Relato 40 - LOS QUE SUSTENTAN LA VIDA
Bajo el empuje de los motores de la última nave de transporte que llevaría a la nave-madre en órbita al equipo ejecutivo de cierre de operaciones, la plataforma en el área de arribos y salidas vibró. Varios segundos después, con la nave sobre la altitud de seguridad, los explosivos instalados para destruir la estructura de concreto y acero reventaron, el terreno implosionó, enterrando el vestigio final de lo que fuese el primer y único asentamiento humano dispuesto a colonizar este planeta.
Mas, unos días antes…
—Vicente tenía razón.
Fue lo que dijo la mujer en traje ejecutivo cuando todos los presentes recibieron su reporte. Con un gesto, la impactante mulata de ojos de faraona despidió a su asistente y tomó asiento.
—El chimalixochitl mahís era la base de la vida del planeta —completó.
—Nuevo Mundo —comentó un joven delgaducho, con prototipo árabe, de pelo muy negro, largo y revuelto—. Interesante esto de los términos usados en esta conquista. El que Vicente usó para las plantas significa «flor de escudo que sustenta la vida».
—Son animales —rectificó una cincuentona, morena como una hindú—. Lo que se pudo investigar de ellos con especímenes los pone en el reino Animalia.
—Eso realmente no importa ahora —intervino el mayor de todos, eslavo, canoso, sentado en la silla colocada a la derecha de quien presidía la reunión.
—Claro, ya las exterminamos —dijo, molesta, la mulata.
—Eso no fue lo que quise decir, Bohème —se excusó el eslavo—. Pero el informe a la junta de la compañía es la razón que nos ha reunido aquí. Vamos a empezar por el recuento de lo sucedido.
—Por favor —accedió otro de los presentes, una hermosa etíope que pasaba los cincuenta, de cabeza rapada cubierta con un discreto turbante y atuendo folklórico—. Acabo de llegar, obligada por las circunstancias, y este es el momento que tenemos para concretar la versión oficial de la compañía a la prensa y a la Comisión Especial de Etnias Unidas. Vine para eso.
Todos los presentes tenían puesta su atención en la alta ejecutiva situada en el centro de la curvatura de la mesa de corte moderno. Cada uno tenía frente a sí una pequeña agenda interactiva. La claridad que entraba de fuera, regulada por los enormes paneles en derredor, era suficiente como para no usar luz artificial.
—Toda la investigación que hizo Vicente está grabada en video y guardada en los cartuchos de memoria holográficos que le confiscaron, Sra. Haddouti —aclaró Bohème; al ver a la reina africana poner una mano sobre el grueso libro frente a ella, dijo—: Solamente fotos multilaterales y resultados de exámenes para ilustrar mi versión corta.
La enviada especial comenzó a hojear el informe; se detuvo en una foto, tocó la lámina tornasolada, y la imagen tridimensional en ella emergió ante sus ojos. Le dio vuelta con los dedos para ver el contenido desde varios ángulos. Bohème continuó:
—La especie está en el centro de la vida del planeta. Para empezar, son las únicas productoras de oxígeno en él, pues hasta los árboles y la yerba respiran este gas. Aquí «los pulmones del planeta» eran ellos.
—¿Ellos? —preguntó, extrañada, la bella de ébano.
—La señorita Lasserre infiere lo que la mayoría de nosotros, los científicos en la colonia, todavía no hemos aceptado del todo: que los chimalixochitl mahís hayan tenido cierto grado de inteligencia —explicó la hindú.
—Ya no es la mayoría, Doctora Kumari —le rectificó el árabe, en sus treinta años.
—Su nombre y firma también están en las recomendaciones dadas a esta administración, Doctor Mazmud —comentó Nigist Haddouti, haciendo elevarse la información de una página interactiva de texto desde la lámina enganchada al reporte; con un dedo, hizo que unas líneas fuesen resaltadas en color amarillo y leyó—: «…para solicitar la impostergable discusión de ciertos lineamientos de la compañía…»
—El artífice de esa calidad de redacción, no obstante, fue Vicente —confesó Mazmud—. Si nos hubiesen prestado atención, no hubiésemos llegado a esto.
