Relato 23 - Café con leche y un cruasán
Un fulgurante vistazo a su izquierda fue suficiente para cerciorarse de que podía cruzar sin miedo a ser atropellado. Sus pasos eran rápidos, casi veloces y sus reflejos activados al máximo cuidaban de él como si se tratasen de su ángel de la guarda, ese ángel al que había conocido de niño. Inconscientemente recordó la vieja oración: “ángel de la guarda dulce compañía, no me dejes solo ni de noche ni de día que me perdería” aprendida de niño pero olvidada al crecer.
Cruzó otra calle casi sin mirar calculando que en menos de cinco minutos llegaría a la estación del tren. Entonces únicamente tendría que esperar veinte minutos para coger el tren en dirección a Barcelona. Y eso no le gustaba a Ramón, se sentía disgustado con él mismo ya que esa noche se había dormido y ahora debía correr para no llegar tarde al trabajo.
En verdad no había sido culpa suya, pero el despertador había agotado sus pilas en mitad de la noche por lo que no había sonado la alarma a las seis de la mañana. Ramón había esperado infructuosamente el aviso de que era hora de levantarse hasta que un sexto sentido (¿ese ángel de la guarda?) le había despertado un pensamiento alarmante y entonces había mirado hacia el reloj, un reloj que marcaba constantemente las 4.10 de la mañana.
Después habían venido las prisas para vestirse y salir de casa. No había desayunado ya que tenía la costumbre de desayunar en la cafetería situada al lado de la estación del tren. Nunca le había gustado desayunar a solas y tras la separación la cafetería se había convertido en su mesa perpetua de desayuno.
Ramón cruzó las vías del tren por el paso a nivel aún con el semáforo en rojo con la seguridad fruto de la experiencia que le facultaba para saber que a esa hora de la mañana no había peligro de ser atropellado, además se sentía confirmado por sus sentidos, sentidos que no percibían señales ni auditivas ni visuales.
Ramón siguió calle abajo hasta llegar a la cafetería, empujó la puerta y entró. Si hubiese sido un día normal el reloj de pared le habría indicado que eran las seis y cuarenta de la mañana pero en ese día las manecillas acusadoras marcaban las siete en punto, veinte minutos de retraso que le impedían desayunar en calma tal y como tenía por costumbre; leyendo el periódico mientras se tomaba su café con leche y un cruasán, un café con leche bien cargado pero con la leche fría y un buen cruasán de mantequilla recién horneado que saboreaba a placer mientras pasaba las hojas del periódico para informarse de las noticias acontecidas. Pero ese día no tenía tiempo para recrearse con el diario, la media hora larga que dedicaba a desayunar los tenía que reducir a unos breves quince minutos.
Ramón se dirigió a la barra mientras observaba al resto de la clientela, viejos conocidos en su mayoría. Algunos, como el bien vestido o la pareja ya estaban acabando su desayuno cuando lo habitual era que Ramón estuviese más adelantado que ellos; otros, entre los que se encontraba la madre con su pequeña o el joven informático ya no se encontraban allí por lo que Ramón comprendió que ya habían cogido el tren y unos cuantos eran desconocidos, clientes no habituales que quizás no volvería a ver en el futuro.
Se acercó a la barra aunque sabía que Pedro, el dueño de la cafetería le conocía lo suficiente como para no tener que hacer su demanda en voz alta. Nadie le recibió en la barra, al otro lado no había nadie. Espero, seguramente Pedro estaba en la despensa y no tardaría en volver, a esa hora de la mañana y con la cafetería llena Pedro no podía permitirse desaparecer demasiado tiempo.
Ramón volvió a mirar el reloj con la sensación de que habían transcurrido cinco minutos desde que había entrada por la puerta pero sólo habían pasado un par de minutos. Miró hacia la parte de atrás intentando escuchar algún ruido, quizás movimiento de cajas pero el silencio era absoluto, fuese lo que fuese a lo que se dedicaba Pedro no emitía el menor sonido.
Ramón miró hacía el otro lado, calculando que quizás estaba equivocado y Pedro se encontraba en los lavabos. ¿Podía ser que no se encontrase bien?
—Perdona, ¿sabe dónde se encuentra el dueño? —preguntó Ramón a una de las parroquianas a la que conocía de vista pero con la que nunca había tenido una conversación prolongada más allá de saludarse en la cola del pan o del movimiento afirmativo cuando se veían en la calle. Ramón ni siquiera sabía su nombre, solamente que eran casi vecinos ya que ella vivía en su mismo barrio, dos porterías más allá y que era la madre de trillizos. Cuando Ramón los veía jugando en el parque siempre se acordaba de los sobrinos del pato Donald y con tales nombres los denominaba por lo que a ella siempre la llamaba Daisy.
La mujer le miró durante unos segundos sin mediar palabra, fruto de la sorpresa con toda seguridad y no de una timidez enfermiza.
—No —dijo por fin.
—¿No lo he ha visto ir al cuarto de baño?
Daisy se quedó pensativa unos segundos, Ramón la miró impaciente:
—No, seguro que no. Llegué aquí puntualmente y aún no le visto— La mujer miró tontamente la mesa vacía que tenía bajo sus brazos—. Ni siquiera he podido pedirle todavía mi té y mis tostadas.
Ramón se volvió hacia la barra.
—¡Pedro! —gritó—¡Pedro!
Pedro no contestó a la apremiante llamada. Ramón escuchó en busca de un sonido que le afirmarse que su voz había sido oída, pero nada.
