Relato 26 - PUERTA FALSA A LA INMORTALIDAD
El papel reposaba detrás de los vitrales de un polvoriento armario. Escrito con letra irregular y ansiosa, alguien había escrito: “Murió ayer, pero no me importa, mañana volveré a verle”.
Extraño desafío a la muerte.
En aquel taller oscuro, lleno de olores ácidos, putrefactos y dulzones, un hombre siniestro, de cabellos ralos, manos sarmentosas y rostro de tiza, se movía entre cadáveres como un estratega de la muerte. Nunca se le oyó pronunciar una palabra: Vladimir era sordomudo. Pero gentes avezadas en el registro de todo lo anormal que sucedía en el pequeño pueblo ruso, intuían que su defecto era solo una excusa para moverse en solitario sin dar explicaciones.
Corría el rumor de que únicamente salía de noche en busca de vida. Ningún vecino entró nunca en su cobijo, hundido al final de la calleja donde acababa el bosque y comenzaban a vislumbrarse los pantanos. Tampoco se le conocía familia ni amistades.
Una tormenta de nieve en forma de inmisericordes vientos racheados, barría los campos de todo rastro de vida. Por caminos solitarios, carros y animales avanzaban penosamente, sorteando los terrones de barro helado.
Una tímida luna confundía su contorno con el encaje de copos blancos cuando, ante la puerta del desvencijado refugio del sordomudo, estacionó un landó negro, tirado por dos caballos igualmente negros. En el dintel de la puerta rezaba un lema: “Más allá de la vida, más acá de la muerte”.
Al relincho de un caballo, salió el dueño, vestido de andrajos, con un farol de aceite en la mano a la altura de los ojos. Frunció el entrecejo, pero, al momento, el gesto de sorpresa apareció desprovisto de todo rechazo: eran viajeros esperados. Ayudó al cochero a bajar del pescante una figura sentada que, al soltar el andamiaje de cuerdas con el que iba sujeta, cayó hacia un lado como un fardo. El silencio se hizo opresivo, anunciador de sobresaltos. Vladimir arrastró el bulto hacia el interior.
Al mismo tiempo, el cochero abrió la puerta del carruaje. Una dama enlutada, con velo cubriéndole el rostro, descendió con solemnidad aristocrática. El viento polar azotó su frágil silueta por unos segundos. Protegiéndose con la capucha del abrigo de piel, introdujo las manos en el calentador de zorro negro y penetró en el zaguán, precedida de las dos sombras. Fue entonces cuando la oscuridad se cubrió de una densidad casi palpable.
La ceremonia había sido concebida por extraños pálpitos llegados del más allá. Venía acompañando al cadáver de su amante. Una relación clandestina que acabó trágicamente el día anterior, cuando se batía en duelo con su marido a las afueras de San Petersburgo.
No hubo explicaciones. Esa mujer se negaba a desprenderse de ese cuerpo varonil que la había colmado de dicha y placer durante cinco años. Su enajenación la había llevado a hurtar el cadáver del mausoleo, en complicidad con dos enterradores y el cochero. Se llevó las dos manos al corazón y con ademanes teatrales exhaló un suspiro que hizo revolotear el velo como ala de cuervo. Un olor penetrante rasgó el aire, atravesó las palabras y fue a alojarse en los senos nasales de la dama. Con un gesto de reprobación, clavó su mirada en el sordomudo, se recogió los ropajes para evitar el lodo de la calleja y salió a la noche, no sin antes dejar escrito su deseo en unas apresuradas palabras, acompañadas por una bolsa repleta de rublos.
Para poder cumplir con el encargo, el taxidermista trabajó toda la noche con cuchillos, tijeras, escalpelos, cordelajes… También con formol, resinas y bálsamos. El samovar conservaba el agua hirviendo, consciente de la importancia de su función. Acordándose del rictus de desagrado de la dama al recibir los efluvios del taller, Vladimir untó el cuerpo del amante con manteca de cacao y ajonjolí; perfumó las lazadas de su corbatín con agua de violetas y limpió el frac de todo rastro de sangre. Puso a buen recaudo la bolsa con las monedas de oro y, cuando se disponía a abandonar la sala de operaciones, buscó entre las plantas de su tétrico invernadero. Dio por finalizada la tarea cuando colocó una camelia en el orificio que había utilizado la bala asesina para penetrar en su cuerpo. Dos ojos de cristal le miraban por debajo de la chistera: el difunto estrenaba vida.
Hubiera necesitado más tiempo para completar su trabajo a satisfacción, pero ya escuchaba a lo lejos las rodadas de un carruaje y el piafar de los caballos.
Se había cumplido el anhelo de la trastornada dama.
Vladimir, aquel buceador de vísceras y cloacas, vociferó en medio de su aislamiento impostado: ¡Artificios! ¡Delirios más allá de la vida! ¡Una puerta falsa abierta a la inmortalidad por un buen puñado de monedas! Ja,ja, ja…
La luna dejaba escapar tenues rayos que lamían las paredes leprosas de la pocilga. La mujer se lanzó presurosa hacia la entrada, donde el sordomudo esperaba en actitud de ceremoniosa reverencia. Del interior, conservando el empaque de un falso galán de comedia, surgió una figura que avanzaba en línea recta, como los ciegos. Quería aparentar la dignidad de las entelequias, pero el zumbido de las moscas a su alrededor y el hociqueo de sus pies por parte de los perros sarnosos de Vladimir, se lo impedía. Al llegar al zaguán se mimetizó con las sombras. Solo cuando estuvo seguro de reconocer a la dama, se desabotonó el frac, el chaleco, y mostró la cicatriz que le atravesaba el dorso. El precipitado trabajo del sordomudo dejaba asomar por los rebordes de la herida, jirones de tela, paja prensada, tejidos agusanados , restos de órganos… y hasta pecados mortales; todo hecho una maraña. Con un gesto impreciso se volvió hacia el interior de la casa y se instaló entre dos buitres leonados y un oso estepario. Reliquias sin urna.
La mujer pareció no dar importancia al hecho ni tampoco al hedor que desprendía aquel cuerpo. Era la segunda vez que profanaba un lugar reservado a los muertos: esta vez con la pretensión de quedarse para siempre.