—Doctor Mazmud, la compañía estudió las recomendaciones y las desestimó —dijo, con voz de bajo, el eslavo.
—Conozco la disyuntiva que provocó, en su momento, ese informe que el señor Krilióf nos envió a la Junta en la Tierra —se adelantó Nigist a cualquier probable reacción contra el comentario del jefe de la colonia—. Les garantizo que fue estudiado. Pero tomamos partido con la humanidad, que somos nosotros mismos. Decidimos lo que era mejor para continuar explotando este planeta y aliviar la situación del nuestro antes de llegar a otra guerra peor que la panafricana. El coronel Taylor sabe lo que digo.
—Sí, señora —aceptó la única persona en uniforme militar en el recinto, sonrosado, de pelo muy corto y un largo bigote de herradura a lo Hogan—. Una guerra furiosa de varias naciones por los recursos de África. Reprochable, y que no queremos repetir.
—Sin petróleo, estirando los últimos recursos minerales que nos quedan, con la incontrolable y desmedida sobreexplotación de los acuíferos, y una desertificación galopante producto de acabar con los bosques para sembrar. Y, sí, el calentamiento global sacudiendo la Tierra como nunca —enumeró Nigist—. Descubrir este planeta y las bondades que nos brinda fue otro milagro de Dios. Virgen, rico en tierras fértiles, flora y fauna económicamente aprovechable. No solo un paraíso para colonizar y alivianar la sobrepoblación, sino una fuente de alimentos, minerales y bolsones de lo más parecido al petróleo que hayamos encontrado en la galaxia. Las energías alternativas no dan abasto para la exigencia de consumo.
—Una montaña de oro encima de la cual se sienta la compañía para acabar con la competencia y hacerse el más descomunal emporio de la Historia. ¿Cierto, señora Haddouti? —dijo Mazmud con sarcasmo.
—Pero si ya acabamos con ella, con la montaña de oro —añadió Bohème—. Y con las carreras de todos los que tuvieron la suerte de venir aquí.
Nigist y Krilióf se miraron.
—Quizás no definitivamente —opinó un asiático en los cuarenta, peinado al medio, con bata blanca—. Si el centro de la vida del planeta son esas plantas, pues podríamos usar los especímenes en criopreservación y regresarlos al suelo, a su medio natural. Ellas comenzarían, así, el ciclo de vida otra vez.
—Siguiendo esa idea sería mejor usar las que se llevaron a la Tierra, Zhou —dijo Mazmud—. ¿Cuántas debemos traer de vuelta para lograr eso?
—Tampoco sabemos si eso va a desatar la génesis a nivel global —le apoyó Bohème—. ¿Qué hay del resto de las especies?
—¿No tenemos muestras congeladas del resto? —preguntó Nigist, mirando a Krilióf.
—Si Vicente…, el ingeniero Sánchez, estuviese totalmente en lo cierto, los girasoles gigantes intervienen en la reproducción de todas las demás especies —le contestó el ruso—. Así que, podría suponerse, que de ellos se multiplicaría la vida, ¿o no?
—Aquí puedo añadir otro punto a mi resumen —aprovechó Bohème para hablar—. Diles, Freiderikos.
—Nosotros usamos drones y el scan de multimontaje para estudiar las especies en su hábitat sin perturbarlas —explicó Mazmud—. En una ocasión, vimos una hembra, ya sabíamos que lo era, entrar en un campo de mahís, vomitar algo viscoso y vivo en el suelo, y retirarse después que uno de los mahís lo chupara todo con una de sus extremidades inferiores, o sea, lo que para ustedes serían hojas cerca de las raíces. Esas hojas son ventosas con canales que llegan al interior del tronco. Eso lo sabemos del estudio anatómico que se les hizo a especímenes en el laboratorio. Tiempo después, la hembra retornó con un macho, el suyo, supusimos. Con sorpresa, la vimos engullir al mahís que había tragado su vómito, o lo que haya sido, mientras los mahís circundantes abrazaron al macho… hasta que lo succionaron todo. Ese mismo día, los mahís depositaron, cada uno, una gelatina en el hoyo dejado por el mahís sacrificado, y en una semana creció otro, igual a sus compañeros.
