Relato 39 - AROMA A LIBERTAD

Nada perdura eternamente y a todo acontecimiento sobreviene irremediablemente su final, y así era como su vida como convicto estaba llegando a sus últimos momentos. Aquel hecho tantas veces imaginado, era ya una realidad y se manifestaba en un estado de excitación mental y física que le provocaba un desasosiego difícil de explicar, más cercano al escepticismo que a la euforia que cabría esperar del capítulo final de su cautiverio.

 

Aquellos 30 años de condena habían concluido, dejando en su mente una percepción del paso del tiempo, que poco tenía que ver con la que tienen las personas que viven su vida en libertad. Para él, el devenir de los días había sido una condena que cumplir en vez de una vida que vivir, y eso era algo que transformaba a una persona para siempre. Cada segundo pasado en la cárcel había sido un segundo de vida perdido que moría en el vacio de una absurda existencia que a nadie importaba. El ser consciente de esta realidad, habría torturado el alma de cualquier persona sensible con una crueldad inimaginable desde cualquier punto de vista, pero el tiempo y la falta de estímulos afectivos dentro de la cárcel habían vuelto su espíritu indiferente a cualquier intento de autocompasión.

 

No obstante, en aquellos momentos en que podía notar la proximidad de la libertad, tal y como la cercanía del mar es percibida por la mente a través del aroma a salitre que flota en el aire, su espíritu parecía despertar de un largo sueño. A su vez, los recuerdos y sentimientos emergían a su consciencia superando la pragmática pared de indiferencia tras la cual habían permanecido ocultos. Se podría decir que su mente se encontraba en una suerte de atemporal actividad, en la que el presente y el pasado se encontraban en igualdad de condiciones, sin ningún atisbo de rencor o desdén. Así, en sus pensamientos, podía ver al joven que fue, sentado en el banquillo de los acusados escuchando el veredicto de culpabilidad. Todavía podía evocar la extraña sensación de irrealidad que sintió en aquellos momentos. Como si aquello no fuera con él, escuchó aquellas palabras vaciándolas de contenido, como si la palabra culpable solo fuera un sonido carente de significado alguno. No obstante, Cada momento pasado en prisión se encargó de enseñarle el significado de aquella palabra que no entendía de matices ni de excusas, culpable. Que lo fuera o no, poco importaba, lo relevante fueron las consecuencias derivadas de aquel veredicto. A partir de ese momento, su vida y su condena se tornaron en una misma realidad indivisible y la cárcel se convirtió en su nuevo hogar, así de simple. Solo era un individuo anónimo que la sociedad apartaba de su seno y lo desterraba de su memoria, para purgar los pecados que esta juzgaba.

 

A pesar de saberse abandonado y despreciado por esa madre rencorosa y vengativa, que para él había sido la sociedad, no abrigó en su interior sentimientos de odio ni rencor contra esta. Desde los primeros momentos su espíritu intuyó que el proceder de aquella manera, hubiera supuesto una condena y un sufrimiento añadido que sin duda lo hubiera sumido en la desesperación más absoluta. Por el contrario, decidió dejarse mecer por el cadencioso paso del tiempo y que sus sentidos quedasen aletargados, a la manera en que un narcótico adormece la respuesta del sistema nervioso a los estímulos exteriores. Este engaño auto impuesto a su consciencia fue efectivo y pudo ahorrarle innumerables momentos de angustia existencial, la inevitable compañera de viaje de toda vida vacía de sentido.

