Relato 34 - SIN PALABRAS

-¿Qué te pasa, nena?

 

-Nada, nada.

 

 

-¿Qué? ¿Pensás irte así, sola? Dejá que te acompaño.

 

-En serio, no me pasa nada. Una molestia nomás. Me tomo el bondi y me deja en la esquina de casa. Posta.

 

 

-¿En bondi te vas a ir? ¿Así como estás?

 

-En serio. Estoy bien. Si el bondi se tarda me tomo un OVNI y listo. En serio.

 

Ángela logró extraerle una sonrisa a Mariela y así disipar la preocupación de su rostro, aunque más no sea por una milésima de segundo. Habían estado hablando de vida extraterrestre en el pasillo de la facultad de astronomía, minutos antes del examen de Álgebra 2. Del puto examen de álgebra.

 

 

-No es chiste, Angie. En serio te digo. No te veo bien.

 

-Te digo que estoy bien. El colectivo me deja al toque de casa.

 

-Cualquier cosa llamame.

 

 

-Dale.

 

 

-En serio, mirá...

 

 

-Te lo juro, Mari. Cualquier cosa te llamo.

 

 

Ángela se tomó el colectivo, ahí mismo, en la puerta de la facultad. Sentía algo así como un malestar que se le había encarnado en alguna parte del corazón. Del corazón no, del alma. Un malestar encarnado en el alma. Un malestar irracional, se entiende, porque es sabido que el alma no tiene ni carne ni músculo. Es sabido, incluso, que el alma ni siquiera existe. ¿Pero es acaso necesario que algo exista para sentirlo? ¿Por qué no podría uno sentir algo encarnado en un alma que no existe? Para peor, era un malestar. ¿Puede encarnarse un malestar? Hay veces en que es inútil razonar, en que lo mejor es dejarse llevar por lo que uno siente y ya.

 

-¿Te pasa algo, nena?

 

-¿Eh? No, nada.

 

 

-¿Seguro?

 

-Una molestia

 

nomás. Como un malestar que se me encarna en el alma.

 

El chofer abrió los ojos con incredulidad.

 

-Tengo aspirina, ¿querés?

 

-No, gracias.

 

Ángela pasó la SUBE y se sentó en uno de los asientos del fondo. El malestar la seguía. Era Álgebra 2, seguro. El puto examen de Álgebra. La puta profesora. Con perdón de las putas. La puta vieja del mechón encanecido brotando de su cabellera negra, la vieja de lentes cuadrados como ventanas. Ángela acababa de rendir el examen y ya se sabía reprobada. Por tercera vez.

 

-¿El hospital San Martín es en la próxima?

 

-¿Qué?

 

-El hospital.

 

Se quedó mirando a la doña, con ojos confundidos. Notó la camisa de seda bordada y la cartera con broche de madera sostenida por unas manos temblorosas y arrugadas. El hospital debía ser una referencia para bajarse, porque ya no era horario de visitas. Parecía ser noche de salida para la anciana mujer. Ángela, aturdida, no hizo a tiempo a responder. Se le adelantó el joven que iba de parado un asiento más atrás:

 

-Es acá, señora. Toque el timbre o se va a pasar.

 

Un malestar encarnado en el alma. Habían sido dos angustiosas semanas de reclusión autoimpuesta. Se había confinado entre densos libracos y fórmulas esotéricas, intentando destrabar sin suerte el oscuro hermetismo de aquellas confusas matemáticas. Dos semanas. Examen del orto. Dos semanas de ardua pero inocua preparación.

 

 

-¿Estás bien?

 

El joven.

 

 

-Estás como pálida. ¿Te sentís bien?

 

-Un malestar –dijo ella, y se puso de pie, lista para bajar.

 

Faltaban diez cuadras para su parada. Pero no tenía intenciones de ser la pregunta en la boca de los otros pasajeros.

 

 

-¿Seguro?

 

-Un malestar –insistió.

