Relato 40 - Ni un solo abrazo
NI UN SOLO ABRAZO
Horacio Tablada no abrazaba a su hijo. Apenas entraba en contacto con él, tal vez una palmada o un coscorrón amistoso, pero no más de eso. Nico se sentía amado por su padre, recibía su afecto por otras vías, pero era un amor inconcluso. Las palabras no le bastaban.
Nicolás poco sabía de su padre. Horacio creció en un orfanato de las afueras de la ciudad, del cual sólo quedó un enorme mastodonte de cemento pintado de un horrible color amarillo, abandonado entre la maleza. Al terminar la primaria, en vez de continuar sus estudios secundarios, Horacio decidió abocarse en lo mejor que sabía hacer, la electricidad.
Aprendió el oficio de los electricistas que se encargaban del orfanato. Siempre iba detrás de ellos husmeando y preguntando. Al tiempo, él mismo se encargó de todo el sistema eléctrico, supervisado por su mentor, Don Perignón, un viejo de nariz ancha y colorada, tan encorvado que parecía que podía tocarse la frente con la punta de los dedos de los pies. Su padre siempre se reía al relatar el día en que se enteró que el viejo no se llamaba así, sino que lo apodaron de ese modo gracias a su afición al vino.
A los dieciocho años, salió del orfanato y entró a trabajar a la metalúrgica de la ciudad. Un año después conoció a Anabela Greco, la hermana de su compañero Aldo. Juntos construyeron su casa y se casaron cuando Anabela quedó embarazada. Nació Nicolás y desde ese entonces parecían una familia feliz.
El sueldo de la fábrica alcanzaba para cubrir las necesidades básicas de los Tablada, y gracias a los trabajos de electricidad que Horacio realizaba de forma independiente, podían darse varios lujos, como mantener los gastos del auto, tomarse vacaciones en los veranos o pagar la cuota del club del barrio.
Horacio cuidaba de su hijo como su más preciado tesoro. Dedicaba sus ratos libres para ayudar a Nico en sus tareas escolares, si le preguntaba algo que no sabía, se dirigía a la biblioteca del barrio y estudiaba el tema para luego explicárselo. Se sabía el nombre de todos los amigos, maestros, compañeros de escuela y de futbol. Pero el amor que le tenía nunca se manifestaba de forma física, ni un beso, ni un abrazo.
Lo que más le extrañaba a Nico era que su padre abrazaba y besaba a su madre con toda fuerza. No podía evitar sentir celos de ella.
Horacio era un hombre inteligente y culto, leía todo libro que se le cruzaba, y su hijo lo sabía. Una vez Nicolás le preguntó a su padre por qué no seguía con los estudios secundarios; nunca recibió respuesta. Otro día, cuando revisaba unas cajas del garaje buscando diarios viejos, encontró la libreta de calificaciones de la escuela de Horacio, eran excelentes. Fue a ver a su padre, feliz de haber descubierto algo más de su pasado, pero cuando le mostró su hallazgo, Horacio se la arrebató y lo echó de la habitación. Al día siguiente, encontró la libreta hecha pedazos en el tacho de basura de la cocina.
Nico muchas veces le preguntó a su madre por las actitudes de su padre, y la respuesta era siempre la misma: Horacio había tenido una niñez muy distinta a la de ellos y no tuvo un ejemplo de lo que era ser padre, por lo que nunca podrían entender del todo sus actitudes.
Una vez, se armó una pelea en la escuela, en la cual Nico fue el iniciador. Un compañero empezó a molestarlo por la forma de ser de su padre, Nicolás reaccionó y sin previo aviso le dio un puñetazo en el lado derecho de la cara, dejándole un ojo en compota. La pelea no pasó a mayores, pero fue suficiente para citar a los padres de ambos niños.
En la casa Nicolás explicó a su madre la razón de la pelea, pero aunque ella lo entendió, no se salvó del castigo que lo aguardaba. Al día siguiente, Horacio y Anabela lo acompañaron a la cita concertada por el nuevo director de la escuela, el señor González. Nicolás pidió disculpas a los padres del otro niño, las cuales fueron aceptadas. Cuando llegó su turno, los tres integrantes de la familia Tablada, ingresaron a la oficina del director.
El señor González los recibió amistosamente con un apretón de manos, se presentó como Julio Alberto González Parreira e invitó a sentarse a la familia, excusándose por no tener sillas para todos. Anabela y Nicolás se sentaron, Horacio se quedó parado detrás del niño. El director era alto y flaco, pero bajo sus ropas se podía adivinar un físico vigoroso que demostraba una juventud de entrenamiento. Las grandes arrugas que surcaban por su cara y su cabeza afeitada no permitían adivinarle la edad.
Anabela empezó a hablar disculpándose por el accionar de Nico, pero el director levantó su mano deteniéndola.
- No es necesario disculparse conmigo. Sé que Nicolás está arrepentido de su error, y como es un niño inteligente, aprenderá que la violencia no es el camino para arreglar las cosas.
