Relato 37 - Cuando el abismo te devuelve la mirada
La recuperación fue de improviso, nadie la esperaba ya a estas alturas.
Ernst Geinger llevaba veinte días boca arriba en cama sin moverse. Atrás habían quedado sus tiempos como orgulloso oficial de marina del Rey, de sus heroicas luchas contra los salvajes del Mar del Sur, de su estoico aguante contra el naufragio y muerte de sus compañeros, de su salvación milagrosa de la última guerra, cuando vino en camilla sobre sus propias tripas. Sus huesudas manos, salpicadas de venas azules como diminutas serpientes, reposaban sobre su comatoso cuerpo, y su rostro, aguileña forma de hundidas cuencas, respiraba con dificultad, con ascensiones trabajosas del que se sabe, se siente, casi muerto. Su piel blanca, blanquísima, casi translúcida, estaba cubierta de sudor frío. Su cuerpo era casi un cuerpo de depósito, aunque el exterior de la casa, en treinta grados de un incipiente verano, indicaba lo contrario. Cualquiera que lo viera se llevaría la sensación de estar ante un ser humano amortajado. Su cabeza, rociada de jirones de pelo de un prematuro color níveo, parecían ser algas esparcidas en una oscura roca, y su capucha, que perennemente le cubría la cabeza, quería ser por su hermana un gesto de amoroso recogimiento, aunque sólo consiguió aumentar la repugnancia que provocaba a sus semejantes. Tenía la mitad izquierda de sus facciones en carne viva, con el ojo de esa parte casi gelatinoso. A nadie pilló por sorpresa que dejara de recibir visitas. Sólo su hermana, mayor que él y único familiar que le quedaba vivo, montaba guardia como soldado fiel a su general, en una guerra más mental que física.
Por eso, cuando despertó y empezó a dar gritos, casi mata del susto a su pobre hermana. Ella, mujer poco agraciada, regado su rostro de viruela, llegó casi exhausta, temerosa, y encontró a su hermano encapuchado y casi desnudo tirado sobre la cama, arrancándose los pelos y parte de las vendas, gritando sin parar. «¡Fuego, fuego, me quemo!», vociferaba casi al borde del llanto. Solo dos inyecciones lograron calmarlo, mientras médico y hermana sujetaban con fuerza al recién llegado de la tumba.
Extraños días siguieron al despertar inesperado. Todas las horas del día se las pasaba sentado en su silla de ruedas, con la capucha puesta, mirando con los dos ojos deformes las llamas que crepitaban en el hogar. Fuera, en el jardín, el tiempo era maravilloso, soleado, cuarenta grados a lo mínimo. Los niños jugaban sobre el húmedo césped, sintiendo en sus pies descalzos pasar la tarde, el tiempo, la vida. Ernst Geinger por el contrario, y con él su hermana, se asaba en el interior de la sofocante casa, haciéndole caer gruesos regueros de sudor por el cuello, por los violáceos labios, por su pecho. No parecía sentir el picor que, sin duda, debía producirle en las heridas abiertas, en las quemaduras blandas y tiernas.
Todo lo veía su hermana desde un rincón mientras cocinaba, mientras cosía, mientras disimulaba y hacía como que limpiaba el polvo, que cosía, que existía. Le contaba lo maravilloso del día, lo animaba a salir, le leía cuentos de aventuras, de desgracias y amores, de marineros maravillosos que se habían enrolado, como una vez había hecho él, en mares desconocidos, en lugares ignotos. Pero nada le inmutaba: no sonreía, no pestañeaba siquiera. Solo movía los labios para sorber caldos, su único alimento, o para volver a susurrar «fuego, fuego…»
Los rumores en el pueblo se hicieron cada vez más fuertes, conforme avanzaba el verano y él no mostraba signos de mejoría mental o física. Había quien hablaba de que se había vuelto loco, o de que se había quedado inútil. Otros, los más, incluso le echaban la culpa de la desaparición del gato de los Thommerson, cuando no de que el verano fuera más caluroso de lo normal o de que había subido el precio del pan. Si le importaba, si le habían llegado los rumores o parte de ellos, nadie lo sabía, ni su hermana, pues no se movió en todo el verano. Ella, por lo demás, procuraba también ocultárselo.