 

Un malestar encarnado en el alma. Por un puto examen de Álgebra. Por una puta profesora de lentes cuadrados como ventanas.

 

Bajó donde la dejó el colectivero. Caminó las cuadras que quedaban hasta su departamento sin pensar. La luna menguaba sobre su cabeza, colando su luz a través de los cables y los edificios.

 

Sintió vibrar el celular. Era Mariela.

 

-¿Ya estás en el depto?

 

-Entrando.

 

Mentira.

 

-¿Todo bien?

 

-Te dije que si me sentía mal te llamaba.

 

 

-Pero no me llamaste.

 

 

-Porque no me siento mal, boluda.

 

 

-Me quedé preocupada. Se te veía mal.

 

 

-Estoy bien. Me tomé un OVNI al final.

 

 

-Sí, te lo mandó tu hermano seguro.

 

 

-Mi hermano no cree en OVNIS, apenas si le da para aceptar la existencia de vida inteligente en un vuelo de Aerolíneas Argentinas.

 

 

Risas del otro lado. El hermano de Ángela era un astrónomo de carrera. Se llevaban quince años. Él la había introducido en los arcanos de la astrología de niña, para arrastrarla luego por el camino recto de las ciencias astronómicas. Él la había introducido luego en las mágicas teorías alienígenas, para arrastrarla más tarde por el sobrio sendero de la exobiología. De él había aprendido el amor por los astros y la noche. Pero no llegó a contagiarle su recelo por lo mitológico y lo fantástico. Eso sí, le hubiese encantado heredar algo de su facilidad para las matemáticas.

 

-¿Seguro? –insistió Mariela.

 

-Estoy bien, te digo.

 

 

-¿No querés que me pegue una vuelta?

 

 

-Te estoy diciendo que estoy bien, tarada. ¿Qué parte no entendés?

 

-Angie… Te conozco.

 

 

-Estoy bien. Estoy bien.

 

 

-Mirá, si querés yo…

 

Ángela la cortó ahí. Mariela la conocía demasiado. Por eso no confiaba en ella. Podía jurarle y perjurarle que nunca se había sentido mejor, pero sus manos delgadas ya habían empezado a temblequearle.

 

 

La presión y el agotamiento podían descompensar su delicado organismo. No era nuevo. Era el modo que había encontrado su cuerpo para protestar por el maltrato al que lo sometía de tanto en tanto. Sobre todo, antes de algún evento traumático, como un examen de Álgebra. Eran cuatro los síntomas que sobrevenían entonces. Manos temblorosas, llanto desconsolado, ataque de pánico, pérdida de conocimiento. En ese orden. En ocasiones se salteaba el llanto desconsolado. O la pérdida de conocimiento. Pero una vez que el temblor llegaba, el pánico estaba garantizado.

 

 

El celular volvió a sonar. Lo atendió sin pensar, peleando con dedos trémulos.

 

 

-Me cortaste forra.

 

-Te dije que estoy bien.

 

Ya estoy entrando.

 

 

-¿Ves que sos una mentirosa? Me dijiste lo mismo hace cinco minutos. ¿Hace cuánto que estás entrando?

 

Cortó ahí nomás. Bajó del ascensor y abrió la puerta del depto. Descargó su bolso colmado de apuntes sobre una de las sillas y caminó hasta el cortinado de flores anaranjadas que se abría hacia el balcón. Con manos frías y temblorosas descorrió una de las hojas del ventanal y asomó la nariz, lo justo como para recibir la caricia de la noche y el tenue resplandor de la luna.

 

Luna menguante en Libra, pensó.

 

Hizo un esfuerzo por recordar las implicancias astrológicas de aquella conjunción, pero el pensamiento científico había ido mellado hasta el olvido algunas de sus viejas certezas de la infancia.

 

Una repentina pesadez le asaltó el cráneo. Fue como si algo o alguien acabara de arrojarse sobre su mente y comenzara a navegar en sus pensamientos, hurgando en su materia gris con dedos torpes y descuidados.