Nicolás se sonrojó y miró a su padre. Notó algo raro en su comportamiento. Horacio no había emitido palabra desde que entraron y apretaba los dientes tan fuerte que podía ver los músculos de su mandíbula tensarse.
- El director y los profesores no sólo estamos para enseñar matemática, biología o lengua, también estamos para aconsejar a los niños ante cualquier problema. Por eso te invito, Nicolás, a pasar por aquí cuando necesites algo. Después de todo, podemos ser amigos, ¿no?
En ese momento, las manos de Horacio que estaban apoyadas sobre el respaldar de la silla de Nicolás, apretaron tan fuerte que las uñas quedaron marcadas en el tapizado.
- Bueno, creo que hemos terminado esta reunión. Muchas gracias, director.- cortó secamente Horacio y levantando de un brazo a Nicolás se dirigió a la puerta de la oficina, Anabela los siguió mientras se despedía de Julio González.
Camino a casa, nadie emitió palabra alguna con respecto a lo sucedido en la cita. Al bajarse del viejo Dodge 1500, Horacio se dirigió directamente a su habitación y se puso a leer. Ponerse a leer era una forma de decir, ya que su mirada iba más allá de las palabras del libro. Durante los siguientes días, Horacio estuvo distante, en otro mundo. Llegaba del trabajo y se encerraba, tomando uno de sus libros. Después se empezó a encerrar en el garaje.
Cuando llegaba del trabajo se limitaba a preguntar a Nicolás lo que había hecho en la escuela, y luego, directo al garaje.
A la semana de la reunión con el director, Horacio volvió del trabajo, le dijo a su madre que tenía un pequeño trabajo en las afueras de la ciudad, entró al garaje y el viejo auto salió disparado de la casa hacia el final de la calle, dobló en la esquina y se perdió. Nicolás supo que algo malo iba a ocurrir.
Su padre apareció a medianoche, casi sin fuerzas, se bañó y se metió a la cama, sin decir ni una palabra.
Cuando al otro día Nicolás llegó a la escuela, el director no asistió al izado de la bandera. No se le vio en todo el día. Lo mismo pasó al otro día, y al día siguiente. Los rumores de la desaparición del directo empezaron a correr. La policía empezó a buscarlo, sin encontrar rastro alguno. Todos los alumnos y maestros tenían sus teorías. Secuestro, fuga con alguna mujer casada, deudas de juego, eran las más comunes, pero Nicolás tenía la suya propia. Más que una teoría, era una oscura certeza, y por más que la quisiera desterrar de su cabeza, seguía mordisqueando su cerebro como una garrapata en el lomo de un perro.
El sábado llegó, y de Julio González no hubo noticias. Horacio seguía desapareciendo después del trabajo, volviendo muy entrada la noche. ¿Había secuestrado su padre al director? Si era así, ¿por qué? Por más que buscara respuestas a sus preguntas, Nicolás no alcanzaba ninguna conclusión. Si quería descubrir la verdad, debía actuar inmediatamente.
Horacio estaba sentado en su sillón, con un libro en la falda. Nico se vistió con su equipo de futbol, tomó la pelota, le dio un beso a su madre y le dijo que se iba al club a jugar unos partidos con sus amigos. Fue al garaje, escondió la pelota detrás de un cajón de herramientas, se subió a su bicicleta y se abalanzó sobre la carretera a toda velocidad. Pero en vez de dirigirse al club, dobló la esquina para el lado contrario, hacia la ruta que atravesaba la ciudad.
Nicolás sólo se imaginó un lugar tan solitario como para esconder a alguien y que su padre conociera cada recoveco. Pedaleó con todas sus fuerzas hasta dejar atrás las últimas casas. Faltaban todavía dos kilómetros para llegar a la vieja mole de piedra. Agujas incandescentes le atravesaban los músculos de las piernas pero debía llegar antes que su padre. Un color amarillo que lastimaba la vista empezó a vislumbrarse en el horizonte.
Dobló en el camino de tierra que llegaba hasta el orfanato. Se dejó caer detrás de unos matorrales cercanos al gran portón de entrada, y esperó con la vista fija a la ruta. No habían pasado ni cinco minutos cuando divisó el viejo Dodge de la familia. Si se hubiese demorado, habría sido descubierto y Dios sabe cuáles serían las consecuencias. El vehículo no disminuyó la velocidad al acercarse a la entrada. Nicolás empezó a transpirar de los nervios. Cuando el Dodge pasó de largo supo que estaba equivocado. Lo invadió un sentimiento de alivio. Tal vez su padre no era el culpable de la desaparición de González.
Pero, ¿y si lo hubiera escondido en otro lado? Desterró esa idea. De todas formas ya no tenía nada que hacer allí. Cuando estaba por levantarse, escuchó un traqueteo de motor del otro lado de la ruta. Era un viejo tractor que circulaba por la banquina a paso de hombre. Nicolás decidió esperar un poco más.
Cuando el tractor desapareció, el Dodge de nuevo se hizo presente, pero esta vez disminuyó la velocidad al llegar al camino de tierra. Horacio había pasado de largo, disimulando ante el posible testigo, pero había vuelto cuando quedó fuera de la visión del conductor del tractor. Nicolás, triste, confirmó todas sus sospechas. Su padre había secuestrado al director, y estaba allí dentro.
