitable.
Esos malditos..., tienes que encontrarlos. Lo más probable es que hayan contagiado a otros animales... o personas ¡Dios no quiera ! La única solución es decapitar el cuerpo infectado.
El tiempo que dura la transición, en caso de contagio, me atrevo a calcular que está estimado entre dos y tres horas (yo llevo una y media)
La herida es extraña, una herida sin precedentes. La piel se deshace, imposibilitando cualquier intento de sutura.
Espero que te sirvan estos datos, y que pronto encuentres esta carta. No he tenido tiempo para salir a buscar a alguien y contárselo. Es una larga historia, y debo… debo… matarme… Me auto-asfixiaré antes que la rabia se apodere de mi cuerpo. No quisiera convertirme en un maldito ser rabioso.
Es posible que los infectados ataquen de noche, ya que no toleran la luz intensa. Probablemente estén agazapados, escondidos en algún lugar, buscando agrandar la manada para poder atacar efectivamente. La Rabia Del No-muerto produce una extraña inteligencia colectiva.
Todas estas conclusiones son rápidas, por lo poco que pude ver en el mono y los canes infectados; me llevaría años analizarlo con exactitud, pero el tiempo nos ahorca, y peor que nada te dejo todos estos supuestos y aproximaciones para que te ayuden.
El RV01 NO DEBE PROPAGARSE.
Ojala no hayan pasado muchos días... Ruego que alcancé el tiempo para contrarrestar todo el desastre que ocasioné. Confío en el mejor de mis nietos. Y le pido eternas disculpas por toda esta herencia...
Alberto, te diré lo que te repetí durante toda tu vida: Puedes hacerlo.
DR. Gervasio Pérez
Lago Entre Montañas, Sábado 24 de julio del 2006
Había empezado a sudar bastante. El joven, dejó la hoja de papel a un lado, se paró, caminó hasta la mesa de licores y vació la botella de whisky tomando del pico, luego secó sus labios con la manga del abrigo de cuero y tiró la botella sobre el sillón.
«Estoy alucinando… En caso de que alucinar sea así… ¿estoy alucinando?
Una locura del viejo. ¡Eso es!. Eso es exactamente...
¿Y esa tremenda explosión… fue real?, ¿la sintió alguien más que yo? ¿Vieron el fuego? No estoy alucinando…, alucinar es otra cosa, ¿no?».
Trataba de mantener la calma, no ceder ante tanto desvarío psicológico; tales acciones otorgaban al rostro de Alberto una expresión tremebunda.
Se llenó de valor para salir a buscar algo que justifique toda esa demencia. Colocó en su cintura la pistola. Y, de paso, se armó con una pequeña hacha que encontró en la sala de la lujosa cabaña.
Subió al coche rápidamente. Mientras se alumbraba el paso con una linterna, la luz se movía de acuerdo al temblor de sus manos. Los vidrios empañados del automóvil le provocaron un intenso escalofrío.
Siguió el camino del Pueblo hasta salir a la ruta, a velocidad moderada. Todo estaba tranquilo, más tranquilo que de costumbre. En un momento dado, estacionó el coche, bajó y se dirigió hacia la casa del herrero del Pueblo, en posición cautelosa llegó hasta la solitaria morada. Era una casa vieja pero bien conservada. Todo estaba demasiado oscuro y demasiado quieto; como si no hubiera nadie en derredor.
—Señor…, ¿hola? Don…
No recordaba el nombre del viejo. Pero, sabía que vivía solo.
—Tal vez duerme de la borrachera —se dijo Alberto— ¡Eh, señor… ¿Hay alguien en casa?! ¡Hola! ¿Señor? ¿Ho…
Se sintió acechado cuando un tenue ruido provino de los arbustos. Salió en desesperada carrera rumbo al coche; la valentía era huir y no averiguar de que se trataba, no ese día tan agobiante. No existen nimiedades en ese tipo de temor, tal vez sólo un grillo baste para estremecer.
Anduvo varios kilómetros, no se veía nada raro, aunque las casas, que eran pocas, estaban aisladas las unas de las otras, y se localizaban en el interior de los bosques. Pasaron varios minutos hasta que llegó a la periferia del Cerro Marrón. Pensó que ahí estuvo el laboratorio, por lo que quedaba de él: sólo fuego, chatarra y un gran hueco entre dos lomas.
Caminó para adentrarse al centro del asunto, creyó obvio que cerca de allí estuvo el laboratorio del Dr. Gervasio Pérez. Alberto no parecía más tranquilo, se encontraba en un lugar totalmente desolado. Cada tanto se refregaba los ojos como tratando de no ver lo que veía. Y a veces, la escena desaparecía, pero continuaba inevitablemente.