 

Se volvió hacia adentro un tanto aturdida, dejando la ventana abierta y las flores anaranjadas descorridas. Se echó sobre una de las sillas, la cabeza entre las manos, presionando con sus yemas en la sien. La pesadez mental no la abandonaba.

 

Ahí va, ahora me desmayo, pensó.

 

Pero en lugar de perder el conocimiento, en lugar de caer redonda como un planeta sobre el suelo, en lugar de eso tan obvio y tan predecible, un pensamiento extraño, sí, un pensamiento, pareció colarse en su mente:

 

-Hola.

 

Era un saludo. Y sin embargo el cuarto seguía en el más absoluto silencio. Un saludo inarticulado, pronunciado por nadie. Un saludo mudo e invisible, que no había encarnado en forma de palabras ni de partículas de aire presionando contra sus oídos.

 

-Hola, ¿quién sos?

 

El saludo, nuevamente.

 

Ángela se aseguró de que no hubiera nadie en la habitación. Pero su aprensión no respondía sino a un miedo materialista que asocia las ideas a las palabras, y las palabras a las personas. Este no era el caso. No había mediado palabra esta vez. En cambio, aquel saludo había adquirido la forma de una súbita certeza, una certeza vacía de contenido lingüístico pero nítida y vigorosa.

 

-Hola.

 

No lo oyó, no lo pensó, no lo sintió. Lo supo.

 

Hasta entonces, Ángela hubiese creído que si no había palabras tampoco podía haber pensamiento. Evidentemente, el pensamiento parecía ser algo más que el mero pensamiento verbal al que ella estaba tan acostumbrada.

 

-No tengas miedo. Entiendo que es la primera vez que te comunicás de este modo.

Ya no cabía la menor duda del mensaje que se colaba en su mente.

 

-¿Quién es? –soltó ella, su desesperación ahogada por el doble temor a estar siendo vigilada y a la locura.

 

Aunque débiles, las palabras de Ángela ponían en tensión cuerdas vocales, reverberaban en la cavidad de su cabeza e incendiaban el aire con una sonoridad ineludible. Sonidos y palabras concretos. El pensamiento hecho carne. El pensamiento hecho materia. No era lo mismo con los mudos mensajes que la invadían:

 

-Soy un amigo –llegó como respuesta-. Está claro que pertenecés a una especie acostumbrada a otro tipo de comunicación. Es algo habitual. Pero no existen barreras para el entendimiento entre especies pensantes cuando el código de transmisión es el pensamiento puro.

 

Ya no había dudas. A pesar de no mediar palabras, Ángela comprendió. La locura, tal vez, fuese irreversible.

 

-No tenés por qué pensar que hay algo mal con vos –la corrigió un nuevo mensaje-. No sé cómo fue que nuestros pensamientos se entrelazaron, pero no es algo imposible de donde yo provengo.

 

Un nuevo silencio. Loca o no, era inútil rehusar un intercambio semejante. Ángela se dejó llevar:

 

-¿Qué estás diciendo? ¿Que no sos humano?

 

Ella sí, masticaba sus palabras con crudeza. Las sílabas escapaban atolondradas de sus labios y se configuraban en el espacio como sonoridades familiares y reconocibles.

 

-¿No sos humano? –repitió.

 

-Si ésa es la especie a la que pertenecés, entonces no, no soy eso –llegó pronta la respuesta-. No tiene sentido que te comunique acerca de mi especie. Las nociones que no tengan símiles o equivalentes en nuestros mundos van a llegar a vos como vacíos en el fluido del pensamiento. Es lo que acabo de experimentar. Tan solo comprendí que ustedes son seres de una condición que no me es posible determinar.

 

Ángela se irguió sobre el filo de la silla. Mágicamente, todos sus temores se desvanecieron. Una pronta excitación colmó su espíritu. Si la locura era esto, se dijo, un intrigante y sugestivo juego de la mente, entonces caer en ella no podía ser tan malo. Estuvo a punto de reír, pero un nuevo pensamiento intruso capturó su mente:

 

-¿En qué porción del universo habitan ustedes? –fue el mensaje.