El auto rodeó el edificio hasta perderse de vista y el motor calló. Nicolás amagó a levantarse pero se tiró de nuevo al piso al ver que su padre aparecía a la esquina con una bolsa en la mano. Nico espió entre el follaje, venía directamente hacia él. Lo había visto. Se paró enfrente pero su mirada se dirigía a la alcantarilla que estaba a su lado. Nicolás se pegó más al suelo rezando que la oscuridad del atardecer lo ayude en su camuflaje. Se reprendió por haberse puesto esa camiseta de futbol roja tan llamativa.
Su padre se agachó, dejando la bolsa a un costado, y con un gran esfuerzo levantó la pesada tapa de hierro. La dejó caer en el pasto y se internó en el agujero.
Nicolás se levantó pero su padre emergió de nuevo. Con medio cuerpo afuera y de espaldas a Nico, tomó la bolsa olvidada y volvió a entrar. Nicolás largó todo el aire contenido y se acercó a la alcantarilla abierta. Agradeció que su padre no la haya vuelto a cerrar, si lo hubiera hecho, no creía poder levantarla sin hacer ruido que llamara la atención. Esperó un rato y bajó.
La oscuridad lo envolvía completamente. A cada escalón de la escalera de hierro, tanteaba con el pie para no dar un paso en falso. Cuando llegó al final, sumergió la zapatilla en el agua podrida. Se dio vuelta. Una tenue luz se atisbaba al final del túnel. Los chillidos de las ratas a los costados le crispaban los nervios. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad y tratando de no chapotear avanzó.
La luz al final del túnel provenía de una abertura al costado. Espió por el hueco y llegó a ver una gran habitación con una especie de caldera, al lado había una columna de hierro, en su base estaba el director sentado con las manos atadas a su espalda. Al asomarse un poco más vio a su padre sentado enfrente, con la cabeza gacha, abriendo la bolsa que había traído. Nicolás entró a la habitación sigilosamente y se escondió detrás de unas cajas, desde donde podía ver la escena perfectamente.
Su padre extrajo de la bolsa un par de botellas de agua y algo de comida. Dejó los víveres a un lado y arrojó la bolsa a una esquina.
- González es un apellido bastante común.- dijo Horacio. El director no contestó.
- Nunca me imaginé que “el director González” fuera nadie más que Julio Alberto González Parreira, maestro de primaria y abusador de niños.
El director levantó la cabeza, los ojos parecían salirse de las órbitas. Horacio siguió hablando.
- Tenía la esperanza de que hubieses muerto, estuvieras en la cárcel, o algo parecido. Pero no sólo estás vivito y coleando sino también que sigues siendo la misma mierda de antes. El otro día, en la reunión, utilizaste las mismas palabras para endulzar a mi hijo.
Se levantó y se acercó hasta el rehén. Se agachó y las dos narices quedaron a unos centímetros.
- ¿Te acordás de mí?-
El director lo miró y bajó la mirada.
- Me arruinaste la vida. Te aprovechaste de un pobre niño huérfano, y ese pobre niño huérfano no puede ni tocar a su hijo sin sentir repulsión por sí mismo. Me sentí sucio toda la vida.
Horacio tiró el puño cerrado hacia atrás y lo abalanzó hacia el director, pero se frenó a un palmo del rostro de González.
- No soy un asesino, pero sólo estoy postergando tu muerte. No voy a dejar que arruines la vida de otro niño.
Horacio se enderezó y le dio la espalda al director, caminaba hacia los víveres. Nicolás atisbó un extraño brillo de las muñecas del director. Tenía un vidrio con forma de aguja escondido entre las manos, sus ataduras estaban cortadas.
El director se levantó silenciosamente con el vidrio en las manos. Se abalanzó hacia Horacio. Cuando Nicolás se dio cuenta de lo que ocurría, corrió hasta González. Horacio giró sobre sus talones, vio a su hijo y al abusador entrelazados en un abrazo mortal.
Nicolás se apartó y la sangre empezó a emanar de sus manos. Se movió a un costado, dejando a González a la vista de su padre. El director miró a Horacio y después a Nico; miró su propio cuerpo, el vidrio clavado en su pecho se teñía de rojo. Cayó de rodillas e intentó decir algo, pero de su boca sólo salió un gorgoteo acompañado por un río de sangre. La cabeza dio contra el piso, su cuerpo temblequeó un poco y luego se detuvo.
Horacio llevaba la vista del director muerto a su hijo, y de nuevo al muerto. Miró las manos de su hijo que sangraban. Se sacó la camisa, la despedazó y con los jirones envolvió las heridas. Nicolás lo vio a los ojos y se trepó a su cuello, apretando con todas sus fuerzas. Horacio quedó inmóvil. Una lágrima se asomó por el rabillo del ojo. Como una pequeña fisura en una represa, esa lágrima rompió en una catarata que bañó su cara.
Horacio envolvió con sus fuertes brazos el pequeño cuerpecito de su hijo y nunca más soltó.