Relato 46- La invisibilidad considerada como una enfermedad profesional
LA INVISIBILIDAD CONSIDERADACOMO UNA ENFERMEDAD PROFESIONAL
Roberto Víquez se dirigió a su consulta en el hospital regional universitario; varios días del mes, ejercía su especialidad de psiquiatría en beneficio del sistema público de la seguridad social. No era una ocupación que, desde luego, ejerciera muy contento; pues ganaba poco con ella y, además, los casos que tenía que tratar eran bastante poco interesantes. Los pacientes que atendía allí se los enviaba el médico de cabecera de turno cuando no podía despacharlos con unas cuantas pastillas de tranquimazin , y la mayoría de ellos alegaba padecer una depresión, fuese cierta o no; o, si acaso, algún trastorno bipolar. Todo lo contrario de lo que sucedía en su consulta privada, donde la gente pagaba por horas para contarle lo que ocultaba en lo más profundo del alma.
Estacionó su coche en un lugar que acababa de quedar libre en el aparcamiento contiguo al hospital y, alzándose el cuello del abrigo, porque hacía frío en aquella época del año, se dirigió con paso resuelto hacia la puerta de entrada al centro. Se cruzó con varios pacientes a los que, alguna vez, había atendido; Roberto ignoró los gestos de saludo, porque tendría que detenerse a intercambiar algunas palabras insustanciales con ellos y no llegaría nunca a su consulta. La secretaria de recepción del hospital levantó la vista de la pantalla de su ordenador para saludarle también; e igualmente la ignoró, porque hacía tiempo que estaba seguro de que gustaba a la chica y, como no tenía ninguna intención de tener ninguna aventura ni con ella ni con nadie del hospital, aquella era la mejor manera de causarle el menor daño posible. Cuando llegó a su planta, le dijeron buenos días, doctor un par de enfermeras, a las que ignoró por idéntica razón. Sin embargo, Roberto no dejó de corresponder al saludo, con puntualidad, al director y al subdirector del centro, que casualmente, aquella mañana, también le salieron al paso.
Por último, antes de entrar en su consulta, ignoró los aspavientos que le dedicaron un par de facultativos de medicina general con los que se encontró. Existía, entre los médicos de cabecera y los especialistas, una especie de conciencia de clase , según la cual estos últimos se creían mejores que aquellos; y, por tanto, todo el mundo encontraba lógico que los que habían estudiado una especialidad mirasen por encima del hombro a los que no lo habían hecho. Roberto sólo saludaba a sus colegas de medicina general en navidades, para compartir unas risas entre cervezas en algún bar y unas palmaditas en el hombro. Navidad es la época del año en la que la mayoría de la gente efectúa un ejercicio de introspección y, como consecuencia del cual, hace votos de volverse más bueno a lo largo del año siguiente; votos que, la mayoría también, incumple en cuanto pasan las fiestas.
Una fila de pacientes se agolpaba aquel día ante la puerta de su consulta y Roberto resopló, fastidiado. Naturalmente, pasó ante ellos dedicándoles la misma atención que la que pondría un entomólogo en la contemplación de un mosquito corriente. En su despacho le esperaba una muchacha que ejercía las funciones de médico interno residente; por norma, Roberto, al igual que muchos de sus colegas del hospital, ignoraba olímpicamente cualquier fórmula de saludo empleada por un MIR, resaltando así la propia posición e importancia que se ocupaba dentro del hospital; costumbre que, de hecho, aquellos jóvenes médicos consideraban como un modelo de conducta lógico y razonable, que ellos mismos seguirían en cuanto los titulares de las consultas se jubilaran y murieran, pasando entonces a ocupar tales puestos. Roberto se quitó el abrigo con parsimonia y lo colgó en un perchero; y, ante la puerta de su consulta, que aún seguía abierta, dijo, sin dirigirse a nadie en particular:
—Que pase el primero.
Sin mirar siquiera si, efectivamente, entraba alguien, Roberto se colocó la impoluta bata blanca, se sentó ante la mesa del despacho y tecleó alguna cosa en el ordenador. Escuchó el ruido de la puerta cerrándose; y, poco después, la silla crujió ligeramente, cuando alguien la oprimió con el peso de su cuerpo.
—Dígame que le ocurre —entonó, sin levantar la vista del teclado.