 

-¿Nosotros? –respondió ella- Estamos en la Tierra, el tercer planeta del Sistema Solar. En la Vía Láctea.

-Los conceptos que me llegan son un tanto difusos. Entiendo que habitan un cúmulo de cierta composición que no logro comprender, situado a su vez en sucesivos cúmulos que se expanden a través de espacios cada vez más amplios.

 

-Bueno, eso es correcto –acotó ella, cada vez más segura de sí misma-. Un planeta es un cúmulo de materia, y el Sistema Solar es un cúmulo de planetas. Y la Vía Láctea es un cúmulo de sistemas solares... ¿Y ustedes? ¿De dónde son ustedes? –preguntó, con labios firmes y decidida curiosidad.

 

-Orbitamos focos gravitacionales que se estructuran en capas sucesivas que se expanden en órbitas cada vez mayores. Me pregunto si nuestros focos gravitacionales tendrán alguna relación con los cúmulos de tu especie.

 

Una chispa resplandeció los ojos de Ángela. Se puso de pie. Su voz enérgica y arrebatada resonó en la habitación y escapó a través del ventanal abierto:

 

-¡Claro, claro que sí! Nuestros planetas, nuestros sistemas solares, nuestras galaxias, son todos focos gravitacionales. Estamos hablando de lo mismo. Estamos hablando del mismo universo.

 

-Nuestra especie habita el tercero de ocho grandes sistemas gravitacionales que giran en torno a un gran foco gravitacional.

 

-El tercero de ocho planetas –pensó Ángela, en voz alta-. Lo mismo que nosotros.

 

Había avanzado hasta el ventanal y se detuvo ahí por un instante, dando vueltas a una idea un tanto osada en su cabeza. Se preguntaba si aquel ser no habitaría su propio mundo. El tercero de ocho planetas. Después de todo, eso podía explicar la insólita confluencia de sus mentes. ¿No sería fantástico? ¿Coincidir en aquel mismo punto del tiempo y del espacio con un ser mágico e imposible?

 

La luna continuaba erguida por encima de los edificios adormecidos, con media porción de su pálido rostro devorada por la oscuridad. Luna menguante en Libra, pensó. Y sonrió.

 

-¿Podés ver la luna desde donde estás? –preguntó, sin apartar la vista del satélite resplandeciente.

 

-Ese es un concepto que no logro comprender.

 

-La luna es un foco gravitacional pequeño, orbitando el foco gravitacional…

 

-Comprendo. No es ese el concepto que me resultó ininteligible –la interrumpió un nuevo pensamiento.

 

Ángela entendió que ya no pensaba en los planetas como meros cúmulos de materia. Desde el momento en que empezó a asociarlos con focos gravitacionales, la noción de planetas se había vuelto transparente para su interlocutor. Ángela descubrió que era posible dar a cada palabra valores distintos según las circunstancias. Que podía decir 'luna' significando un cuerpo material, o un foco gravitacional. Esto, que ahora resultaba tan evidente, implicaba la existencia de una instancia del pensamiento independiente de las palabras, algo en lo jamás había reparado antes. Debía ser éste el código a través del cual se desarrollaba aquella conversación.

 

-Pregunté si podías ver la luna, nada más –reiteró ella, meditando con atención cada una de sus palabras.

 

-Preguntás si puedo realizar una acción que no logro descifrar –fue la respuesta.

 

-Pregunté si podías… ver, mirar, observar –aclaró ella.

 

-No logro comprender.

 

Ángela creyó intuir lo que estaba ocurriendo.

 

-¿Qué sonidos podés oír en este mismo momento? –preguntó entonces.

 

-Seguís presentándome conceptos que no logro identificar. Es evidente que existen importantes diferencias entre nuestras especies.

 

-¿Y tocar? ¿Tenés algo a mano para tocar? –insistió ella.

