Relato 13- Alas Petroleadas

ALAS PETROLEADAS

 

 

 

En mis sueños

mis abuelos me han hablado.

De la cordillera al mar

desde el norte al sur,

desde lo más profundo

de nuestra madre tierra

sus voces aconsejan,

que expulsemos

a los usurpadores

de nuestra tierra.

A los usurpadores

de nuestra libertad.

 

Rayén Kvyeh

 

 

 

LA ESTEPA VUELA

 

No tengo hermanos. Cuyén, el pibe de mis vecinos, fue como un hermano para mí. Mamá murió apenas cumplí los cuatro años de edad de una de esas fiebres virales que dicen que, antaño, nos regalaron los conquistadores. Todavía me parece sentir sus dedos huesudos y ágiles trenzando apresurados mis cabellos de color azabache. La casa estaba impregnada de ella, de sus pasos bailarines, del tacto rudo de la lana de oveja de los ponchos que tejía, y del aroma sonoro de los guisos de carne de guanaco, cocinados a fuego lento al ritmo de sus cánticos en mapudungun. Mi padre no era mapuche, aunque sí lo habían sido sus antepasados. Le llamaban “el flautista de Hamelín” porque había aprendido a tocar la pifilca, y algunos viejos pensaban que el particular sonido que emitía atraía a sus cabras al redil.

Desde muy pequeña trabajé junto a mi padre en las labores del campo. No me fascinaba, pero tampoco me incomodaba. De hecho, hasta cierto punto me gustaba. Pastoreábamos un rebaño de nubes que conducíamos risueñas por un firmamento de áridas quebradas hasta los lugares donde la Madre Tierra, generosa, las alimentaba con los distintos brotes de las trece lunas del año. Cada día acallábamos los balidos impacientes de sus turgentes ubres al ordeñar la leche que después cuajaríamos en queso. Yo separaba sin dudar las fibras de la esquila, sabía cuándo era la época del empadre y asistía a las hembras al parir. A los chivitos los llevábamos a la feria de ganado del pueblo. Ese día dormíamos en casa de mi tía, y allí pasaba la tarde rodando con mis primos detrás de la pelota, jadeando frenética como un tren a vapor. También ayudaba a sembrar cuando la luna lucía en cuarto creciente y recogía las manzanas cuando cesaban los vientos del estío. Esos impetuosos vientos patagónicos que me empujaban a volar siempre en cada travesura.

Porque volábamos. Volábamos Cuyén y yo tras el cóndor hacia las nubes. Al perseguirle, alzábamos nuestros brazos de chiquillos, y levantábamos la punta de los dedos como si pudiéramos hundirlos en el cielo. Atravesábamos la estepa al trote, imitando a una tropilla de guanacos. Al verles nos escondíamos detrás de las jarillas, sigilosos, y les aguardábamos hasta que alzaban sus largos cuellos de camélidos, erguiendo su cola lanosa y sus orejas puntiagudas, entre curiosos y desconfiados. Entonces contábamos hasta tres y saltábamos, e inmediatamente los guanacos nos mostraban sus asustadas sonrisas de rumiantes, mirándonos engarzados en sus largas pestañas, mientras se giraban para alejarse camuflándose con el suelo desnudo.

Volábamos con nuestros pequeños pies descalzos y vivaces, eólicos tras las veloces patas plumosas del ñandú, jugando a los correcaminos. Sólo los deteníamos, mudos de expectación, para excavar la tierra, y así desempolvar las conchas fósiles y los huesos de dinosaurio que coleccionábamos ávidos por resucitar en nuestras fantasías un mundo de monstruos inimaginables. Retomábamos el vuelo para zigzaguear entre cárcavas y cañadones, persiguiendo a las esquivas lagartijas, hasta alcanzar la piedra de los petroglifos. Allí pasábamos el resto de la tarde, mirándola muy serios, como si pudiéramos conversar con las almas de estos seres inanimados grabados por los remotos ancestros de los indios tehuelches.

Al igual que nuestros predecesores indígenas harían, cuando el sol se guarecía detrás del horizonte bajábamos al río, y nos perdíamos risueños caracoleando en sus orillas, siguiendo los rastros esculpidos en el barro por las fieras garras del puma. Después, armados de paciencia, silenciosamente acurrucados entre los pajonales, esperábamos al armadillo. Lentamente el animal, de aspecto extraterrestre, emergía de su madriguera impulsado por sus uñas excavadoras, y caminaba una corta distancia para refugiarse en su armadura, lo que despertaba nuestras risas sonoramente cómplices.