—Todos los días me vuelvo invisible, doctor. Por ejemplo, ahora; he entrado en su despacho y usted ni siquiera me ha visto, ¿no es cierto?
Roberto parpadeó; aquella súbita declaración le había cogido por sorpresa, esperando enfrentarse al aburrimiento que le provocaban los interminables casos de depresión a los que tenía que atender allí, cada uno de ellos tan vulgar como el anterior o el siguiente.
—Eso es ridículo —dijo, tratando ahora de buscar a su interlocutor con los ojos. Durante unos segundos, fue incapaz de lograrlo y casi a punto estuvo de comenzar a creer en la invisibilidad del otro. Por fin, inclinando la cabeza para que su mirada enfocase el trozo de despacho que le ocultaba el rectángulo del monitor, añadió—: Hola. ¿Se da cuenta? Le veo perfectamente. Es usted delgado, tiene gafas y, si me permite decirlo, una calvicie más que pronunciada.
—Sí, ahora sí me ve usted. Pero hace un momento era completamente invisible, se lo garantizo —insistió el hombrecillo.
Esta vez, Roberto le observó con mayor atención. No era corriente que acudiera alguien a la consulta psiquiátrica de la seguridad social con una enfermedad mental original . En algunas ocasiones, Roberto supuso que el hombre, de hecho, podría volverse casi invisible: era un canijo que no debía pasar del metro cincuenta y cinco de estatura. Si se escondía detrás del perchero, prácticamente desaparecería de su vista.
—Bueno; ¿cómo se llama usted? —dijo, tendiendo la mano para que el otro le entregara su tarjeta sanitaria, en la que, de hecho, figuraba aquel dato.
—José López García —respondió el otro, entregándole la tarjeta.
Roberto insertó el rectángulo de plástico en la ranura correspondiente del teclado de su ordenador y, mágicamente, sobre la pantalla de su monitor aparecieron los entresijos de aquel individuo. Años, 45. Soltero. Sexo: varón, por si era necesaria aquella aclaración. Nunca se sabe en estos días , pensó con sorna Roberto, y luego continuó revisando el historial médico del paciente. De profesión, arquitecto técnico. Aparejador , gruñó Roberto; toda la vida se ha dicho así . Después de ganar la correspondiente oposición para titulados medios, José López García trabajaba en la base militar de Bobadilla, situada al norte de Málaga. Operado de vegetaciones y de fimosis; etcétera, etcétera. A su lado, la MIR en prácticas repasaba también el expediente del paciente, guardando un respetuoso silencio. Si podía aprender algo de aquellas horas de consulta, que eran por lo general bastante aburridas, mejor para ella.
—Entonces, ¿ese es su problema? —inició Roberto, cruzando las manos sobre el pecho de su bata blanca—. ¿Invisibilidad?
—Me vuelvo invisible de vez en cuando, doctor; no se trata de algo que yo controle a voluntad, y resulta muy incómodo. No es sólo que nadie me vea; es que, cuando me evaporo, cuando me esfumo, por decirlo así, la gente ni siquiera oye mi voz, por mucho que grite —el rostro de José traslucía la angustia que sentía y Roberto, por un instante, se compadeció de su paciente—. Desaparezco. ¿No le ha sucedido nunca? No, supongo que no; usted es psiquiatra. Es una sensación rara, agobiante. Me miro al espejo y el cristal azogado nada refleja. Al principio, notaba incluso vértigo. Si el periodo de desaparición dura muchas horas, comienzo incluso a olvidar cómo era mi propio rostro. Me siento como un fantasma; soy una nulidad, un cero a la izquierda. No existo; lo único que hay es mi propio pensamiento, mis recuerdos, mis alegrías y mis tristezas. Y si la invisibilidad se prolonga, noto que todo esto se va difuminando también. Es una sensación muy angustiosa…
—¿Y a qué cree que es debido ese fenómeno que le ocurre?
—Esperaba que usted encontrara la respuesta —respondió simplemente el otro, con una mueca.
—Vamos, vamos, colabore. Seguro que ya tiene formada su propia teoría acerca del origen de su invisibilidad. Si la comparte conmigo, es seguro que entre los dos podremos llegar más rápidamente al fondo de su problema.