—Y la hembra mencionada tuvo sus crías —completó Bohème.
—Una muy bonita historia de amor, pero sus amadas matas de maíz le dieron una muerte indigna a un sobreviviente de la guerra panafricana, que era mi amigo, además —protestó el coronel.
—Eso fue un suceso desafortunado en esta historia, Mason —se defendió Bohème.
—Fue el suceso que le dio el giro definitivo a esta historia —rebatió Mason Taylor—. Por la irresponsabilidad de Sánchez. Toda la colonia tenía el aviso de no operar en los campos de maíz sin la estricta supervisión nuestra. Desde que llegamos, cuanto se hizo fue monitoreado con nuestros drones en nuestro puesto de mando, pero después del ataque con ácido a los equipos de siembra, nadie, nadie, podía trabajar esas tierras sin una nave militar presente.
—Vicente no constituía un peligro para los mahís —Bohème intentó ocultar su alteración.
—¿Porque les hablaba a las flores? —se mofó el militar—. Estaba violando una regulación administrativa dictada por una cuestión de seguridad. Ustedes mismos, civiles, concluyeron que la babaza que deformó los equipos de cosecha y arado era ácido de los girasoles.
—Los… mahís habían sido incorporados a la dieta de los colonos a pocos meses de la llegada —recordó Nigist—. Por eso se llevaron millones de ellas a la Tierra y se sembraron en cuatro continentes. Se han dado muy bien, pero es cierto que no se han reproducido. Las que se usan, se marchitan. El punto es que allá no han reaccionado así contra nadie.
—Pues den gracias a Dios por ello, porque de mis soldados no puede decirse lo mismo —dijo Mason con el rostro endurecido—. Quizás no hayan sido tan inteligentes, al fin y al cabo, ni tenían ningún cerebro.
—La sugerencia de Vicente, que yo apoyé, de que estos seres podían tener cierto grado de inteligencia, como el de un perro o un delfín, no se hizo a la ligera —Freiderikos «hojeó» con un dedo las páginas de un artículo suspendidas frente a él—. Las investigaciones se extendieron a todo el personal científico que podía aportar algo a ella. Esto fue un trabajo multidisciplinario. Por eso la doctora Kumari dio su propia conclusión sobre a qué reino pertenecían.
—Aun así, algunos de nosotros no podemos asegurar que la actividad neuronal de los mahís haya sido producto de su discutida inteligencia —opinó Naisha Kumari—. Solo tuvimos tiempo para estudios anatómicos, algunos sinápticos, pero nada relacionado con la conducta. Los desafortunados sucesos que ya conocemos no nos dejaron profundizar el estudio. Sin mencionar lo del escape.
—Los girasoles que teníamos en el laboratorio fueron… rescatados, si pudiera usarse esa palabra, en una tremenda estampida de bestias que arremetieron contra esa ala del edificio, destruyéndolo todo —aclaró el ruso.
—Eso no estaba en mi informe —murmuró Nigist.
—Lo cual nos regresa a la incógnita de la inteligencia —dijo Freiderikos.
—Que les hizo decidir atacar a los soldados y no al ingeniero Sánchez —aventuró la etíope, con un dejo irónico en el tono.
—¿Por qué no? —fue Bohème quien respondió—. ¿Usted no escogería a quien le habla —la bella francesa remarcó esas palabras— sobre quien la ataca?
—Claro, como dijo el coronel, el ingeniero Sánchez les hablaba a los girasoles —pronunció, incrédula, Nigist.
—Sánchez salvó el pellejo porque mis soldados sabían hacer su trabajo —defendió Mason su parte—. Cuando las flores se pusieron hostiles, fueron ellos quienes lo arrastraron fuera del campo, lejos del peligro. Y esos dos regresaron a ayudar a quienes estaban protegiendo al civil con su acción.
—Incinerándolas, que fue la solución final de los militares al conflicto —acusó Mazmud, mirando al coronel.
