Relato 60 - Quien calcula compra en SEPU
QUIEN CALCULA, COMPRA EN SEPU
Me encontraba, a medianoche, en medio de la estación de metro de la calle Goya; en cierto punto en el que escapaba a la vigilancia de la cámara de vídeo. La estación se encontraba, a aquellas horas, completamente desierta. Sabía que precisamente allí me hallaba fuera del alcance de la cámara porque, anteriormente, había trabajado como vigilante de seguridad en el metro de Madrid, hasta que hicieron un recorte en la plantilla que afectó a los que llevábamos menos tiempo en el puesto; durante el desempeño de mi cargo, que consistía en permanecer mirando, interminablemente, los monitores por si se producía alguna incidencia, tuve tiempo de sobra para estudiar los “ángulos muertos” de cada cámara, de las que había en funcionamiento más de mil. Teníamos que vigilar casi trescientas estaciones, más de trescientos vestíbulos y cuatrocientos ascensores. Pasillos, corredores y escaleras mecánicas. Cuando el aburrimiento se apodera de uno, hay que hacer lo que sea para no acabar pegándose un tiro; y yo me entretenía buscando los “ángulos muertos” de las cámaras…
Naturalmente, aquél recodo oculto en el que yo me escondía dejaría de serlo en cuanto a alguien se le ocurriese girar la cámara correspondiente unos pocos milímetros, creándose con ello una nueva zona de oscuridad, en otro rincón de la parada. Las cámaras podían moverse por control remoto, pero aquello nunca lo hacía nadie; así que yo estaba razonablemente seguro de que mis compañeros, en aquél momento, no me estarían viendo. El espacio que escapaba al ojo electrónico, en la estación de Goya, se reducía a unas cuantas losas delante de una puerta metálica que había sido condenada, por alguna razón, y que estaba justo en el centro del andén en el que me hallaba. La verdad era que yo encontraba un gusto inexplicable en permanecer allí sin ser visto; suponía que así se sentiría un hombre invisible.
La papelera había sido arrancada de la pared, quizá de una patada, y luego la habían arrojado al suelo. La estación estaba llena de botellines vacíos de plástico, latas y tetra briks, de refrescos y de bebidas energéticas. La mayoría de los papeles habían desaparecido ya, arrastrados por las corrientes de aire que, por una esquina y por la otra, provocaban los trenes que entraban y salían. La jornada de huelga en el metro de Madrid concluía, precisamente, a las doce de la noche, y lo más probable era que aquella papelera la hubiera arrancado un sindicalista de algún piquete. Uno de los tubos de neón que iluminaba la estación estaba mal colocado y su luz parpadeante resultaba bastante molesta, igual que el zumbido insistente que hacía la reactancia del dispositivo cebador al calentarse. Las paredes de la estación de Goya estaban decoradas con pequeñas reproducciones de los grabados del artista. Junto a mí se encontraba Volavérunt, en el que está representada una mujer que parece volar, apoyándose sobre las espaldas de tres extraños seres con aspecto de vieja. La gente suele creer, erróneamente, que la mujer que vuela es una bruja, cuando en realidad se trata de la duquesa de Alba. En el museo del Prado se da la siguiente explicación de esta enigmática imagen: El grupo de brujas que sirve de peana a la petimetra, más que necesidad, es adorno. Hay cabezas tan llenas de gas inflamable, que no necesitan para volar ni globo, ni brujas. Este grabado, por tanto, parecía haber sido concebido para burlarse de la duquesa. Al otro lado de la puerta condenada de la estación de Goya, en la que yo permanecía escondido, se encontraba el grabado que se conoce como El Sueño de la Razón Produce Monstruos. Hay un hombre soñando y, detrás de él, una multitud de murciélagos y de búhos, y un gato con los ojos muy abiertos…