 

Debido a la contradictoria naturaleza de la cárcel, inexpugnable para el preso pero permeable a los sin sabores de la vida que sigue latiendo tras los barrotes, la desgracia vino a visitarle en sendas ocasiones, arrebatándole los escasos vínculos afectivos que mantenía con el exterior. Así fue como la desdicha asumió el rol de la muerte para recordarle que los sufrimientos que se padecen siempre pueden ir a peor .En efecto, el fallecimiento de su padre primero y el de su madre un año más tarde, lo golpearon en lo más profundo y oscuro de su ser. Era como si todas las calamidades y padecimientos posibles hubieran hecho una alianza contra su maltrecha y exigua esperanza, que ante semejante maltrato recibido decidió ocultarse temerosa tras una máscara de indiferencia y desdén hacia todo lo que venía del exterior. Esta nueva actitud hacia la vida tuvo sus consecuencias y la más devastadora de todas fue su aislamiento del resto de reclusos, que lo evitaban, ya que era un triste recordatorio de sus propias desgracias. Por lo tanto, volvía a ser un desterrado de la sociedad, pero esta vez de una sociedad compuesta por los individuos que constituían el detritus social. Era un paria entre los parias. No cabía estar más solo en este universo.

 

Los años pasaron en esta soledad y aislamiento, que además de dejar sus cicatrices en el alma, se cebaron con su otrora juvenil apariencia. Las arrugas cubrieron su rostro, dotando a este de un rictus de amargura que no era solo achacable al paso del tiempo. Era como si su aspecto exterior estuviera en sintonía con su actitud ante la vida y esta a su vez le correspondiera mostrándole su peor cara. Si el brillo en la mirada de una persona es el reflejo de su vitalidad y de su apego a la vida, del apagado fulgor de sus ojos solo podía leerse un relato de soledad y de tristeza.

 

Pero hasta de las situaciones más terribles es posible sacar alguna enseñanza positiva para la vida y en su caso fue la de redescubrir y fortalecer su libertad interior, que se alimentaba de una imaginación desbordante y de una insaciable hambre de conocimientos. No pasaba un día sin que leyera toda clase de libros o escribiera a su vez acerca de cualquier tema que le permitiera burlar cualquier intento de racionalizar aquel penoso espectáculo en que habían convertido su vida. Cuando su mente se encontraba en estado de gracia, las ideas y conceptos que bullían en su interior eran rápidamente transcritos al papel, que acogía a estos con la calidez con la que una madre acoge a unos hijos que se prodigan poco por el hogar materno. Así fue, como descubrió que mientras su cuerpo permanecía preso en la cárcel, su imaginación y sus ideas volaban sin límites por el cielo de su libertad interior, sin que nadie ni nada pudieran impedírselo. Aquella simple idea lo vigorizaba y lo fortalecía, pero a su vez lo aislaba más del mundo exterior, que para él se reducía a la cárcel y a sus tristes habitantes.

 

No cabía duda de que la estancia en la cárcel le había privado de una vida, que en libertad se solía definir con términos como una vida plena o una vida rica en experiencias. No obstante, era igualmente innegable que su vida interior se vio enriquecida por su necesidad de burlar una realidad huérfana de experiencias y afectos. Pero todo esto ya no eran sino hechos consumados, que a pocas horas de su puesta en libertad carecían de toda importancia.

 

Sumido en la profundidad de estos recuerdos que habían resucitado inesperadamente en su ajetreada mente, parecía que su espíritu comenzaba a desprenderse de esa pátina de docilidad y conformismo que lo habían acompañado durante aquellos 30 años de condena que llegaban a su fin. A medida que se acercaba el momento en que su cuerpo sería liberado del confinamiento físico de sus últimos años, ya que su mente ya se había liberado por si misma hacía mucho tiempo, comenzó a albergar dudas sobre el a priori feliz acontecimiento.

 

Con la claridad de ideas que sobreviene sólo en los momentos críticos de la vida, como si la mente asumiera lo vital de su intervención en la futura suerte de su anfitrión, fue consciente de la amenaza de la nueva realidad que se le venía encima. Tras pasar la mayor parte de su vida en la cárcel y de haber perdido todos los lazos afectivos con el exterior, el mundo, al que sólo separaba un estrecho muro, se percibía en su mente tan lejano como la más distante de las galaxias. Además del desapego vital que sentía, no cabía la menor duda de que no disponía de la infraestructura familiar, social y económica que le permitiría vivir su vida con una verdadera libertad. La brutal verdad que escondía esta reflexión sacudió sus miedos, que parecían haber resucitado de ese largo sueño en el que habían permanecido. La cercana libertad que se avecinaba, se asemejaba cada vez más a una nueva condena a la que se enfrentaría en la misma soledad con la que vivió en la cárcel.