—Bueno; el caso es que sufrí meningitis de pequeño…
—Vaya, ese dato no aparece aquí —dijo Roberto, golpeando con sus índices algunas teclas para subsanar la laguna informativa—. ¿Y qué tiene eso que ver con su invisibilidad?
—Bueno, yo sospecho que la meningitis dotó a mi cerebro del poder singular de la invisibilidad, en estado latente. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo que me sucedía. Claramente, dispongo de una extraña configuración orgánica que se vuelve transparente de vez en cuando, sin razón aparente. No es un fenómeno que yo pueda controlar a voluntad.
—¿Y cuándo le sucede?
—Hmmm… Por ejemplo, cuando entro en mi centro de trabajo. La mayoría de las veces me vuelvo completamente invisible.
—¿De veras? —preguntó Roberto, interesado en el caso de José López a pesar de todo.
Normalmente, un funcionario que quisiera dejar de trabajar no se inventaría un trastorno psicológico tan elaborado. La depresión fingida era mucho mejor. Lo único que había que decir era que uno veía el futuro negro y que quería colgarse de una viga, o que soñaba con desmembrar a hachazos al jefe, para que Roberto firmara la baja por depresión sin muchas más comprobaciones, puesto que no quería llevar sobre sus espaldas la carga de haberse equivocado en un diagnóstico y que se produjeran, de verdad, las muertes que le hubiesen anunciado. Además, para combatir la depresión, lo que el psiquiatra debía recomendarle al paciente era, ni más ni menos, salir de casa, divertirse, pasárselo bien y ampliar el círculo de amistades. No era una enfermedad que debiese superarse acostado en una cama; por tanto, constituía la excusa perfecta para librarse, al menos por algún tiempo, de un puesto de trabajo aburrido o penoso.
—Sí, no sé por qué sucede así, pero es cierto. Entro a trabajar y saludo a mis compañeros, a las secretarias, a los administrativos, a los encargados de la limpieza; al personal militar con el que me encuentro de paso; a mi jefe; e incluso al director o al subdirector, si nos cruzamos por alguno de los pasillos del edificio. Ninguno de ellos me devuelve el saludo; ni siquiera giran la cabeza para mirarme. No parecen verme; entonces, sé que me he vuelto invisible. De pronto, alguien me dirige la palabra, para encargarme de alguna tarea o preguntarme si he visto el partido de fútbol televisado la tarde anterior. Entonces, me doy cuenta de que me he corporeizado de nuevo. Sin embargo, es bastante raro que alguien pida mi opinión sobre un encuentro deportivo, porque no soy aficionado al fútbol, ni al tenis, ni a las carreras de coches o de motos. La verdad es que veo muy poca televisión y, por tanto, no tengo gran cosa que aportar en las conversaciones que se desarrollan entre los compañeros de trabajo a la hora del desayuno. Estoy seguro de que algunos de ellos, aunque me vean a veces, ignoran que yo también trabajo en el mismo edificio…
Roberto, interiormente, se felicitó por su suerte. Esperaba pasar una aburrida mañana atendiendo a los enfermos de la seguridad social; y, sin embargo, el destino le otorgaba aquel regalo. El psiquiatra malagueño, que era conocido a nivel internacional, estaba escribiendo un ensayo titulado Trastornos mentales raros en la actualidad , y le hacía falta añadir un par de casos para acabar de redondear el texto. El caso del “hombre invisible” resultaba perfecto para incluirlo en aquella obra; y también lo sería la forma en la que Roberto, lentamente pero con seguridad, destruiría la extraña ilusión a la que se había aferrado aquel hombre, devolviéndolo a la realidad. Decidió comenzar con un ataque puramente lógico a dicha ilusión. Se trataba de un enfoque del caso que Roberto no solía emplear con sus pacientes, por cuanto ellos acostumbraban a tener preparadas ya las respuestas a las objeciones que pudiese plantear el facultativo a sus ilusiones; la mayoría de las veces los enfermos mentales se agarraban a concepciones de la realidad extravagantes en las que cualquier idea que fuera en contra de la propia existencia de esas ilusiones, o bien era rechazada frontalmente, provocando en el alucinado terribles ataques de ira, o bien era incorporada al cuerpo de razonamientos obsesivos que ocupaban la mente del enfermo, apuntalando aún más su demencia en lugar de hacerla tambalearse. Era como si el enajenado se encontrase encerrado dentro de una trampa mental de la que le fuese imposible escapar. Sin embargo, Roberto sospechaba que “el enfoque puramente lógico” podría ser conveniente en aquel caso, así que dijo:
—Seguramente, en lo más profundo de sí mismo, usted sabe perfectamente que no se aferra más que a un espejismo. Si usted pudiera hacerse invisible de verdad (no entremos en una discusión de física cuántica acerca de la imposibilidad de que un fenómeno así pueda darse) se volvería, al mismo tiempo, ciego.