—Mía, doctor, mía. El coronel no actuó sin consultarme, porque así funciona la cadena de mando aquí —aclaró Krilióf—. El ataque a los soldados ya era motivo suficiente para decretar una emergencia en la colonia. Teníamos que centrarnos en nuestra misión: colonizar el planeta, prepararlo para los futuros colonizadores, y sacarle provecho económico. Tiramos un millar de kilómetros de tuberías para preparar áreas extensas de terreno en las que sembramos las semillas traídas, pero las tierras de los girasoles son tan fértiles, que cualquier cosa se da con mayor crecimiento, calidad y rapidez. Mantuvimos parte de las plantas porque nos beneficiábamos de ese elemento maravilloso para nuestra dieta…
—Su cerebro —le interrumpió Bohème—. Lo que nos estábamos comiendo era su cerebro —prosiguió, ante la mirada inquisitiva de Nigist.
—Vicente y yo concluimos que esos bloquecillos del tamaño de un caramelo, suaves y jugosos, con sabor combinado de fresa y frambuesa…, porque, sí, todos aquí los hemos comido, conforman el cerebro de los mahís —explicó Mazmud.
—También en la Tierra se están comiendo —acotó Nigist.
—Pues ya todos somos culpables de asesinato —sentenció Bohème.
—Es una espiral de Fermat embebida en gelatina dulce que ocupa todo el clinanto en ese capítulo semejante al de un girasol —continuó el botánico, sin dejar trascender la acusación de la francesa—. Los bloquecitos están conectados entre sí por finísimos hilillos que llevan la actividad sináptica. Todo está protegido por un casquete sólido, de apenas un milímetro de grosor, que parece una semiesfera. La misma, por cierto, que rompió el sargento T allí mismo para deleitarse con una ración extra de nuestro suplemento dietético diario.
—Eso es lo que dice el ingeniero Sánchez —corroboró Nigist.
—Los girasoles destruyeron el dron de servicio que llevaba la cuadrilla de apoyo y vigilancia ese día —informó Krilióf—. Así que no pudimos recuperar evidencia fílmica del hecho.
—Ni tampoco los cuerpos de mis soldados por más que los buscamos luego —completó Mason.
—El coronel, con razón, me propuso la solución al problema y yo estuve de acuerdo —dijo Krilióf—. Fue por la seguridad y tranquilidad de todos nosotros. Lo que más nos interesaba, en resumidas cuentas, eran las tierras para cultivarlas, porque desde el punto de vista económico los girasoles nos aportaban solamente lo que nos comíamos, así que no íbamos a poner la vida de los agricultores en peligro por salvar una especie hostil. Es una cuestión elemental de supervivencia para la humanidad. No iba a arriesgar la colonización ni por el aporte de ese alimento extraordinario.
—Que, al final, no fue lo único que perdimos, ¿cierto? —sonó a protesta el comentario de Bohème.
—Nos hemos alimentado de todo lo posible en nuestro planeta, a lo largo de nuestra historia —habló alguien nuevo: un hombre fornido, en bata blanca, con apariencia de aborigen latinoamericano—. Hasta de nuestros congéneres. Como ingeniero agrícola, he estado centrado en mi misión aquí sin cruzar otro horizonte, y he mirado a estos seres como una versión de una mezcla de maíz con girasol, que poco podía aportarnos de su tronco, hojas y raíces, pero sí de esa concentración de nutrientes en su clinanto. Mas, si nos equivocamos, podemos rectificar. Siempre lo hemos hecho. Tenemos la inteligencia para ello. Descongelemos todo lo que hemos recolectado en este planeta e intentemos levantarlo de sus cenizas. Si hemos experimentado con otras cosas, hagamos el intento aquí.
—No seremos nosotros, doctor Pache, incluso si eso pudiera hacerse —dijo, con amargura, Bohème—. Somos los destructores de planetas; nuestras carreras están acabadas, todos ustedes lo saben. Y, en realidad… —suspiró—, deseo que alguno se haya salvado para que reciba con piedras a los próximos exterminadores.