Ramón miró de nuevo al reloj, a ese paso ni siquiera tendría tiempo para desayunar, su tren pasaría en diez minutos. No podía esperar más ese café, cruzó la barra hacia el interior, seguramente a Pedro no le iba a importar que él mismo prepararse su desayuno; no eran realmente amigos pero se conocían lo suficiente como para tenerse un mínimo de confianza.
Ramón, que había trabajado en una casa de comida basura en su época de estudiante universitario, accionó la máquina de café tal y como le habían enseñado quince años atrás, por suerte era algo que no había olvidado.
—¿Me puedes servir un café a mí también? —preguntó uno de los parroquianos—. Me hace un favor, no soy persona sin el café de la mañana.
Ramón no vio razón alguna para negarse, si se había tomado la confianza de prepararse su desayuno bien podía preparar algunos cafés más. Que no se dijese que no era un tipo amable.
—¿Nadie más?
Tres o cuatro personas levantaron su mano, Daisy le recordó que ella prefería el té.
—¿Alguno sabe cuándo vio a Pedro por última vez? —preguntó mientras preparaba los cafés.
—Tomó nota de mi pedido pero no de mi marido. Él estaba en el lavabo y el señor Pedro no volvió a preguntar que quería —respondió una mujer.
—Yo oí correr agua, pero de eso ya hace sus buenos minutos —aportó otro de los clientes.
—¿Nadie se extraña de su falta?
Nadie contestó.
Ramón los miró, nunca había conocido un grupo más apático, sintió deseos de golpearlos con la mano abierta en la parte de atrás de la cabeza mientras decía: ¡Despierta!
Algunos clientes dejaron sobre la barra el pago de su desayuno. Su tren, el mismo tren que debía coger Ramón, se encontraba cada más cerca. Ramón los vio marchar mientras miraba cómo las manecillas del reloj avanzaban segundo a segundo. Disponía de tres minutos si quería coger el tren sin prisas.
Pero no podía marchar, no sin saber que le pasaba a Pedro. Se acercó a los lavabos, cabía en lo posible que nadie hubiese reparado en él cuando había dirigido sus pasos al cuarto de baño.
Ramón entró en el que estaba presidido por un relieve en forma de sombrero de copa. En el interior otra puerta separaba el aseo del retrete. Golpeó la puerta con suavidad y esta se abrió en su totalidad descubriendo una estancia vacía.
Ramón salió y miró a su derecha, hacia la puerta que escondía la versión femenina de los lavabos. Su sentido del pudor le impedía entrar, volvió sobre sus pasos hasta encontrarse delante de Daisy.
—¿Podría ir a los servicios y comprobar que Pedro no está en los femeninos?
Daisy lo miró asombrada.
—¿Y por qué iba a meterse en los femeninos? —inquirió y después bajo el tono de voz —. ¿No me diga que es un…, bueno uno de esos…?
—No sé a que se refiere, yo se lo digo porque quizás no se encontraba bien y entró sin fijarse…
Daisy se levantó sin ganas, sus gestos denotaban la inutilidad de su búsqueda pero no intentó zafarse. Poco después volvía.
—Lo siento, no está.
Ramón no se lo agradeció sino que se dirigió a la trastienda de la cafetería, llena de cajas de cervezas, refrescos… pero sin señales de vida reciente. Ramón pasó entre las cajas hacia el fondo del local donde una puerta le separaba de un callejón. Movió el picaporte pero la puerta se encontraba cerrada con llave y esta no se encontraba a la vista.
Ramón se volvió sobre sus pasos eligiendo uno de los pasillos en los que estaba dividida la estancia. De repente le pareció oír como un gorgoteo, no se le ocurría definirlo de otra manera. Miró a su alrededor por si veía gotear algún grifo pero el único grifo a la vista estaba cerrado a conciencia. Ramón se concentró, intentado saber de dónde provenía ese sonido. Una minúscula mancha en la pared del fondo llamó su atención. Se acercó a esa rojiza mancha, alargó su brazo izquierdo atraído por esa pequeña mancha, no más grande que un pinchazo mientras sus oídos le informaban de que ese mismo lugar provenía el gorgoteo ahora casi imperceptible.
Sus dedos tocaron brevemente la pequeña mancha, un sentimiento de terror se despertó en su interior, sus pelos se erizaron y sus pupilas se dilataron antes de darse cuenta de que no podía separar la mano de la pared. Sintió como se le paralizaban sus cuerdas vocales mientras su cuerpo era absorbido por la blanca pared sin que él pudiese hacer nada para evitarlo hasta que todo su cuerpo desapareció y una gota de sangre que creció hasta el tamaño de un televisor de treinta y dos pulgadas mientras un sonido de agua corriente le acompañaba. Veinte minutos después la mancha era solamente un recuerdo. Nadie sabía que le había ocurrido a Ramón, al igual que nadie había vuelto a ver a Pedro.
Transcurrieron los meses. La policía, sin pruebas a seguir dio carpetazo a las dos desapariciones. La cafetería, ahora perteneciente al ayuntamiento, fue puesta a la venta y sus paredes tiradas abajo con la intención de construir un aparcamiento. Tras una de las paredes los operarios encontraron los cuerpos sin vida de Pedro y Ramón. Ni una gota de sangre corría por sus venas y la única pista, la blanca pared pronto desapareció entre el resto de escombros dejando estas dos muertes en el misterio.