 

-Me gustaría saber a qué te referís con todo eso –le devolvió su mudo interlocutor-. Pero supongo que sería lo mismo si yo empezara a describirte mi mundo.

 

Ángela dejó el balcón para meterse en la casa. Caminó hasta la silla pero no se sentó. Tenía la certeza de que todo aquello encerraba algún tipo de revelación. Pero era preciso confirmar su indagación inicial antes; debía determinar si aquel ser y ella realmente compartían el mismo espacio:

 

 

-Decime, ¿hay una luna orbitando tu hogar?

 

-Así es.

 

-Lo mismo que acá –dijo ella-. ¿Y qué podés decirme de Marte? –siguió.

 

La idea había sido claramente transferida. Ángela y aquello con lo que se comunicaba habían acordado ya cierto lenguaje común, aunque está claro que ‘lenguaje’ no era la palabra exacta. El concepto encerrado en el término ‘Marte’ llegó a su interlocutor sin ambigüedades.

 

-El cuarto sistema gravitacional contiene un foco orbitado por dos focos más pequeños. Suelo ir de visitas bastante a menudo –fue la respuesta.

 

-La luna que orbita la Tierra. Las dos lunas que orbitan el planeta Marte –Ángela confirmaba su intuición inicial-. ¿Y Saturno?

 

-El sexto sistema gravitacional posee un centro muy poderoso rodeado de una multitud de microfocos de baja gravedad, que se mueven en círculos en torno a su punto medio.

 

Los anillos de Saturno. Ya no había dudas:

 

-Estás describiendo mi sistema solar –afirmó Ángela, el puño apretado en señal de triunfo.

 

-Eso me parece altamente improbable –fue la respuesta-. Si habitamos el mismo sitio, ¿cómo puede ser que nunca hayamos tenido evidencia de la presencia de ustedes hasta ahora?

 

Ángela ya daba vueltas en círculos, sacudiendo sus manos con vehemencia. Cualquiera podría haberla tomado por loca. Y tal vez lo estuviera. Pensó que aquel ser, fuese lo que fuese, interpretaba la materia como focos gravitacionales. No veía, no oía, no tocaba, pero percibía las variaciones gravitacionales. Aquel parecía ser un claro punto de coincidencia entre ambos. Entonces Ángela se detuvo, y habló:

 

-Momento. Desde unos cincuenta años a esta parte… es decir, cincuenta revoluciones de la Tierra alrededor del sol… ¿Se entiende?

 

-Con claridad, cincuenta revoluciones de mi hogar en torno al gran foco gravitacional.

 

-En ese lapso es posible que hayan notado pequeñas pero cada vez más frecuentes anomalías gravitacionales despegando de la Tierra para empezar a orbitarla, incluso, partiendo en dirección a la luna y a otros planetas. Satélites y sondas espaciales, todo deja una huella gravitacional.

 

-Es cierto –llegó esta vez-. No soy un experto en la materia, pero entiendo que existe una ley de anomalías gravitacionales que trata de explicar este fenómeno.

 

-Con leyes o no –concluyó Ángela-, ¡esos somos nosotros!

 

Había en su voz un dejo de victoria, pero lo cierto era que el intercambio y la ansiedad la habían agotado. Con una sonrisa en los labios se dejó caer sobre la silla una vez más.

 

-Lo que me decís nos va a obligar a revisar muchas de nuestras teorías –agregó su interlocutor.

 

Ángela pensó en su mundo, pensó en la ciencia de su mundo y en los estudios físicos que tanto la torturaban y la apasionaban por igual. Entonces soltó una carcajada. Rió con fuerza. Su caja torácica se sacudió con saltos bruscos y enérgicos. Su voz poderosa se escapó a través del ventanal y se arrojó por el balcón en dirección a la calle oscura y vacía. La apañaba el tenue resplandor de la luna, que le entregaba a la noche su propia sonrisa, una sonrisa menguante, delgada y reluciente.