—¿Cómo dice…? —repitió el paciente, sin poder comprender las palabras que acababa de pronunciar su médico.
Roberto sonrió ampliamente. El capítulo acerca de la invisibilidad resultaría, dentro de su libro, uno de los más sabrosos. Nunca había leído, en la profusa literatura médica que había tenido ocasión de consultar a lo largo de su ya dilatada carrera, ningún caso en el que el paciente manifestara el complejo de creerse invisible. Ya estaba viendo el título que daría al capítulo correspondiente: La invisibilidad considerada como una enfermedad profesional.
—Digo que si usted se volviese invisible, instantáneamente perdería el sentido de la vista —aclaró—. Probablemente no haya pensado nunca en ello, pero yo soy médico y, seguramente, sé más acerca de la anatomía del cuerpo humano que usted. Para que se produzca el fenómeno de la vista, la luz debe reflejarse en el pigmento de la retina; si usted es invisible, significa que la luz no rebota en ninguna parte de su cuerpo, sino que le atraviesa completamente. Por tanto, se volvería usted ciego. Pero usted no me ha dicho que pierda la vista en esos ataques de invisibilidad; ergo , usted no es invisible.
—Tiene usted razón —concedió el paciente, pensativo—; y, sin embargo, la gente deja de verme…
—Le diré lo que haremos —propuso Roberto, frotándose las manos, mientras pensaba cómo presentaría el caso, en su libro, de la forma más eficaz—. Usted me ha dicho que, la mayoría de las veces, se vuelve invisible nada más entrar en su centro de trabajo. Resulta que yo conozco al director de la base militar de Bobadilla; le pediré permiso para entrar e iré a visitarle allí mañana, si le parece bien. Su caso me interesa particularmente. Comprobaré in situ qué es lo que le sucede —concluyó el facultativo, que nunca perdía ocasión de emplear alguna expresión en latín.
—¿De veras? ¿Usted conoce al director? —aún preguntó el otro, incrédulo.
—Sí; el coronel Pozas y yo somos amigos desde pequeños. Aprovecharé la ocasión para saludarle y, luego, estudiaré su caso. Si para entonces sigue usted creyéndose invisible, le extenderé el parte de baja. Mientras tanto, le recetaré este ansiolítico, que comenzará a tomarse usted hoy —explicó Roberto, mientras escribía algo con trazos jeroglíficos sobre un rectángulo de papel—. Esto reducirá ese estado de angst que describió —acabó concluyendo, en plan pedante.
—Estupendo; pero, si mañana me da un ataque de invisibilidad, ¿cómo se las arreglará usted para encontrarme allí?
—No se preocupe; le encontraré. Como ya le he dicho, yo no creo que pueda usted hacerse invisible, ni en su lugar de trabajo ni en ninguna otra parte.
Roberto se despidió de su paciente e hizo algunas anotaciones en su agenda de piel.
En el norte de Málaga se encuentra la pequeña localidad de Bobadilla. La estación ferroviaria sirve de nudo de comunicaciones entre varias provincias andaluzas. La base militar que hay, a unos dos kilómetros de la estación, sirve de polvorín desde los años 40 del siglo pasado. Allí era donde trabajaba José López García, y también se trataba del lugar al que se dirigía en su automóvil Roberto Víquez, para encontrarse con su paciente, como le prometiera la víspera. Había llamado a su amigo, el coronel Pozas, que ejercía su labor como jefe supremo de la base. Roberto se identificó ante el cabo de guardia y estacionó en una amplia zona habilitada como aparcamiento. Luego, otro soldado le acompañó hasta el despacho del coronel. Atisbando por las distintas estancias y oficinas ante las cuales pasaban, Roberto trató de distinguir, entre los presentes, la figura de su paciente, pero no lo logró. En uno de los corredores observó a una muchacha muy guapa, que introducía unas monedas en la ranura de una máquina expendedora de café. Roberto torció visiblemente el cuello en su dirección, pero la chica no pareció darse por enterada. Por fin, llegaron al despacho del coronel; mientras la silueta del psiquiatra se recortaba ante la puerta, su amigo sonrió y se levantó de la mesa para darle la bienvenida. Los dos hombres se estrecharon las manos cordialmente, mientras el soldado se cuadraba, en un gesto inútil porque ninguno de ellos le hizo caso. Con movimientos de robot, el soldado se retiró e hizo mutis. Ni el psiquiatra ni el militar lo advirtieron, ocupados como estaban en intercambiar banalidades respecto de sus vidas respectivas.