La noche nos sorprendía ante un escenario de quebradas bajo un telón de estrellas entonado por el ulular del caburé, que nos acechaba desde el cortado con sus ojos redondos como la luna llena, mientras correteábamos por el serpenteante sendero que nos conducía hasta el poblado. Así es como recuerdo mi infancia: dilatadamente fugaz, intensamente cruda, soberanamente feliz. Hasta que fue interrumpida, violentamente, por la llegada del oro negro.

 

EL PUEBLO SANGRA

 

La luna se eclipsó la noche previa al comienzo de las prospecciones, como si quisiera esconderse para no presenciar los crímenes de los que iba a ser testigo mudo. El gobierno había concedido casi dos mil hectáreas de tierras ancestrales a una compañía petrolera. Dos mil hectáreas de naturaleza indómita, una mina de oro que a partir de entonces estaría en las manos sanguinarias de los buscadores de oro negro. Ante la noticia, la comunidad reivindicó enseguida sus derechos indígenas. Prohibió el ingreso a los trabajadores y se negó a ceder los permisos de exploración y explotación. Pero todo fue en vano. La ambición derramó sangre a borbotones y vistió a la estepa de luto con su traje crudo.

El ave sagrada fue la primera víctima. Cuyén y yo encontramos al cóndor tiroteado, desplumado y con las alas petroleadas. La machi de la comunidad interpretó su muerte como un mal augurio, y acertó. Porque aquella misma noche se cumplieron los presagios. Un grupo de matones a sueldo accedió violentamente al poblado. Con sus manos encarnizadas, degollaron y envenenaron a un centenar de reses y a varias aves de corral, contaminaron los pozos con nafta y quemaron varias casas, entre ellas la de mis vecinos. Ya no podríamos mantener nuestra forma de vida. Y la empresa se salió con la suya. Con el coraje mapuche quebrado por la catástrofe y un puñado de monedas sobre la mesa como soborno, se firmó la autorización que nos selló irrevocablemente el destino.

El espiritual silencio patagónico fue sustituido por atronadoras explosiones de dinamita que abrieron el Mapu en canal, vertiendo infinitos regueros de sangre. La Madre Tierra se desangró de manadas de dinosaurios, savia de los bosques del Carbonífero, incontables organismos marinos que, sepultados bajo los sedimentos acumulados durante cientos de millones de años, habían sido descompuestos sin piedad por innumerables bacterias hasta ser convertidos en sangre. Esa sangre muerta que mataba sin clemencia el agua y los suelos. Ese plasma de cadáveres fósiles sobre el que aún hoy subsisten los humanos cadavéricos, sin saber que en realidad no son más que vampiros que se alimentan de su propia sangre. Caníbales autófagos que le cortan las venas al planeta del que forman parte, suicidando, por lo tanto, su futuro.

Aciago futuro. Muchos se marcharon, como mis vecinos. Recuerdo con nitidez la mirada lunática de Cuyén mientras arrastraba una pesada valija por el sendero que le alejaría para siempre del poblado. Otros se quedaron pero abandonaron el campo. Entre ellos mi padre, quién sentía que al trabajar para la petrolera había traicionado a su gente, aunque así al menos podría alimentar a su hija. No por mucho tiempo. Una explosión de gas le voló la cabeza. Y yo, tras enterrar sus miembros descuartizados, marché al pueblo a vivir a casa de mi tía, cargando a mis doce años con un equipaje de profunda e insuperable impotencia y soledad. Ella jamás me trataría bien. Pasé de ser sobrina predilecta a sirvienta de mis primos. Pero aún así nunca habría adivinado el castigo que guardaba para mí.

Sucedió durante el Simposio Internacional de Minería y Petróleo. La convección tuvo lugar en la capital, pero durante el fin de semana los asistentes se desplazaron a visitar las instalaciones petrolíferas. El pueblo se convirtió en una Torre de Babel donde convivieron las distintas lenguas de los países del hemisferio norte. Mientras tanto, los lugareños andaban apresurados de un lado para otro con una sonrisa de necesidad satisfecha dibujada en el rostro, pues no faltaba el trabajo. Yo misma ayudé a preparar y envasar los menús del servicio de catering. Y después, corrí a casa a entregar la paga que tan laboriosamente me había ganado.