Bohème se levantó y abandonó la sala sin mirar a nadie. Krilióf iba a reaccionar a la sorpresiva huida de la joven, pero Nigist le hizo un gesto con la mano para que la dejara ir.
—Creo que como experimento podríamos intentarlo —insistió en la idea Zhou Huang—. Por suerte, recopilamos muestras animales y vegetales de todo lo que existía en el planeta.
—Si es cierta la teoría de Vicente de la interconexión de las especies, podríamos plantar los mahís para empezar a sanear el planeta —le apoyó Pache—. Los especialistas, más adelante, estudiarían la manera de usar las cepas en criogenia para que los mahís le den vida y se desarrollen en lo que eran: animales y plantas.
—¿Eso puede hacerse? —se interesó Nigist—. Hemos pasado mucho trabajo para dar con un planeta de estas características. Sería muy conveniente recuperarlo.
—No sabemos si funcione. Como algunas cosas que no pudieron concretarse, el «río de la vida» es otra hipótesis de Vicente —respondió Freiderikos—. Él considera que el ciclo natural del agua está insertado a un «ciclo de la vida» que gira en torno a los mahís. La lluvia, debido a la composición química que tiene, no solamente diluye los nutrientes en ese suelo tan fértil, sino que lo hace también con los desechos animales y vegetales, depositando esa mezcla en las aguas subterráneas. Estas corren por todo el planeta a través de un complicado sistema de canales bajo tierra, que pasa, por supuesto, por las áreas de los mahís. Ellos los absorben porque constituyen nutrientes en su alimentación, expulsan sus propios desechos, y las raíces hacen llegar estos a las corrientes subterráneas que pasan por allí. Esas corrientes, entonces, desembocan en ríos y costas, en los lagos, y pasan por debajo de toda la foresta, de manera que animales y plantas incorporan esos desechos, que para ellos son nutrientes, a su cuerpo. Esa es la interconexión que debemos recuperar.
—¿Eso otro podría hacerse? —preguntó la etíope.
—Recuerde, señora Haddouti: es una hipótesis —contestó Mazmud—. Si pudiésemos comprobar que es cierta, tendríamos que inventar, entonces, la manera de hacerlo. Es crear vida.
Todos quedaron en silencio. Fue la enviada especial de la compañía quien lo rompió al cerrar el informe que se le diera.
—El personal civil puede retirarse —anunció—. Esperen instrucciones en breve.
Los científicos dejaron la sala.
—Esta compañía es el único monstruo político-comercial en la Tierra hoy que puede afrontar esta multimillonaria catástrofe —dijo Nigist—. ¿Qué crees de esa interconexión que mencionó Freiderikos, Iván?
—Toda el agua del planeta dejó de ser potable en breve tras la desaparición de los girasoles. Por consiguiente, la flora se secó. Los animales…, te parecerá exagerado, pero quienes lo vimos pensamos que se lanzaron a los ríos para suicidarse —expuso Krilióf—. Ni ha llovido desde aquello.
Nigist se levantó y caminó hacia uno de los inmensos paneles transparentes que formaban la monumental cúpula que encerraba al salón situado en una de las torres del edificio en el ala ejecutiva. La vista era desoladora.
—Me parece estar mirando una de esas fotos de la guerra panafricana —casi murmuró Nigist—. Todo destruido y seco, gris, debido a los bombardeos con todo tipo de armas sucias, desde radiactivas hasta bacteriológicas.