 

Cuando se relajó, su cuerpo se sintió aflojar y su cabeza alivianarse. No necesitó constatación, supo que aquel extraño intercambio había concluido. La risa debió interferir entre ambas conciencias. Su interlocutor se había marchado y en su cabeza reinaba ahora una calma profunda y radiante.

 

Tras la carcajada, una mueca luminosa había quedado estampada en su cara. Estaba feliz. Se tomó unos minutos para repasar lo ocurrido. Distintas teorías fueron decantando en su cabeza. Su rostro se ensombreció, signo de la actividad cerebral frenética en la que se sumergía. De pronto una nueva revelación le encendió la mirada. Sus manos volvieron a temblar, pero esta vez de entusiasmo. Todo cobró un nuevo aspecto frente a lo que acababa de manifestarse en su mente: los años de densos estudios físicos y de especulaciones científicas, las interminables digresiones intelectuales que colmaban sus tardes entre amigos, los debates teñidos de una grotesca e imprecisa amalgama entre filosofía, astronomía y recatado existencialismo; todo, todo adquirió una nueva dimensión. Estaba ante una verdad tan fantástica como aterradora. Un escalofrío le trepó el brazo. Ángela volvió a ponerse de pie. Creía haber develado un inasible misterio universal. Avanzó hasta la silla donde había quedado su bolso. Metió la mano y rebuscó hasta dar con el celular. Seleccionó un contacto con el rótulo ‘Licenciado’, y el número se marcó automáticamente. Luego avanzó hasta el balcón mientras sentía el timbre de llamada alternándose en su oído. Posó su mano sobre la baranda. La sintió fría y áspera. Sus dedos, sus manos, su cuerpo –ahora comprendía- representaban un límite imposible de franquear. Entonces recibió la contestación del otro lado de la línea:

 

-Te acabás de comunicar con la residencia de Álvaro. En este momento no me encuentro en casa. Puede que esté en la universidad, en el trabajo, o en un viaje intergaláctico. Dejá tu mensaje después de la señal y yo veré de llamarte cuanto antes. A menos que me encuentre en un viaje intergaláctico; en ese caso puede que me demore un poco…

 

Ángela escuchó el mensaje hasta el final y se sonrió con la ocurrencia. Por lo menos Álvaro había decidido actualizar su contestador y eliminar la innecesaria lista de quince posibles lugares donde se lo podía encontrar, incluyendo una coordenada dentro de los Valles Marineris.

 

Seleccionó entonces un nuevo número en su celular. Esta vez no tardaron en alzar el tubo del otro lado:

 

-Observatorio de La Plata, ¿en qué puedo servirlo a estas extremadamente altas horas de la noche?

 

La inconfundible voz de Álvaro, gruesa y socarrona.

 

-¡Qué hacés, Licenciado!

 

-¡Ángela, hermanita! ¿Andás con insomnio o te despertó alguna teoría extravagante que permite explicar la existencia de vida inteligente más allá de la General Paz?

 

-No es una teoría, Licenciado. Es una certeza. Y no explica la existencia de vida inteligente, sino por qué después de cuarenta años de buscar extraterrestres nunca encontramos nada.

 

-¡Upa! Veo que viene jugosa la cosa. Menos mal, porque la verdad que no hay mucho para ver en el cielo esta noche. Está bastante parecido al de anoche, y al de la noche antes de anoche, y al de la noche antes de…

 

-Pará, no jodas. Esto te va a interesar. ¿Me escuchás?

 

-Te escucho, decime.

 

-No estamos solos en el universo, ¿sabés?

 

-Sí, yo lo sé, ¿pero con eso qué hago?

 

-Pará, no me interrumpas. No solo no estamos solos, sino que estamos rodeados de vida inteligente.

 

-Ahora la que me jode sos vos.

 

-Escuchame, estuvimos mirando para el lado equivocado todo el tiempo.

 

-¿Qué querés decir, que había que mirar para el centro de la Tierra?

 

-¡No! ¿Me podés escuchar sin interrumpir?

 

-Dale, te escucho.