Me encontraba esperando a que llegase el transporte y mi mente andaba perdida en no sabía qué pensamientos. Aquella tarde la había pasado deambulando por las calles de Madrid sin nada particular que hacer. Paseando por la Gran Vía, me metí en los almacenes SEPU, por si veía alguna cosa que pudiera hacerme falta y que estuviera de rebaja. Al entrar, una señorita me dio un papelito con la propaganda del local que, después de echarle un vistazo rápido, arrugué y me metí en el bolsillo. Tras unos minutos, salí sin comprar nada y preguntándome por qué diablos había vuelto a meterme allí. Siempre que entraba en SEPU, el local me producía una impresión horrible; el suelo estaba sucio, los letreros que anunciaban la mercancía se caían a pedazos y la ropa estaba revuelta en los expositores. El éxito comercial de antaño había sido sustituido por la presente decrepitud. Aquellos almacenes siempre me habían causado una sensación deprimente; pero una y otra vez volvía a entrar, buscando no sabía qué. Unos empresarios judíos habían inaugurado la cadena de locales abriendo el centro de Barcelona, poco antes de la guerra civil. Tenían que ser judíos, siempre tan emprendedores. En fin, dando vueltas por aquí y por allá se me hizo tarde; hacía ya bastante frío y faltaban pocos minutos para la medianoche. Debía llegar a la calle Arenal, que es donde vivo, bajándome en Sol. Había entrado al metro por la estación de Príncipe de Vergara, para tomar la línea roja; pero los megáfonos avisaron entonces de que el tráfico de dicha línea entre Banco de España y Ópera quedaba suspendido temporalmente, porque los piquetes habían saboteado la vía. Así que no tuve más remedio que volverme hacia atrás, a la estación dedicada al pintor zaragozano. Desde allí, me embarcaría en la línea marrón hasta Alonso Martínez, donde cambiaría a la verde para llegar a Ópera y salir al exterior de nuevo.
Cuando el material fluorescente de las manecillas de mi reloj marcaba justamente el 12, apareció otro hombre por el andén contrario de la estación. Nos quedamos mirando durante unos instantes, fijamente y en silencio, como si estuviéramos en medio de una película de vaqueros y uno de los dos fuese a “desenfundar” de un momento a otro, separados por el foso en el que se encontraban los raíles de las vías. Por un segundo, pareció que cada uno de nosotros reconociera la maldad que había en el otro. Si ustedes no han hecho nada realmente malo en su vida, no tendrán ni idea de lo que les estoy hablando. Mejor para ustedes. Luego, el momento pasó; la única diferencia –aunque grande- entre aquel tipo y yo, era que yo aún me vestía de forma decente. Aquel hombre estaba sucio, cubierto de andrajos y sin afeitar. Y tapaba su cabeza con un sombrero, estilo Borsalino. ¡Por Dios!, me dije. ¿Quién se tapa, hoy en día, la cabeza con un sombrero Borsalino? ¿O con cualquier tipo de sombrero? Si Hitler hubiera podido ver a aquel tipo, habría dicho, seguramente, su famosa frase: ¿Es esto un hombre? Le sonreí en silencio y me devolvió la sonrisa, como si supiera exactamente lo que estaba pensando de él. Mientras le sonreía, reflexionaba que, si yo gobernara el país, se iban a acabar los tipos como aquél. Pondría a trabajar a todos los flojos, vagos y maleantes que se aferran a nuestro país como garrapatas a un perro.
-Escuche, amigo, ¿no tendrá usted, por casualidad, unas monedas que darme? –preguntó aquel individuo, haciendo una graciosa reverencia con su sombrero Borsalino-. Unas pesetas, unos pocos duros. Me encuentro en una situación apurada, y está mal pedir, pero peor es robar…
Pareció tambalearse, sin haber acabado de hablar. O bien tenía problemas de movilidad, o bien había bebido demasiado. De pronto, me llegó un insufrible tufo a alcohol mezclado con el hedor corporal de alguien que llevaba varias semanas sin lavarse, y aposté por lo segundo. Desde mi zona de invisibilidad le dije:
-Algo tengo suelto, pero tendría usted que venir hasta aquí a recogerlo –ambos lados de la estación estaban comunicados por un pasillo que pasaba por encima de nosotros-. No sé si valdría la pena el esfuerzo…
-Oh, había pensado en algo más divertido, señor –replicó, mirándome con aquellos profundos ojos negros-. Hay gente que se entretiene arrojándoles piedras a los pordioseros; le ruego que no se ofenda por decirle esto. He pensado que podría usted tirarme las monedas desde ahí. Usted intentaría acertarme y yo trataría de esquivarle; en realidad, sería divertido para los dos.