Mi tía me estaba esperando en la puerta junto a un hombre de tez pálida, que balbuceaba con acento extranjero palabras incomprensibles para mí. Tras presentarnos, la mujer me tomó del brazo y nos alejamos juntas unos metros. Cuando se aseguró de que nadie más la oía, me susurró en un tono severo: −Vete con él y no te quejes. Y cuando vuelvas tráeme la plata. Aquí hay que ganarse el pan −. Seguí a aquel hombre como un cordero asustado y subí a su coche, que me trasladó a través de los campos hasta una pequeña hacienda. Cuando llegamos, me acompañaron hasta una habitación luminosa y fría, cuyo único mobiliario era una cama vestida con sábanas blancas. Me dejaron sola, así que me senté y esperé durante casi media hora a que alguien más llegara.

De lo que ocurrió después sólo conservo el vacío mental que sucede a un trauma, a veces interrumpido por los destellos de flashes inconexos: nauseas acompañadas de gemidos en tonada gringa, saliva con un sabor repugnante a esperma sobre mi piel castaña desgarrada, algún golpe seco, ronquidos, cabellos rubios adheridos a una mezcla espesa y hedionda de sudor y sangre. La sangre mapuche que derramé al vender mi virginidad por un puñado de oro negro. Desangrada, lo veía todo negro, con la vista de un perro. Y no veía nada, a pesar de la luz que se filtraba por la ventana, puesto que yo estaba ciega de terror y humillada como un perro apaleado.

A través del cristal contemplé por última vez con nostalgia la estepa inhóspita donde los ñandúes luchaban por despegarse el alquitrán de las patas para continuar corriendo y donde los pumas, si quedaba alguno vivo todavía, acechaban presas ficticias desde detrás de la maquinaria de los pozos de petróleo. Los petroglifos que habían sobrevivido a las explosiones seguramente observaban el paisaje desde sus guaridas rocosas, impotentes por no poder cambiar la historia.

Mientras las moscas se bebían mi sangre, afuera las bombas de extracción succionaban la sangre oscura de la Madre Tierra con más ahínco que un bebé vaciando de leche los pechos de su madre.

 

LA CIUDAD LLORA

 

Sabía que era una parte de mí, y sin embargo al amamantarle sentía repugnancia, la misma repugnancia que me causaba mi cuerpo. La gente del pueblo también rechazaba la sangre mestiza de mi bebé bastardo. Le llamé Lancuyén, que en mapuche significa “eclipse de luna”. Y decidí que emigraríamos a la gran ciudad durante el siguiente eclipse. Me marché vacía de equipaje, con tan solo la plata necesaria para comprar el billete de tren que le robé a mi tía mientras dormitaba. Nunca me lo perdonaré, pues sé que durante la semana siguiente mis primos no tuvieron qué llevarse a la boca.

Llegamos a la estación de Retiro sin un mango en el bolsillo y hambrientos. Pasamos la noche tumbados sobre las inexpresivas baldosas del andén, confesándole nuestras aspiraciones a su fría indiferencia. Por fin nos encontrábamos en ese lugar anónimo donde podríamos vivir tranquilos. A la mañana siguiente me dispuse a buscar un empleo con la misma ilusión e incertidumbre con la que muchas muchachas de mi edad afrontarían su primer día de clase. Sin embargo, pronto supe que el anonimato que tanto había deseado era la peor marginalidad posible. Había una multitud de mujeres en una situación similar a la mía, que formaban parte de la normalidad, del paisaje urbano. En una ciudad donde nadie te mira porque nadie te ve. Y si alguien te ve, eres una menor indígena más, madre soltera y casi analfabeta.

Vagué por las calles abrazada a mi hijo, acuchillando en cada paso toda expectativa. Pedí limosna e incluso llegué a robar comida. Carcomida por el miedo, después del ocaso me guarecía entre cartones en algún soportal que no estuviera ocupado por otro indigente. Allí pasaba las madrugadas en vela, acompañando a las torrenciales tormentas veraniegas con mis lágrimas húmedas de impotencia. Suponía que las nubes de la ciudad estaban cargadas de tristeza, pues nunca había visto llover tanto en la estepa. Al mismo tiempo, notaba sobre mi pecho las cosquillas de la pradera incipiente que formaban los cabellos ocres de Lancuyén, cuyos párpados cerrados le separaban de su cruenta realidad en un intento ensangrentado de aferrarse a la vida. La rutina de la mendicidad se dilató en una sucesión de días que a mí se me antojaron años. Hasta que conocí a Anahí, y me mudé a vivir con ella a una pieza de la Villa 31, la villa miseria más céntrica. Le estaré eternamente agradecida pues, a pesar de la podredumbre en la que nos hallábamos, junto a ella rescaté algunos últimos y efímeros instantes de alegría.