—Tus dos últimos libros me han encantado, Roberto —decía el coronel—. ¿Estás escribiendo alguno más?
—Sí; como ya te dije por teléfono, estoy componiendo una antología con algunos casos psiquiátricos curiosos que he tenido ocasión de tratar recientemente, y creo que he encontrado el que me faltaba para completar el volumen entre uno de tus subordinados.
—La verdad es que no me extraña —dijo el coronel Pozas—. Aquí, un grupo de soldados declaró, hace unas semanas, que habían visto un OVNI mientras estaban de guardia.
—¡Hmmm! —murmuró Roberto—. Muchos fenómenos de avistamientos de platillos volantes pueden explicarse como casos corrientes de histeria colectiva.
—Seguramente. Parece que la tropa se aburre por aquí. Habrá que tenerlos entretenidos en alguna cosa. Tú, que eres psiquiatra, sabes mejor que nadie lo dañino que puede ser el aburrimiento para el intelecto humano. ¡OVNIs! Parece que los hombres de esta base no saben qué hacer para destacarse. O quizá es que mis hombres están abusando del hachís. Tendré que ordenar que repartan una circular en la que se recuerde que está prohibido fumar porros en el interior de la base.
—Pues ése es, precisamente, el problema que ocurre con uno de tus empleados —explicó Roberto—: Que no se destaca en nada. Es un hombrecillo insignificante, al que nadie hace caso; hasta tal punto, que ha llegado a creer que es invisible.
—¿Estás de broma?
—En absoluto. He venido a iniciar la terapia tratándole en el mismo centro de trabajo.
—¿Y cómo se llama?
—José López García. ¿Puedes conducirme hasta él?
El coronel Pozas se acarició, pensativo, la barbilla.
—José López García… López García… No me extraña que no se destaque, hasta su nombre es de lo más común. El caso es que no recuerdo a quien te refieres…
—¡Vamos, hombre! ¡No es posible! ¿Cuántas personas estarán trabajando aquí? ¿Algo más de cien? Es imposible que ignores la existencia de un empleado de este centro…
—Supongo que tienes razón. ¿Ese López García es militar?
—No, es civil.
—¿Y a qué se dedica? —siguió preguntando el coronel, que no acababa de conseguir ponerle cara al paciente de Roberto.
—Se dedica a efectuar labores administrativas. Tramitación de archivos, digitalización de documentos y cosas por el estilo.
—Me parece que ya sé a quién te refieres. Es un hombrecillo bajito y calvo, canijo como la rama de un árbol. Si se pone de perfil no se le ve. Se trata de un oscuro funcionario…
—Creo que sí —asintió el psiquiatra—. Es un funcionario tan oscuro que absorbe la luz.
—Te llevaré hasta él —ofreció el coronel—. Y de paso aprovecharé para enterarme de lo que hace aquí ese tipo.
Los dos hombres recorrieron entonces varios pasillos; todos los que hallaban al paso iban saludando, sin excepción, al coronel Pozas. Un capitán y un teniente aprovecharon la ocasión para alabar los libros de Roberto, que también decían haber leído. Por fin, llegaron a una amplia sala, llena de legajos, volúmenes antiguos y nuevos, publicaciones del Ministerio de Defensa y toda suerte de papelotes, sobre los que se acumulaba el polvo y el yeso que iba desprendiéndose, poco a poco, del techo, como copos de nieve en un día navideño. Al fondo de la sala, que en aquellos momentos estaba desierta, se encontraba la mesa de José López García, pero sentado a ella tampoco se veía a nadie.