A la llegada del inestable septiembre, con un viento cada vez más frío y un incesante devenir de días grises y brumosos, su estado empeoró. No solo cada vez estaba más delgado o extraño (con deformes manchas y arrugas que empezaron a adornarle pecho y costado) sino que entraba en continuos ataques. Entonces volvía a gritar más que hablar, se arrancaba las ensangrentadas vendas, se tiraba de cabeza al fuego del hogar y tenía su hermana, horrorizada y por suerte siempre cerca, que levantarlo del suelo, ponerle un calmante y llevarlo a su cuarto. Y era en esos momentos que toda la casa olía a un olor desagradable a carne quemada y en putrefacción, como si algún animal hubiese hecho sus necesidades en mitad de la sala, o del cuarto de baño, o de la cocina, o de toda la casa entera.
Y así, entre gritos y patadas, junto con momentos de falsa paz, llegó enero, y con él la nieve y la incomunicación… y los terrores nocturnos, las blasfemias dadas desde casi el fondo de la tumba de su hermano, de sus violentos ademanes contra los cristales de la casa, de sus intentos de hacerse daño a sí mismo.
Todo lo sufría su hermana en silencio desde su cuarto, de rodillas, rezando a los dioses del Norte, sin saber si Kantor le haría caso, si pondría su poderoso escudo entre su hermano y ella, pues temía por su propia vida casi tanto como por la de Ernst. Todas las noches terminaba agarrada a la almohada, con sus mejillas cubiertas de lágrimas, adormecida por el viento que chocaba contra los cristales y por el ruido del fuego de la chimenea, eternamente encendido.
Fue una de esas noches cuando se despertó como tantas otras veces: de golpe, casi sin somnolencia. Aunque esta vez no fue ningún grito o imprecación de su hermano la que la arrancó de los brazos del sueño: fue una mano, una mano que le tapaba la boca. Era una mano de manicura perfecta, de cristal, cruzada por docenas de pequeñas y gruesas venillas; era la mano de su hermano. Por primera vez vio vida en sus ojos, aunque no sabía qué clase de vida era la que le había dado la fuerza de levantarse y hacer presión contra su rostro. Sonreía mostrando los dientes que todavía no se le habían desprendido, y tenía en su expresión un algo que la hizo estremecerse. Incluso parecía que el quemado de su rostro era más grande, más imponente. No se había dado cuenta hasta ahora, con la luz de la vela dándole en el rostro, pero su hermano parecía mismamente un muerto que la estuviera visitando desde el más allá.
–Mi señor me lo manda, mi señor me lo manda, ¿lo entiendes, verdad? ¿Verdad? Es tú o yo, tú o yo. No has visto el fuego, no has visto la carne quemándose, no has visto el dolor, los gritos, no has visto el abismo –tenía los ojos con la pupila de color amarillo, con la esclerótica de color rojizo. Comenzaba a sangrar por ahí–. ¡Eras tú por mí, ese era el pacto! ¡Ese era el pacto! –volvió a gritar.
Su hermana, que no entendía nada, intentaba desembarazarse de él, pero no podía. Ella, que lo había levantado en brazos sin esfuerzo en sus ataques, como si fuera un niño de teta, ahora no podía siquiera moverse, paralizada por su sobre humana fuerza… y por su miedo.
Fue entonces, en esos momentos que fueron segundos, cuando lo vio.
Un cuchillo.
Una hoja brillante y pura, límpida, que reflejaba indistintamente, como fuegos artificiales, todas las luces del entorno, de la vela, de la luna, de los ojos suyos y de su hermano. Brillaba como medallón hipnótico que marca principios y fines, que danza en las manos de una mano experta. Blandiéndolo, rápido y sin parar, su hermano lo lanzó contra ella con toda la fuerza de la que fue capaz de reunir. Y fue mucha.