Suspiró con profundidad. Continuó diciendo:
—No sé si ese experimento será posible realizarlo ni si podrá ser demostrada la teoría de ese genio que trajiste contigo, Iván. Lo cual significa que no sé si vale la pena intentarlo. De ser posible, seríamos nosotros los únicos capaces de emprenderlo, pues no hay nadie en la Tierra ni con los recursos ni con las agallas para enfrentar una empresa de tal magnitud, cuando una más simple concluyó… en este desastre. Mantendremos trabajando a toda esta gente pues, oficialmente, no son culpables del error cometido y… nos pueden demandar en corte internacional si lo hacemos. Además, son mentes brillantes; nos convienen. Pero ustedes dos —la etíope recrudeció el tono de sus palabras —, Iván Sierguéyevich Krilióf y Mason Taylor, los responsables de esta hecatombe… Sus nombres serán machacados por los medios y las redes sociales hasta la saciedad, pues ustedes serán la leña del árbol caído. Las muertes de expedicionarios en misiones espaciales, civiles o militares, como daño colateral se interpretan como gajes del oficio. Son contables. Pero la incompetencia que lleve a la pérdida de billones en garantía crediticia y la erosión de la imagen de una compañía que define, moldea el destino de la vida de millones de consumidores, es imperdonable. Así que, vayan pensando qué harán con sus vidas al llegar allá, porque ya no tienen cabida en esta compañía.
Los hombres tragaron en seco. La mujer atravesó la sala rumbo a la puerta de salida. Antes de marcharse por ella, concluyó:
—Aunque decidamos regresar algún día, todo lo que se hizo y montó hay que echarlo abajo y llevárselo de vuelta; lo único permitido a dejar son las bases de los edificios, obviamente —suspiró—. ¡Qué desperdicio! Han jodido el mejor lugar encontrado en siglos de búsqueda por toda la galaxia. Nadie va a querer resucitar a este muerto.
Las enérgicas olas remontaban la primera banda del arrecife para golpear con estruendo la segunda, y así diluirse en el espeso manto de espuma grisácea que resbalaba a fin de abandonar la roca de nuevo a su desnudez.
Hasta dejar algo en ella…
El óvalo rosáceo, tan grande como veinte tortugas gigantes, prendido a las irregularidades de la piedra por sus ocho ventosas, comenzó a trepar con agilidad la pared del acantilado, de manera que escapó del furioso chaparrón de la siguiente ola y, en pocos segundos, ganó la superficie. Ya en posición horizontal, pegó la calcárea panza al terreno. Con un resoplido, como el de una válvula de alivio de aire a presión, la enorme almendra expulsó dos columnas de agua pulverizada por sendos orificios en la mitad superior, la cual se abrió después longitudinalmente en dos tapas. Del interior salieron dos mahís, que se deslizaron carapacho abajo hasta que las seis raíces de cada uno tocaron el suelo.
Desde aquel punto, ligeramente más elevado que el resto de la superficie adyacente, podía dominarse todo el territorio a la vista, ahora una extensa llanura yerma, de tierra descolorida, salpicada de los cadáveres casi secos de docenas de animales que no lograron alcanzar los ríos y los lagos antes de morir, pues el resto había podido zambullirse en el líquido sepulcro y era en este momento una masa compacta arrastrada por las aguas serpenteantes que cruzaban la tierra moribunda, incapaz de beneficiarse de ellas. El tétrico velo de la muerte cubría todo hasta las montañas que tapaban el horizonte.
«—Incluso sabiendo que todo se repondrá, ver esto siempre me estremece» —le transmitió, mentalmente, una planta a otra.
Cada una volteó su corola hacia la otra y la sacudieron con rapidez, haciendo sonar los pétalos.
«—Pero, ya lo dijiste: se repondrá en poco tiempo» —corroboró la otra planta, con un tono de orgullo en su pensamiento.
Volvieron a «mirarse» y a agitar las corolas, añadiendo otro gesto: chocaron las puntas de una de sus largas hojas mientras sacudían estas últimas a derecha e izquierda.
«—¿No les parece raro…»
Los girasoles 1 y 2 se volvieron a una tercera, cuyo grueso tronco sobresalía por encima del borde de la mitad del «submarino».
«—… cómo se comportan estos seres vivos que vienen aquí? —esta no miraba a las otras, sino al paisaje—. No parecen tan inteligentes después de todo.»
1 y 2 se «miraron» pero sin transmitir nada. Luego volvieron a centrar su atención en 3.
«—Ya son siete las especies que han venido a alimentarse de nosotros, exterminarnos, y acabar con la vida. ¿Nadie puede interpretar que, a pesar de ser diferentes a ellos, también amamos la existencia?»