—Esa es su mesa, si no recuerdo mal —explicó el coronel Pozas—. Sin embargo, no está ahí. Quizá se haya ido a desayunar antes de tiempo. Habrá que recordarle al personal de esta base en una circular la obligación de cumplir estrictamente el horario…
Sin embargo, en ese momento apareció José López García, como por arte de magia. Se había agachado para recoger algo que se le había caído debajo de la mesa y por eso no se le veía. Roberto saludó con un aspaviento de la mano y acudió a estrechar la diestra del otro. El coronel le saludó también.
—El doctor Roberto Víquez, que es amigo mío, me ha explicado su problema, López. Dice que, a veces, usted se vuelve invisible.
—Invisible e inaudible —corrigió y aumentó el aludido—. Hay veces en que sucede algo extraño, debido a lo cual nadie puede verme ni escucharme.
—¡Oh, seamos serios, López! ¿Está usted de guasa o qué? ¿Cree que somos niños o que nos chupamos el dedo…?
Por toda respuesta, José López, dejando sobre la superficie de su mesa la ajada carpeta blanca con la palabra ASUNTO que tenía en las manos, dijo:
—Esta mañana, Pozas, me he cruzado con usted en uno de los pasillos, al incorporarme al trabajo. Era temprano y el pasillo estaba completamente vacío, a excepción de usted y de mí. Nos hemos visto desde lejos; o, al menos, eso creía yo. En medio de aquella hora temprana, mis pasos resonaban en el silencio que reinaba en el centro, al igual que los suyos; o, al menos, eso creía yo también… Cuando se encontraba usted a mi altura, le saludé como todos los días; sin embargo, usted hizo caso omiso de ese saludo, cuyo eco rebotó contra las paredes solitarias del centro hasta extinguirse. Y, como no pienso que usted tenga realmente ninguna razón para negarme el saludo, parece razonable concluir que yo, en ese momento, me había vuelto invisible e inaudible para usted.
Roberto sonrió, frotándose las manos; aquel caso, sin duda, encajaba dentro de las páginas de su próximo libro. El coronel Pozas hizo una mueca, molesto.
—¡Vamos, vamos, López! Seguramente, andaba atareado con mis pensamientos. Dirigir esta base militar me mantiene completamente ocupado; sí, y además, soy muy distraído. Por eso, no respondí a su saludo esta mañana. Ni siquiera me di cuenta de que me había saludado usted. Es más, ahora que lo pienso, ni tan siquiera recuerdo haberme cruzado con usted por los pasillos. Pero, en cualquier caso, acepte mis disculpas, López —concluyó, aturrullándose, el coronel, pues la declaración de su subordinado le había cogido por sorpresa.
—¿Ve cómo todo tiene una explicación lógica y sencilla, López? Usted no es invisible. Nadie puede hacerse invisible —metió baza el psiquiatra.
El coronel aprovechó para despedirse de ambos y hacer mutis, reiterando al mismo tiempo a Roberto su disposición para ayudarle en todo lo que hiciera falta. El psiquiatra se giró hacia su paciente y continuó su tratamiento:
—Está bien, José; dígame con quien más suele usted cruzarse cuando llega al trabajo por las mañanas y que habitualmente parece no verle.
—Son muchos —respondió José tras unos segundos, rascándose la cabeza—. Está el jefe de negociado, el jefe del detall, las dos secretarias de habilitación, que suelen llegar al mismo tiempo que yo, la mayoría de los marineros —estoy seguro de que ninguno de ellos recuerda, siquiera, mi nombre—… Y también gran parte de mis propios compañeros, que sólo parecen acordarse de mí cuando necesitan alguna cosa que no pueden obtener de nadie más. Para todos ellos, soy invisible la mayor parte de la jornada laboral. Simplemente, no existo; una ligera brisa de aire resulta más perceptible que yo.
—Vamos, vamos, José, abandone de una vez ese tono de autocompasión con el que se expresa —dijo Roberto, dándole a su paciente unas palmadas en el hombro para animarle—.