El cuchillo penetró sin oposición atravesando carne y hueso. Si hubiera habido algún oyente habría escuchado el equivalente a la penetración de una navaja en un cojín, con la tela desgarrándose y su interior desparramándose como copos de material inorgánico. Debido a la mano, ningún grito de dolor escapó de los labios ya muertos de su pobre víctima. Más de una docena de locas puñaladas terminaron por desfigurar su cuerpo, su rostro, con multitud de cortes en zigzag sobre muslos, brazos y sexo. La cama y las mantas, de un color azul claro, eran ahora dos orlas granas de locura, una capa roja que cubría el suelo de la habitación de madera, una madera que se había ya anegado, imposibilitada ésta de absorber tanta gotera como caía del horroroso techo de carne humana.
Ernst Geinger gritó jubiloso, feliz de su acto, e inició una sardónica risa que parecía haber sido ensayada mil veces en su mente. Miró el cuerpo de su hermana muerta y se abalanzó sobre ella, violándola varias veces de forma salvaje. Si alguien se hubiese asomado por la ventana en esos momentos lo habría visto con la piel de su hermana sobre su rostro y cuerpo, danzando entre las llamas, con sombras extrañas que bailaban, como invitados, con él. Incluso ese hipotético observador podría haber jurado ante un tribunal inquisidor que no estaba solo…
Por eso, después de una semana sin noticias de los hermanos, parte por la anegación de la nieve, parte por el recelo que ambos provocaban entre los lugareños, a nadie extrañó que la casa ardiera hasta los cimientos sin que se percataran los vecinos. Ardió durante casi veinte horas, sin oposición, echando contra las nubes plateadas columnas de un humo denso y espeso, casi perturbador.
Muchos le echaron la culpa a las viejas tuberías de estaño que portaban el gas, viejas reminiscencias de los tiempos de los colonos. Otros a la inconsciencia de la hermana que, decían, había dejado suelto a un hombre que, por su incapacidad, era un peligro.
Otros, como los bomberos que acudieron prestos a apagar los restos del fuego, no lo tenían tan claro. No lo tenían tan claro porque no encontraron ningún cuerpo ni foco.
Y porque, desde una esquina, el esqueleto del gato de los Thommerson, con su calavera de formas que parecían sonrientes, parecía indicar lo contrario.CUANDO EL ABISMO TE DEVUELVE LA MIRADA
Ernst Geinger llevaba veinte días boca arriba en cama sin moverse. Atrás habían quedado sus tiempos como orgulloso oficial de marina del Rey, de sus heroicas luchas contra los salvajes del Mar del Sur, de su estoico aguante contra el naufragio y muerte de sus compañeros, de su salvación milagrosa de la última guerra, cuando vino en camilla sobre sus propias tripas. Sus huesudas manos, salpicadas de venas azules como diminutas serpientes, reposaban sobre su comatoso cuerpo, y su rostro, aguileña forma de hundidas cuencas, respiraba con dificultad, con ascensiones trabajosas del que se sabe, se siente, casi muerto. Su piel blanca, blanquísima, casi translúcida, estaba cubierta de sudor frío. Su cuerpo era casi un cuerpo de depósito, aunque el exterior de la casa, en treinta grados de un incipiente verano, indicaba lo contrario. Cualquiera que lo viera se llevaría la sensación de estar ante un ser humano amortajado. Su cabeza, rociada de jirones de pelo de un prematuro color níveo, parecían ser algas esparcidas en una oscura roca, y su capucha, que perennemente le cubría la cabeza, quería ser por su hermana un gesto de amoroso recogimiento, aunque sólo consiguió aumentar la repugnancia que provocaba a sus semejantes. Tenía la mitad izquierda de sus facciones en carne viva, con el ojo de esa parte casi gelatinoso. A nadie pilló por sorpresa que dejara de recibir visitas. Sólo su hermana, mayor que él y único familiar que le quedaba vivo, montaba guardia como soldado fiel a su general, en una guerra más mental que física.
Por eso, cuando despertó y empezó a dar gritos, casi mata del susto a su pobre hermana. Ella, mujer poco agraciada, regado su rostro de viruela, llegó casi exhausta, temerosa, y encontró a su hermano encapuchado y casi desnudo tirado sobre la cama, arrancándose los pelos y parte de las vendas, gritando sin parar. «¡Fuego, fuego, me quemo!», vociferaba casi al borde del llanto. Solo dos inyecciones lograron calmarlo, mientras médico y hermana sujetaban con fuerza al recién llegado de la tumba.