Estudié su ofrecimiento. Tenía en el bolsillo algunas monedas de diez y de veinte duros; y unas cuantas pesetas sueltas. ¿Sería capaz de matarle con una moneda, si le acertaba con ella en la cabeza? Muy improbable; prácticamente imposible. Separados por el foso de los raíles del metro, la distancia, entre él y yo, era considerable; no me creía capaz de imprimirle a una moneda la velocidad suficiente como para que representara un peligro para aquél tipo. Me pregunté si el jueguecito que me acababa de sugerir ya se lo habría propuesto a más gente antes, o era aquella la primera vez que se le ocurría hacerlo. En ese momento se empezó a escuchar un chirrido lejano, lo que significaba que el metro se acercaba, en una de las dos direcciones posibles; entonces, se me ocurrió una idea:
-Aquí tengo un billete de mil pesetas –agité en la mano el rectángulo de papel arrugado que acababa de sacarme del bolsillo; y, mientras me acercaba un poco más al borde del andén, sin salirme de la zona que escapaba al registro de la cámara de vídeo, añadí-: si es capaz de venir hasta aquí y cogerlo, atravesando los raíles antes de que llegue el metro, el billete es suyo –dije, mientras alisaba entre mis manos el papelito y lo colocaba en el suelo, sujetándolo con la punta de mi bota derecha-. ¿Qué le parece el desafío?
-¿Quiere que vaya hasta allí bajando a la vía del metro? –preguntó el hombrecillo, con una mirada astuta; parecía un roedor que hubiera olfateado un pedazo de queso y se estuviese preguntando dónde estaba la trampa-.
El chirrido de las ruedas de metal de los vagones deslizándose sobre los raíles aumentó algunos decibelios.
-Apresúrese; no tiene mucho tiempo para pensarlo. Si logra llegar hasta aquí y coger el billete, es suyo –repetí-.
Aquellas palabras parecieron ayudarle a decidirse, por fin. Salió corriendo hasta el borde de su andén; una vez allí, se sentó sobre el filo y, con movimientos torpes pero, pese a todo, cuidadosos, se dio la vuelta y fue deslizándose por la pared hasta tocar con los pies los raíles de su lado. El tipo no era demasiado alto y la vía estaba colocada a una profundidad de un metro, pensé yo, haciendo un cálculo mental. El ruido del transporte acercándose pareció hacerse más apremiante; en una de las bocas del metro, desde dónde procedía el creciente estrépito, se recortaron los inmensos faros redondos de la máquina tractora, interrumpiendo temporalmente la oscuridad que dominaba en aquella caverna.
-¡Dese prisa! ¡El metro ya casi está aquí! ¡Va usted a perder la apuesta! –le apresuré-.
El hombrecillo, horrorizado, echó un vistazo en dirección a los faros. Se encontraba, en ese momento, en medio del estrecho espacio que separaba los dos sentidos de las vías. El tren que se aproximaba era el que yo tenía que coger; pero aún quedaba medio minuto hasta que se detuviera en la estación, poco más o menos, por lo que el hombre calculó que tendría tiempo suficiente para llegar hasta mi andén, auparse a él y recoger el billete. Trastabilló hacia delante, a punto de perder el equilibrio, lo recuperó y continuó andando; el espanto se le pintaba en la cara, porque, aunque en principio la tarea de cruzar las vías le había parecido muy fácil, comenzaba a darse cuenta de que si cometía algún fallo, aquello podía costarle la vida. El ruido del tren se hacía ya insoportable; una ráfaga de aire salió expulsada por la boca del túnel y el papelito que se encontraba debajo de mi bota se agitó, como si intentara escapar, pero yo lo tenía bien sujeto. Por fin, el mendigo llegó hasta el borde de mi andén y extendió el brazo, desesperado, hasta alcanzar con la punta de sus dedos una de las esquinas del billetito verde. Lo tenía bien agarrado; por un momento, temí que fuera a partir el papel.
-¡Suéltelo! ¡Suéltelo! –chilló el hombrecillo, desesperado-. ¡Es mío! ¡Es mío!