 

Estas amenazantes reflexiones provocaron que sus pensamientos se afanaran en buscar un culpable sobre el que arrojar toda la ira interior que lo estaba consumiendo por momentos. No le costó mucho esfuerzo descubrir a la causante de todos sus padecimientos pasados y futuros. Esta no podía ser otra que la sociedad que lo había visto nacer en la pobreza más absoluta y no había hecho nada para dotarle de unos mínimos que le hubieran permitido llevar una vida de dignidad y de respeto hacia sí mismo.

 

Lo cierto es que la sociedad lo había tratado desde prácticamente su nacimiento como si la culpabilidad fuera una característica personal que definiera inevitablemente su identidad, al igual que las características físicas o psicológicas definen a cualquier persona. Sin duda, llevando la pesada carga de la culpa sobre sus espaldas, su destino prácticamente estaba decido desde el comienzo de su vida.

 

Los reproches hacia la sociedad, que lo había anulado como persona una y otra vez, iban en aumento y la actitud de dócil indiferencia hacia su propio sufrimiento que había mantenido durante sus largos años de condena se esfumaron de súbito. Cómo era posible que aquella misma sociedad que lo había desterrado de su ser, que lo había privado del contacto con sus seres queridos, que le había negado una vida digna, ahora le quisiera hacer creer que tras cumplir su condena le permitiría retornar a la calidez de su seno. Pero aquello ya no era posible para él, que sólo era un ser vaciado de todo contenido vital por los avatares de una vida de aislamiento que lo habían alejado de toda esperanza de llevar una existencia digna y en libertad.

 

Nunca había sido tan consciente, como lo era en esos momentos, de lo vacio de su existencia y lo absurdo de su vida, que parecía tornarse nuevamente en una condena a cumplir.

 

Los años de cautiverio en la cárcel habían sido una dura prueba que superó gracias al fortalecimiento de su libertad interior que le permitió evadirse de una realidad que no deseaba ver. Pero la vida que le esperaba en el exterior sería un recordatorio constante de todo lo que pudo haber sido, de todo lo que pudo tener, de la familia que pudo formar, en definitiva de la vida que pudo ser y que nunca fue ni sería. Aquella expectativa vital lo sumió en un estado de desesperación, que no experimentó ni en los momentos de mayor dolor existencial al comienzo de su nueva vida en la cárcel.

 

Aquellos instantes de doliente lucidez intelectual se encargaron de dejarle claro que una vida en libertad, en sí misma, carecía de todo sentido para una persona como él, desposeída de una senda vital por donde seguir caminando hasta el final de sus días.

 

Nunca a lo largo de su vida albergó una convicción mayor que la que tenía en esos momentos. No permitiría que la sociedad volviera a condenarlo a un futuro de sufrimiento y vacío existencial. A partir de entonces, él sería el dueño de su destino y sólo él decidiría el camino que quería seguir.

 

Con la seguridad que da el saberse el señor de su sino, avanzó con paso decidido a las escaleras interiores de la cárcel y que daban acceso al patio, situado 4 pisos por debajo. Elevó su pierna por encima de la barandilla de seguridad y con una energía hacía tiempo desconocida en su interior, hizo lo propio con el resto de su cuerpo. Solo un paso lo separaba del vacío, giró la cabeza para ver por última vez el interior de la cárcel que fue su hogar durante los últimos 30 años. Súbitamente, una sonrisa se dibujo en su rostro. Ya no tenía nada que temer, la libertad le estaba esperando con los brazos abiertos.

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