Anahí tenía rasgos guaraníes y era nativa de la selva de Misiones. Su familia cultivaba mate, pero cuando bajaron los precios de la yerba se quedaron en la ruina, por lo que vendieron sus tierras a una empresa extranjera que taló lo que quedaba del que había sido un exuberante bosque, y plantó pinos para producir pasta de papel. Luego se instalaron en la capital misionera, y allí fue donde la joven conoció a Juanca, un empresario porteño que se convirtió en su novio. Anahí quiso escapar de la situación de pobreza en la que vivían sus padres y hermanos así que, sin pensárselo dos veces, se marchó con él a Buenos Aires. Sin embargo, en poco tiempo el romance se convirtió en un infierno. Juanca la maltrataba sin tregua, amenazándola con vengarse de su familia si le abandonaba. Incluso la obligó a prostituirse. Finalmente, la joven se armó de valor y huyó. Y a partir de entonces la calle se convirtió en su hogar.

Como el sexo humillante se había convertido en un hábito para Anahí, si bien no fue fácil, no le resultó tampoco tan difícil vender su cuerpo al mejor postor. Pero su promiscuidad vagabunda la contagió de su huella epidemiológica: el virus del sida le estaba devorando hasta los huesos. Cuando ya nadie se quería ir con ella, vio en mí la oportunidad de sobrevivir. Me enseñó todos los trucos a cambio de cobijo y comida. Se convirtió en mi protectora y en mi mejor amiga. Y vivió el tiempo suficiente como para ayudarme a cuidar a mi hijo durante los primeros años de su vida y también para que yo aprendiera a valerme por mi misma sin su ayuda.

Cada noche besaba a Lacuyén en la frente y le decía que me iba a trabajar a una fábrica de chalecos y frazadas. Me imaginaba a mí misma tejiendo esas prendas con la lana de las ovejas de Cuyén y de las cabras de mi padre, y abrigando con ellas los cuerpos desplumados de las mujeres que posaban en todas las esquinas. La calle estaba desnuda y se me antojaba fría, angosta, oscura y muda. El mutismo se recrudecía cuando en el suelo retumbaban los ecos de los tacones haciendo percusión sobre los adoquines. Pero lo que de verdad se escuchaba, si prestabas atención al silencio, era el canto de las pájaras. Porque cada varios metros había pájaras, casi una por farola. Tristes pájaras negras. La mayoría de rasgos indígenas, aves migratorias desde dentro y fuera del país, pobres, más pobres aún cuando alguna multinacional les había invadido su tierra. Unas exhibían su cola, otras se atusaban las alas, mejor dicho, las pocas plumas roídas que les quedaban, y algunas gorjeaban el reclamo lastimero con el que llamaban a las ratas. Pero todas y cada una de ellas tenía las patas anilladas, y de las anillas pendían cadenas de oro fundidas por la codicia ajena que las enganchaba a su jaula de esclavitud sexual.

Más tarde llegaban las ratas. La mayoría iban montadas en vehículos encendidos con la gasolina de la lujuria, bien dispuestas a dejarse llevar por el placer de desplumar el alma de las pájaras por un puñado de monedas, de roer su carne. ¡Cómo le iba a decir a mi hijo que la carne que lo alimentaba era la misma que lo había concebido! Eso pensaba mientras las ratas corrían sobre mí, y se corrían para engrosar el torrente de esperma muerto que surcaba el suelo y se colaba por las alcantarillas. El mismo suelo por donde, al caminar, crujían los cristales rotos formados a partir de las lágrimas cristalizadas de las pájaras. La luna reflejaba su silueta, resquebrajada en ese mosaico de cristales despedazados, y se bañaba en el lodo de los charcos formado a partir de la mezcla densa de semen y lágrimas. Del cielo Venus también se había fugado y las estrellas, aún clavadas en él, nunca dormían, porque solo delirarían en pesadillas de erotismo inverso. Y cuando la estrella diurna que es el sol encendía su luz dorada y tranquilizadora, la calle callaba todos sus secretos noctámbulos para no asustar a los seres matinales.