En ese momento, entró la chica que Roberto había visto, al llegar, junto a la máquina del café. Sin decir palabra ni siquiera mirarles, la chica fue hasta su mesa, que se encontraba en el extremo opuesto del lugar en el que se encontraban hablando Roberto y su paciente, y se sentó a hojear una carpeta con diversos documentos, subrayando de vez en cuando alguna cosa en ellos. Después de mirarla durante largo rato, sin que la chica pareciera darse cuenta, José López se volvió hacia el facultativo y, señalándola, dijo:
—Esa es una de mis compañeras. Yo diría que es la que menos capacidad tiene de verme de todas. ¿Sabe usted? Ella y yo somos compañeros desde hace más de cinco años. No creo, sin embargo, recordar una sola ocasión en la que me haya mirado a los ojos.
Roberto se dirigió con decisión hacia la mesa que ocupaba la chica, mientras hacía gestos a su paciente para que le siguiera. Este obedeció, intrigado.
—Disculpe usted —comenzó el psiquiatra—. ¿Podía prestarme su atención por un momento?
La chica interrumpió su lectura y levantó la vista en dirección a Roberto. Se ajustó los lentes de las gafas que llevaba para fijarse mejor en el psiquiatra. Este le sonrió y ella le devolvió el gesto. Era una mujer muy atractiva; llevaba un jersey de hilo fino, lo bastante ajustado como para marcar a la perfección las curvas de sus voluminosos senos. Las gafas le añadían, además, un toque de morbo, reconoció interiormente Roberto, y trató de concentrarse en el motivo por el que había acudido aquel día a Bobadilla.
—Diga —dijo ella por fin.
—¿Cómo se llama usted?
—Rita —declaró la muchacha, simplemente—. ¿Y usted?
—Roberto Víquez. Soy psiquiatra, quizá haya oído usted hablar de mí. Tengo un par de best sellers en las listas de ventas —anunció, dándose pisto.
—Creo que no —dijo ella—. No me suelen gustar los libros de divulgación científica, si es eso de lo que escribe usted.
Roberto no se desanimó por el tono frío que empleaba ella.
—Bien; dígame, ¿qué opina usted de su compañero José López?
—¿De quién? —dijo ella, ajustando de nuevo la posición de sus lentes, como tratando de ver mejor el rostro de Roberto; parecía que no acababa de comprender el propósito de aquella charla.
En ese momento, Roberto se dio cuenta de que había cometido un fallo imperdonable. Había iniciado un coqueteo con la chica, casi sin darse cuenta, dándole al mismo tiempo la espalda a su paciente. Con ello, había contribuido a su invisibilidad, puesto que Roberto era un hombre fornido y ancho de espaldas —solía nadar varias horas a la semana y también jugaba al golf—, mientras que su paciente era un hombre enclenque de poco más de metro cincuenta. Por tanto, era imposible que aquella chica le viera encontrándose detrás de Roberto. El facultativo se recordó que debía obviar aquel incidente cuando relatara el caso del funcionario invisible en su próximo libro; y, con un rápido movimiento, se apartó para revelar la figurilla de su paciente y, con un ligero empujón, logró que el otro se aproximara un poco más a la mesa que ocupaba aquella vampiresa de pacotilla.
—José López García —anunció el psiquiatra, simplemente, señalando al otro.
—Oh, sí —dijo ella, componiendo una patente cara de asco—. ¿Qué pasa con él? —preguntó, refiriéndose a su compañero como si no estuviera allí delante.
—De ustedes dos, ¿quién ha llegado esta mañana antes? —preguntó Roberto.
—Él —respondió ella inmediatamente, que continuaba sin mirar a su compañero—. Siempre llega antes que yo.
—¿Está segura de que lo ha visto esta mañana, cuando llegó usted? —insistió Roberto.
Rita lo pensó un momento.
—Sí. Cuando llegué, él estaba hojeando unos ejemplares de la Revista General de Marina.
—¿Es eso cierto, José? ¿Se entretenía usted en leer algunos ejemplares de la Revista General de Marina , cuando llegó Rita?
—Sí —dijo él, y girándose hacia la muchacha, le preguntó—: Pero Rita, si usted me vio, ¿entonces por qué no me respondió al saludo esta mañana?
—¿No le respondí? —dijo ella a su vez, y Roberto sospechó que quizás esa era la primera vez que la chica miraba a su paciente en años—. Pues no me di cuenta. ¿Qué importancia tiene eso?
Roberto no hizo caso de la pregunta, y se volvió hacia su paciente:
—¿Lo ve, José? Usted no es invisible. La gente le ve perfectamente.