La expedición y la soledad duraron pocos minutos. A treinta metros, luego de rodar por un pequeño barranco, vio a un extraño hombre con unos animales alrededor. Se reincorporó y lanzó un grito de susto, echándose para atrás. El anciano estaba irreconocible, pero supo que era su abuelo por el saco y la corbata; aunque la ropa estaba embarrada y echa jirones, lo reconoció porque así es como fue sepultado, así lo vio en el féretro por última vez hace unos días. El viejo había pedido estrictamente no ser velado. También pidió ser sepultado en el pequeño cementerio de Lago Entre Montañas.
Apagó la linterna y se arrodilló para no ser visto. Despacio fue acercándose hasta el veterano. Se escondió tras unos densos arbustos. Contempló el rostro de su abuelo: estaba desfigurado, su tez había adquirido un lila oscuro, los ojos de pupilas blancas eran tan raros como indescriptibles, y por todo su cuello se ramificaban oscuras y gruesas venas.
La noche era profunda, sólo la luz de una fogata le propiciaba esa escasa visión. Junto al viejo había un par de perros y un simio, todos se tambaleaban y emitían sonidos guturales. Parecían idos, pero habían sido capaces de encender un fogón. Tal situación provocó una inquietante impresión en Alberto.
El anciano infectado tenía una especie de botella en una mano y en la otra un pequeño maletín. A los pocos minutos, Alberto, notó cómo los animales obedecían las órdenes de su abuelo, que les indicaba su voluntad con muecas y señas. No ceder ante la locura de lo vivido fue lo más acertado que hizo Alberto aquella noche. Entonces, fraguó un plan.
Cautelosamente, valiéndose de su gran puntería, empezó a disparar tan rápido como pudo. Derribó a todos en poco segundos, entonces se abalanzó, blandiendo el hacha, hacia los blancos abatidos. Se disponía a decapitar al zombie de su abuelo, cuando fue derribado por uno de los perros que se movía inquieto como títere sin cabeza. Alberto destrozó con furia lo que restaba de los animales infectados. Y sin pena alguna le seccionó la cabeza a su abuelo, cuando éste pretendía ponerse de pie. Luego, tomó el maletín y la botella, y lanzó ambas cosas al fuego. Se sentó en el terroso suelo, suspirando ampliamente: sonó como un bufido de caballo.
«Se acabó. ¡Qué realidad mas absurda! De ahora en adelante ya nada será igual. Pero, al menos, se acabó…»
Nada menos acertado que aquel pensamiento en aquel momento. Una decena de personas y animales infectados aparecieron de entre las sombras, de la nada absoluta. Corrían tan rápido y con tal actitud que Alberto saltó instintivamente, y se echó a correr, dejando la linterna, el hacha y la pistola.
El coche estaba estacionado a unos cien metros. Desesperadamente, cerró la puerta y le dio arranque, suerte que la llave había quedado puesta. Un extraño animal golpeó el parabrisas tan fuerte que lo aboyó, provocando una grieta llena de sangre y sesos. El herrero, trasformado, encarnizado, se agarró del paragolpes y fue arrastrado varios metros, hasta que finalmente una rueda le reventó el cráneo. Otro de los vecinos voló por los aires al ser embestido frontalmente por el coche.
Pero, si todo el pueblo estaba infectado, ¿cómo es que no lo supo antes?
Alberto ya no era el mismo. Sentirse parte de una pesadilla, sin opción a despertar, produce una asimilación de los hechos que lleva al delirio; uno ya no sabe qué es real y qué no, la única certeza es lo vivido. Solamente le queda huir, esconderse de todo, hacer de cuenta que nunca pasó lo que pasó o ceder a la lógica ilógica, sea real o alucinatoria.
Al llegar a la cabaña, intentó comunicarse con el comisario. Llamó dos veces y nadie atendió. Quería advertirle… ¿Cómo explicar lo sucedido?
«Sólo… me largo de aquí» dijo Alberto, y tiró el tubo del teléfono.
Cuando estuvo frente a la lancha se dio cuenta de que la picazón en su pierna se había convertido en ardor. Vio tres pequeños tajos en su pantalón, también vio sangre. Su respiración empezó a entrecortarse. Se bajó los pantalones para revisar la herida: los cortes eran medianamente profundos, y una especie de hilos de piel se movían dentro. La sangre parecía hervir junto a la carne de la herida putrefacta. Esa visión le provocó tantas náuseas que vomitó arrodillado, con lágrimas en los ojos.
A continuación, subió a su lancha y marchó a toda velocidad hacia el otro lado del Pueblo. Simplemente, el deseo de huir lo impulsaba. Sólo deseaba salir del tormento. Aunque, muy adentro, él sabía que eso ya no era posible.
FIN.-