«—Tampoco interpretan que alimentarse de nosotros es incorporarnos a su propia esencia» —reflexionó 1.
«—Debido a eso ya estamos repartidos en otros siete planetas en la inmensidad oscura —dijo 2—. Es decir, lo que sea que haya dado la fusión genética entre nuestra esencia y la de cada uno de ellos, en este tiempo ya habrá conquistado esos siete planetas.»
«—Eso sería muy interesante poderlo ver —comentó 1—. Cómo serán esas estructuras orgánicas de distintas, aunque tengan nuestra esencia en el núcleo.»
«—¿No te parece magnífica esa forma de expandirnos, de viajar fuera de nuestra tierra, ya que nosotros no podemos hacerlo?» —le preguntó 2 a 3.
Tras un corto silencio, 3 dijo:
«—¿Se lo merecen?»
Los tres mahís movieron sus pétalos moteados, cada uno en dirección a los otros dos.
«—¿Comenzamos?» —propuso 3.
«—¡Estamos listos! —transmitieron, al unísono, las de tierra, «mirándose», sacudiendo las «cabezas» y chocando las puntas de las hojas.
Arriba, 3 llegó hasta el cuerpo en el piso del «submarino» más cercano a ella: el del desaparecido sargento T; a su lado, yacía el resto de la cuadrilla que le acompañara, un cadáver al lado del otro. Con la punta de una de sus hojas inferiores cubrió una de las protuberancias ovaladas en el cuerpo del occiso y la arrancó, liberando al aire el polvillo desprendido del cuerpo grisáceo, quebradizo, semejante a una estatua de arena seca. Veinte cápsulas en este soldado, parecidas a pelotas de rugbi, y otras tantas en cada uno de los demás.
Sin mirar, 3 lanzó el primer óvalo por un costado hacia abajo, donde 2 la recibió con una de sus hojas superiores. El mahís, entonces, como un discóbolo, describió un semicírculo con esa hoja, estirada, mientras giraba varios grados, y al concluir ese movimiento lanzó el óvalo, haciéndole rotar sobre su eje. La «pelota de rugbi», a altísima velocidad, soltó la cubierta exterior como lo hace un rollo de serpentina tirado en un carnaval, y con la rotación fue expulsando pequeñas láminas rectangulares que vibraban en el aire, se esparcían por el espacio, y al final reventaban en cientos de diminutas semillas que llovían sobre el suelo.
3 repitió su acción con 1, y esta ejecutó el lanzamiento del óvalo como hiciese 2, pero en otra dirección. Así, el trío se mantuvo ocupado regando las semillas en toda el área frente a él, hasta utilizar el último de los óvalos arrancados de los difuntos. Al final:
«—¿Qué pasará con el que intentaba comunicarse con nosotros? —se interesó 1—. ¿Y quienes trabajaban con él?»
«—No sabemos si la enzima que le inyectamos aquel día del ataque evitará la transformación —respondió 3—. No tuvimos tiempo de estudiarlos bien, como nos pasó con las otras seis especies anteriores. Y sus colegas no pudieron recibir nada.»
«—Tuvimos que irnos y dejarlos tras el rescate —recordó 2—. Correrán la misma suerte que los de su planeta y el resto de los que vinieron.»
«—La fusión» —concluyó 1.
GE14062046ECJE, según el código de la compañía, Nigist Haddouti como nombre de pila, salió de su cápsula de hipersueño, adolorida, hinchada, con dolor de cabeza. Al segundo paso, vomitó. Y al tercero soltó una exclamación, mezcla de asombro y miedo al ver su piel abrirse en varias partes de su cuerpo.
Ya no dio un paso más.
El dolor lo retrató solamente en el rostro, porque el grito se le ahogó en la garganta antes que su cuerpo se deshiciera en pedazos que saltaron por doquier. En medio de los desperdicios, un nuevo ente, sanguinolento, conjugación de planta gigante y ser humano, respiró con profundidad la bienvenida a este mundo.
Otras cápsulas fueron saliendo de sus nichos y abriendo sus cubiertas.