Extraños días siguieron al despertar inesperado. Todas las horas del día se las pasaba sentado en su silla de ruedas, con la capucha puesta, mirando con los dos ojos deformes las llamas que crepitaban en el hogar. Fuera, en el jardín, el tiempo era maravilloso, soleado, cuarenta grados a lo mínimo. Los niños jugaban sobre el húmedo césped, sintiendo en sus pies descalzos pasar la tarde, el tiempo, la vida. Ernst Geinger por el contrario, y con él su hermana, se asaba en el interior de la sofocante casa, haciéndole caer gruesos regueros de sudor por el cuello, por los violáceos labios, por su pecho. No parecía sentir el picor que, sin duda, debía producirle en las heridas abiertas, en las quemaduras blandas y tiernas.
Todo lo veía su hermana desde un rincón mientras cocinaba, mientras cosía, mientras disimulaba y hacía como que limpiaba el polvo, que cosía, que existía. Le contaba lo maravilloso del día, lo animaba a salir, le leía cuentos de aventuras, de desgracias y amores, de marineros maravillosos que se habían enrolado, como una vez había hecho él, en mares desconocidos, en lugares ignotos. Pero nada le inmutaba: no sonreía, no pestañeaba siquiera. Solo movía los labios para sorber caldos, su único alimento, o para volver a susurrar «fuego, fuego…»
Los rumores en el pueblo se hicieron cada vez más fuertes, conforme avanzaba el verano y él no mostraba signos de mejoría mental o física. Había quien hablaba de que se había vuelto loco, o de que se había quedado inútil. Otros, los más, incluso le echaban la culpa de la desaparición del gato de los Thommerson, cuando no de que el verano fuera más caluroso de lo normal o de que había subido el precio del pan. Si le importaba, si le habían llegado los rumores o parte de ellos, nadie lo sabía, ni su hermana, pues no se movió en todo el verano. Ella, por lo demás, procuraba también ocultárselo.
A la llegada del inestable septiembre, con un viento cada vez más frío y un incesante devenir de días grises y brumosos, su estado empeoró. No solo cada vez estaba más delgado o extraño (con deformes manchas y arrugas que empezaron a adornarle pecho y costado) sino que entraba en continuos ataques. Entonces volvía a gritar más que hablar, se arrancaba las ensangrentadas vendas, se tiraba de cabeza al fuego del hogar y tenía su hermana, horrorizada y por suerte siempre cerca, que levantarlo del suelo, ponerle un calmante y llevarlo a su cuarto. Y era en esos momentos que toda la casa olía a un olor desagradable a carne quemada y en putrefacción, como si algún animal hubiese hecho sus necesidades en mitad de la sala, o del cuarto de baño, o de la cocina, o de toda la casa entera.
Y así, entre gritos y patadas, junto con momentos de falsa paz, llegó enero, y con él la nieve y la incomunicación… y los terrores nocturnos, las blasfemias dadas desde casi el fondo de la tumba de su hermano, de sus violentos ademanes contra los cristales de la casa, de sus intentos de hacerse daño a sí mismo.
Todo lo sufría su hermana en silencio desde su cuarto, de rodillas, rezando a los dioses del Norte, sin saber si Kantor le haría caso, si pondría su poderoso escudo entre su hermano y ella, pues temía por su propia vida casi tanto como por la de Ernst. Todas las noches terminaba agarrada a la almohada, con sus mejillas cubiertas de lágrimas, adormecida por el viento que chocaba contra los cristales y por el ruido del fuego de la chimenea, eternamente encendido.