Obedecí y el hombre, con el billetito en la mano, retrocedió hacia atrás y cayó sobre las vías cuan largo era. Pareció notar algo raro en el tacto del papel y, aún tumbado, volteó en sus manos el rectángulo verde. Fue eso, precisamente, lo que le perdió: la sorpresa. Mirando lo que aparecía en el reverso del billetito ahogó una exclamación de furia; y ese par de segundos que había consumido en el examen del sospechoso papel eran vitales para él. Yo calculaba que, a lo mejor, el maquinista, medio dormido, ni siquiera se daría cuenta de que había alguien en medio de la vía; y no me equivoqué. A través del cristal empañado de la máquina tractora pude ver a un hombre con una camisa gris y un rostro anodino, con bigote; bostezaba mientras parecía manejar con la mano izquierda los controles del metropolitano sin siquiera mirarlos, puesto que tenía delante de la cara un libro, que parecía una novela de a duro y que sujetaba con la diestra.
-¡Maldito! –me gritó desesperado el hombrecillo sobre la vía, tratando en vano de incorporarse o echarse a un lado, antes de que el tren llegase hasta su altura-. ¡Maldito…!
El hombre continuó dando manotazos, tratando de retirar su cuerpo de la trayectoria del metropolitano, pero estaba demasiado gordo y demasiado borracho como para lograrlo con la suficiente rapidez. Además, las vías, en aquel punto, estaban manchadas de un líquido negruzco, que parecía aceite o algo parecido. Las manos del tipo resbalaban una y otra vez al tratar de apoyarse sobre los raíles. Sus gritos, ahogados por el infernal chirrido del metro aproximándose, ya no eran audibles. Los convoyes del metro de Madrid están compuestos por la máquina y un número variable de vagones, entre tres y seis, y circulan a unos cuarenta kilómetros por hora, llegando a alcanzar en algunos tramos velocidades punta de hasta ciento diez. Por fin, un segundo antes de que la máquina le pasara por encima, el hombrecillo me miró de nuevo, con aquella misma expresión que había tenido en el momento en que nos habíamos encontrado frente a frente, a ambos lados de la estación. Entonces, volvió sus ojos hacia el tren y chilló, al darse cuenta de que el maquinista ni siquiera le había visto y que, por tanto, no detendría el metropolitano antes de lo que tenía por costumbre. Por fin, vi cómo el tren pasaba por encima del tipejo, cubriendo su cuerpo con la inmensa mole de la máquina y de los vagones, y aplastándolo como si estuviera hecho de mantequilla; cortándolo, desgarrándolo. El billete, revoloteando entre masas de aire que se desplazaban hacia uno y otro lado, dio unos cuantos vaivenes traviesos por encima del metro que ya se detenía y, poco a poco, cayó junto a mí. Me agaché, lo recogí del suelo y, al tiempo que se abrían las puertas, me introduje en el vagón después de que hubieran salido los escasos transeúntes que, a aquella hora, se bajaban en la estación de Goya; y, como comprobé con satisfacción, se encontraban completamente ignorantes de lo que acababa de suceder. Supuse que los bajos del metropolitano estarían completamente manchados de sangre, y que, cuando se descubriese el cuerpo despedazado del mendigo, al conductor de la máquina se le caería el pelo por distraerse durante el cumplimiento de su servicio. Me senté en un asiento libre y contemplé, divertido, el billete. En el anverso aparecía el rostro de Benito Pérez Galdós, que parecía mirarle a uno con sus ojos tristes; en el reverso, figuraba un mensaje con letras grandes: QUIEN CALCULA, COMPRA EN SEPU. En una esquina, por si a alguien le hiciera falta aún aquella aclaración, podía leerse en caracteres rojos más pequeños: Ejemplar sin validez. Una publicidad graciosa. Volví a arrugar el papelito, formando con él una bola y guardándomelo en el bolsillo, porque no había ninguna papelera cerca. Las puertas del vagón se cerraron y el tren se puso, lentamente, en marcha de nuevo. Una adorable anciana, situada a unos cuantos asientos de distancia, me dijo:
-Juraría que he escuchado a alguien gritando –expresó, meditabunda-. ¿No lo ha oído usted?
-Yo no he oído absolutamente nada –repliqué-.