—Pues no lo entiendo —repuso el otro, tozudo, cruzando los brazos con gesto hosco.
Solía suceder. A menudo, los pacientes solían agarrarse a sus ilusiones como un náufrago a una tabla de madera. Abandonar esas ilusiones y enfrentarse a la realidad acostumbraba a ser duro. La realidad, cuando constituía algo difícil de soportar, obligaba a huir de ella sustituyéndola por un espejismo. No resultaba extraño que aquellos que sufrían un trastorno mental se agarrasen a ese espejismo, porque constituía una explicación de las circunstancias que rodeaban al paciente que resultaba más llevadera que la verdad. Roberto pasó el resto de la jornada acompañando a su paciente por las distintas estancias de la base, demostrando en cada caso, una y otra vez, que los compañeros y jefes con los que se había cruzado José López, siquiera fugazmente, le habían, en efecto, visto. Al final, logró convencer a su paciente de que, realmente, no era invisible. La consecuencia lógica, que resultaba terrible, era que, en realidad, sus compañeros y jefes no tenían ningún interés en fijarse en él o dirigirle la palabra.
—Sospecho que, de todas maneras, en cuanto usted se vaya de aquí volveré a hacerme invisible —dijo José, finalmente—. Los compañeros se fijan ahora en mí por ser precisamente usted quien está tratando mi caso. Usted es famoso y además constituye una celebridad en su campo. Sus libros no sólo se estudian en las universidades, sino que la gente los mantiene en sus mesitas de noche como la última forma de entretenimiento del día, antes de echarse a dormir. A usted le conocen. Pero, en cuanto se vaya, me desvaneceré.
Aquello también constituía un fenómeno corriente, se dijo Roberto. Las pacientes se enamoran de su terapeuta; en el caso de los hombres, consideran que su psiquiatra es un verdadero héroe, un tipo excepcional. Lo toman como modelo, y a veces incluso imitan su forma de hablar y de moverse.
—Continuar siendo visible no es tan difícil como cree —le aseguró Roberto—, aunque yo ya no esté junto a usted. Tiene que intentarlo. Para empezar, cambie su vestuario; la ropa que usa ahora es vulgar, aburrida. Póngase una pajarita de colores, o una corbata cuyos motivos sean personajes de Walt Disney; lo que prefiera. Algo que llame la atención, que se salga de la mediocridad. Procure resultar divertido; cuente chistes. Si no consigue resultar gracioso, al menos trate de tener siempre a punto alguna anécdota o historieta interesante que contar. Desarrolle un estilo propio…
Aleccionándole de este modo, con varios consejos similares, Roberto se despidió de su paciente, el hombre que se creía invisible.
De camino a su casa, pensando en el capítulo que escribiría enseguida para entregarle cuanto antes el original a su editor, Roberto pasó al lado de una multitud de gente a la que ni siquiera vio. Entró en el autobús en silencio, sin hacer caso del conductor del transporte; en su quiosco habitual, compró el periódico sin fijarse en la persona que vivía medio oculta más allá de las pilas que formaban las publicaciones diarias. A pesar de que compraba su rotativo favorito varios días a la semana en el mismo sitio, desde hacía un buen número de años, no hubiera podido decir si su quiosquero se dejaba bigote o era calvo; luego, enterrada la nariz entre las páginas del periódico, pidió un refrigerio en un bar al que también solía acudir con frecuencia, sin dedicarle al camarero ni una mirada de soslayo. En el supermercado que había junto a su domicilio, compró varios artículos que necesitaba reponer, mientras pasaba junto a vendedores, cajeras, encargados y guardas de seguridad, sin reparar en la existencia de ninguno de ellos. Por fin, entrando en la planta baja del bloque de viviendas donde vivía, el portero le salió al encuentro, saludándole y ofreciéndose, tímidamente, a echarle una mano con las bolsas que cargaba. Enfrascado en sus pensamientos, Roberto pasó junto a él sin decir una palabra ni corresponder, con el más mínimo gesto, al saludo del otro. El portero se quitó la gorra y se rascó la cabeza, observando como la figura del célebre psiquiatra desaparecía en el interior del ascensor; y se preguntó:
—¡Por Dios! ¿No será que me estoy volviendo invisible?