Fue una de esas noches cuando se despertó como tantas otras veces: de golpe, casi sin somnolencia. Aunque esta vez no fue ningún grito o imprecación de su hermano la que la arrancó de los brazos del sueño: fue una mano, una mano que le tapaba la boca. Era una mano de manicura perfecta, de cristal, cruzada por docenas de pequeñas y gruesas venillas; era la mano de su hermano. Por primera vez vio vida en sus ojos, aunque no sabía qué clase de vida era la que le había dado la fuerza de levantarse y hacer presión contra su rostro. Sonreía mostrando los dientes que todavía no se le habían desprendido, y tenía en su expresión un algo que la hizo estremecerse. Incluso parecía que el quemado de su rostro era más grande, más imponente. No se había dado cuenta hasta ahora, con la luz de la vela dándole en el rostro, pero su hermano parecía mismamente un muerto que la estuviera visitando desde el más allá.
–Mi señor me lo manda, mi señor me lo manda, ¿lo entiendes, verdad? ¿Verdad? Es tú o yo, tú o yo. No has visto el fuego, no has visto la carne quemándose, no has visto el dolor, los gritos, no has visto el abismo –tenía los ojos con la pupila de color amarillo, con la esclerótica de color rojizo. Comenzaba a sangrar por ahí–. ¡Eras tú por mí, ese era el pacto! ¡Ese era el pacto! –volvió a gritar.
Su hermana, que no entendía nada, intentaba desembarazarse de él, pero no podía. Ella, que lo había levantado en brazos sin esfuerzo en sus ataques, como si fuera un niño de teta, ahora no podía siquiera moverse, paralizada por su sobre humana fuerza… y por su miedo.
Fue entonces, en esos momentos que fueron segundos, cuando lo vio.
Un cuchillo.
Una hoja brillante y pura, límpida, que reflejaba indistintamente, como fuegos artificiales, todas las luces del entorno, de la vela, de la luna, de los ojos suyos y de su hermano. Brillaba como medallón hipnótico que marca principios y fines, que danza en las manos de una mano experta. Blandiéndolo, rápido y sin parar, su hermano lo lanzó contra ella con toda la fuerza de la que fue capaz de reunir. Y fue mucha.
El cuchillo penetró sin oposición atravesando carne y hueso. Si hubiera habido algún oyente habría escuchado el equivalente a la penetración de una navaja en un cojín, con la tela desgarrándose y su interior desparramándose como copos de material inorgánico. Debido a la mano, ningún grito de dolor escapó de los labios ya muertos de su pobre víctima. Más de una docena de locas puñaladas terminaron por desfigurar su cuerpo, su rostro, con multitud de cortes en zigzag sobre muslos, brazos y sexo. La cama y las mantas, de un color azul claro, eran ahora dos orlas granas de locura, una capa roja que cubría el suelo de la habitación de madera, una madera que se había ya anegado, imposibilitada ésta de absorber tanta gotera como caía del horroroso techo de carne humana.
Ernst Geinger gritó jubiloso, feliz de su acto, e inició una sardónica risa que parecía haber sido ensayada mil veces en su mente. Miró el cuerpo de su hermana muerta y se abalanzó sobre ella, violándola varias veces de forma salvaje. Si alguien se hubiese asomado por la ventana en esos momentos lo habría visto con la piel de su hermana sobre su rostro y cuerpo, danzando entre las llamas, con sombras extrañas que bailaban, como invitados, con él. Incluso ese hipotético observador podría haber jurado ante un tribunal inquisidor que no estaba solo…
Por eso, después de una semana sin noticias de los hermanos, parte por la anegación de la nieve, parte por el recelo que ambos provocaban entre los lugareños, a nadie extrañó que la casa ardiera hasta los cimientos sin que se percataran los vecinos. Ardió durante casi veinte horas, sin oposición, echando contra las nubes plateadas columnas de un humo denso y espeso, casi perturbador.
Muchos le echaron la culpa a las viejas tuberías de estaño que portaban el gas, viejas reminiscencias de los tiempos de los colonos. Otros a la inconsciencia de la hermana que, decían, había dejado suelto a un hombre que, por su incapacidad, era un peligro.
Otros, como los bomberos que acudieron prestos a apagar los restos del fuego, no lo tenían tan claro. No lo tenían tan claro porque no encontraron ningún cuerpo ni foco.
Y porque, desde una esquina, el esqueleto del gato de los Thommerson, con su calavera de formas que parecían sonrientes, parecía indicar lo contrario.CUANDO EL ABISMO TE DEVUELVE LA MIRADA