Los que por la noche pagaban por sexo, convirtiendo a las mujeres en objetos de consumo,  por el día pagaban por cosas. Muchas cosas superfluas y otras más necesarias, eso sí, todas ellas perfectamente fabricadas y embaladas con los derivados del petróleo, que no eran más que los coágulos de la sangre de la Madre Tierra. Por la mañana, se servían los cafés en vasos de plástico, añadían el azúcar con cucharillas también de plástico que extraían de los envoltorios obtenidos con el mismo material. Luego, sus automóviles repostaban gasoil en las estaciones de servicio, que pagaban con tarjetas de crédito plastificado. Las oficinas donde trabajaban pertenecían a Petroleolandia. No hacía falta más que fijarse en todo el mobiliario: paredes, persianas, sillas, computadoras, algunas mesas e incluso suelos. De hecho, no era necesario regar las plantas porque también eran inertes. Más tarde, las ratas visitaban los supermercados, que estaban cruzados de principio a fin por interminables hileras paralelas de estantes con comestibles prolijamente envasados en recipientes de polietileno, cloruro de polivinilo, poliestireno y polipropeno. Hasta las velas que iluminaban la mesa durante la cena habían sido elaboradas a partir de hidrocarburos. Es curioso como muchos de esos objetos, al igual que yo, procedían de las profundidades de la estepa. Esta idea me sobrecogía y paliaba momentáneamente mi sentimiento de soledad.

Pero aún había más petróleo en el aire. Ese aire aspirado por colectivos, calefactores, robots industriales. Toda esa suerte de seres con pulmones vacíos de vida. Entes que comían gasolina y respiraban aire, robándole su oxígeno, para después devolver a la atmósfera la gasolina en estado gaseoso. El techo de la ciudad era una cáscara etérea de vapores venenosos que convertían el cielo en un gran invernadero, y decían que por eso el clima estaba cambiando y las nubes lloraban ácido. Cada vez más gente practicaba deporte con una mascarilla, para no intoxicarse. Pero yo nunca la usé, incluso cuando llevaba cada mañana a mi hijo en bicicleta a la escuela. En mi fuero interno creía que, si inhalaba esas emanaciones, estaba de alguna forma llenando mis alveolos de estepa.

La bicicleta era el único medio de transporte que llegaba hasta el corazón de la villa miseria, y además no tenía que cargar su depósito de nafta ni pagar por utilizarla. Le había adosado una caja de madera a la parte de atrás, dentro de la cual viajaba bien sujeto Lancuyén. Mi pedaleo rítmico y pausado es la última imagen que conservo antes del implacable accidente que arrancó de cuajo los maltrechos pedazos que quedaban de mi esencia. La siguiente es la estela granate de los neumáticos de un lujoso automóvil de color negro, que se dio a la fuga dejando un reguero de gasoil y sangre sobre el pavimento. El primer recuerdo que guarda mi memoria de lo que ocurrió después es la luz mortecina que me despertó en una habitación de hospital. Quise moverme y no pude. Entonces un médico se acercó a mí con el semblante desdibujado por una preocupación pasajera, y me dijo que me habían amputado una pierna. Un rato después una enfermera de mirada glacial e inescrutable me comunicó que mi hijo estaba muerto.

Hoy estoy sentada en la acera, con la espalda descansando sobre la fachada de la estación de Retiro. Al igual que mi madre, mato el tiempo cantando para mis adentros en mapundungun. El muñón de mi pierna derecha reposa sobre el suelo como el tocón desnudo de un árbol, pero estoy abrigada con una frazada de lana de oveja que abraza mis hombros. A mi lado un gato lastimero maúlla y de una cesta de mimbre de vez en cuando brota algún centavo. Mis muletas están apoyadas sobre la pared. Son los andamios que soportan el peso emocional del edificio de la estación, para que no me aplaste. Ese edificio enfermo que guarda los testimonios silenciosos de todas las almas que abandonaron sus tierras, sus formas de vida en paz con la naturaleza, para diluirse trágicamente en la ciudad del olvido.

Acá todos los días son iguales. Hoy, sin embargo, he visto un espejismo. Cuyén, mi amigo del alma, cruzaba el parque vendiendo sándwiches de miga en un carrito ambulante. Aunque ya había amanecido, la luna todavía se divisaba en el cielo.

 

 

 

Consulta la comparativa de eReaders en Español, más completa de internet.

Podría interesarte...

 

 

 

 

 

Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

También en redes sociales :)