 

-¿Qué es un telescopio? Un telescopio es una extensión de nuestros ojos. No es más que un conjunto de ojos más complejos y potentes. Y un radiotelescopio es la extensión de nuestros oídos. Hasta una sonda espacial es lo mismo. O una sonda robot, que es todo eso más una extensión de nuestras manos y nuestra piel, ¿te das cuenta?

 

-Descubriste América, Angelita.

 

-No, boludo. ¿No era que no me ibas a interrumpir?

 

-Bueno, dale, como si no me conocieras.

 

-Si no parás, no sigo.

 

-Dale, seguí, palabra de honor.

 

-Escuchame bien: todos los elementos que utilizamos para buscar evidencia de vida extraterrestre son extensiones de nuestros sentidos. ¿No somos acaso una raza pequeña, egocéntrica y patética?

 

-¿Puedo acotar?

 

-¡No! ¡Escuchá! ¿Cómo puede ser que seamos tan ciegos? Sólo podemos ver el mundo a través de nuestros sentidos: ojos, oídos, manos, nariz... ¿Entendés? ¿Pero qué pasaría si se requiriera más que eso para comprender el universo por completo?

 

-No te entiendo, pero admito que empieza a interesarme.

 

-Te digo que hay seres viviendo a nuestro lado, seres que no se pueden ver ni oír ni tocar.

 

-Ese es un pensamiento místico.

 

-¡No! Ahí está el error. El error es pensar que nuestros sentidos son suficientes para abarcar el universo. ¿Y si la evolución nos dio sólo un puñado de sentidos y nos negó otros tantos? ¿Y si hubiera cosas que sólo pudieran conocerse a través de los sentidos que nosotros no tenemos? Imaginate nada más que la humanidad fuera ciega. ¿Dirías que los colores no existen sólo porque nuestra especie no está diseñada para verlos?

 

-Me parece una idea estimulante, de verdad, pero poco probable.

 

 

-Ése es precisamente el pensamiento de un ser pequeño, egocéntrico y patético.

 

-¿Me llamaste para insultarme?

 

-Mirá, hoy tuve una conversación

 

con un ser extraterrestre, o algo así. Alguien que no era humano al menos…

 

Hubo un breve silencio en la línea, y pronto una risotada gruesa y burlona.

 

-Ya sé que no me creés, pero es verdad. Escuchame Álvaro, vos sabés muy bien con qué seriedad me tomo el tema, ¿por qué te pensás que te mentiría?

 

-Qué sé yo, me dejás sin palabras.

 

-Creeme, tuve una conversación con un ser que no se puede ver ni oír ni tocar. Un ser que nuestros telescopios y sondas espaciales jamás hubiesen podido detectar. Viviendo acá, al lado nuestro. Y tal vez el universo esté plagado de especies como esta.

 

-Un momento, Angelita, si no lo podemos oír, ¿cómo pudiste conversar con él?

 

-A través del pensamiento.

 

-Ejem... ¿Y podés probarlo? Digo, ¿qué registro tenés de esa conversación?

 

-Bueno… no tengo registro. O sí, el registro de esa conversación está en mi memoria.

 

-Ángela, vos sabés muy bien que la memoria no es un registro confiable.

 

-Vos me estás pidiendo evidencia de algo que ningún otro de nuestros instrumentos puede captar.

 

-Así es la ciencia, Angelita. Si no hay registro, no hay evidencia, y si no hay evidencia, no existe.

 

-Entonces la ciencia es una pelotudez. Si la ciencia depende de herramientas tan pobres como tres o cuatro sentidos humanos, entonces no es posible tomársela muy en serio.

 

-Te recuerdo que hasta ayer la ciencia era tu gran pasión.

 

-Por ahí me estoy volviendo más sabia.

 

-O más rencorosa. Me pregunto cómo te habrá ido en el examen de hoy.

-…

-¿Te fue bien?

-…

-Ángela… ¿seguís ahí?… ¡Ey! Era chiste… Che… Ángela… Me colgó.

 

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