Relato 11 - La Vocación
—Acércame las bragas —susurró la mujer con un gemido apenas audible, un leve aliento difuminado que no precisó de ninguno de los músculos de un rostro desfigurado por el placer tan sólo unos minutos antes.
—Por favor, no te vistas aún —rogó Pedro ensimismado. Una de sus manos sostenía la pequeña prenda lejos del alcance de Guiomar, mientras la otra iniciaba un viaje de exploración, adentrándose en la geografía del sexo femenino. Sus dedos cautos pero determinados como un pionero, se abrían paso entre senderos ocultos y acariciaban embriagados aquella frondosa selva dorada.
— ¡Deja de jugar, pareces un niño! —Fue la única y seca respuesta que obtuvo de la mujer, que había girado su cabeza y lo observaba desde unos profundos ojos verdes, misteriosos y lejanos, semiocultos tras los mechones desordenados de una larga cabellera rubio ceniza.
Volvió a dirigir su mirada hacia el techo, y su cuerpo adoptó de nuevo las líneas serenas de una costa sensual y delicada, como una bahía amplia y segura que ofrece refugio carnal a los extraviados. Siempre se sentía desanimada después de hacer el amor, y esta vez no había sido una excepción. Por alguna razón que era incapaz de entender, tras el desmayo de los cuerpos en comunión, se apoderaba de ella una profunda tristeza recordando las extrañas circunstancias que rodearon la caída en desgracia y posterior destierro de su padre, del que no tenía noticias desde hacía años. Una pegajosa melancolía abotargaba sus sentidos, una suerte de segundo orgasmo que empujaba su consciencia lejos de la realidad. Jamás había sentido interés por la política y los entresijos del poder, y aquellos hechos sin duda inexplicables para ella, habían dejado una impronta permanente y profunda.
Pedro, todavía con el exiguo tanga en la mano, la observaba con una mezcla de veneración y temor. Era evidente que aquella ausencia le preocupaba, y al tiempo le resultaba imposible dejar de admirar un cuerpo casi perfecto, definido y preciso, al igual que una escultura clásica, entre la blancura de las sabanas. Salió de su letargo y abandonó la cama.
— ¿Te apetece desayunar algo? —preguntó amable, con la intención de romper una situación que empezaba a resultarle incomoda —. ¿Té, café? Puedo preparar unas tostadas.
—Solamente café por favor —contesto Guiomar, con un hilo de voz, y la mirada fija en un punto impreciso que Pedro no fue capaz de determinar.
En la cocina una fría luz de invierno se adueñaba de los espacios, ganando poco a poco la partida a la oscuridad. A Pedro le pareció que los muebles y enseres de la reducida estancia se habían quedado quietos de repente, como si se asustaran ante su presencia. Arrimó la cafetera al fuego, mientras saboreaba el dulzor de un pastelillo árabe que descubrió olvidado en una pequeña cajita de cartón, decorada con multitud de filigranas geométricas. Al comer, unos hilos de miel dibujaron finos reflejos castaños en una barba negra, salpicada de canas. Con precaución, bajó el volumen y encendió el pequeño equipo de música; un tenue fulgor verde acompañó la voz aguda y dylaniana de Joe Henry, interpretando Lead me on, y supo, con una certeza sobrenatural, que Guiomar estaba destinada a convertirse en la compañera de su vida. El pasado como un ladrón, escondido entre las notas, vino a visitarlo.
Hacía ya tres años que había abandonado definitivamente las desangeladas aulas del viejo seminario. Desde entonces, recorría un tortuoso camino de búsqueda, intentando llenar un inmenso vacío que se había apoderado de su alma. Alimento para un monstruo al que nada parecía saciar. Ni siquiera los meses en que anduvo faenando a bordo del Salvador Maroto tras su marcha, llevaron sosiego a su espíritu. Y eso que amaba el mar y la pesca casi tanto como el dios que sustentaba la vocación que algún día creyó firme y sincera. Sobre cubierta, bañado de sol y de salitre, su corazón reía al ver aparecer los portalones desde las profundidades; tras ellos, a fuerza de halar, bufidos viriles y sudores, emergía el arte como a espasmos, acomodándose manso y destensado sobre las tablas, hasta que por fin el copo se hacía dueño de la popa, como una araña hueca y gigante, hirviente de vida marina. Sin embargo, aquel insaciable agujero persistía, le doblaba los costados del vacío con su hambre. Sima oscura y abisal, ignota y profunda.
Lejos quedaba ya aquella gélida mañana de helada, que lo vio dejar atrás su pequeño pueblo manchego, amodorrado en el cochambroso coche de línea, camino de la ciudad. Sobre el empedrado de la plaza, desdibujados por la niebla, sus padres le parecieron muy pequeños; el menudo, con la boina echada para atrás y una colilla de Celtas sobresaliendo apenas de los labios. Su madre, de figura negra y rotunda, resumía todo el misterio de la Tierra, como esas venus de formas desproporcionadas en las que los antropólogos encuentran un sinfín de simbologías. Tras la ventana empañada, no le costó demasiado adivinar las frases que cruzaban; palabras mil veces repetidas en el molino de aceite, la casa familiar, al calor de la estufa de leña, entre capazos de esparto y un penetrante olor a pasta de aceitunas prensadas
«Vicente, ¡la ceniza!»
«Descuida mujer, ya lo apago.»
«Si es que me andas con todas las camisas quemadas.»
Su padre, con gesto serio, alzaba la mano a modo de despedida, mientras una lágrima en su caída, se congelaba a mitad de camino de la mejilla de su madre. Después, el estruendo ensordecedor de un motor.
«Déjalo estar Anastasia, que arranca el coche, y se nos va el muchacho.»
De pie en la cocina, aún cautivo de sus recuerdos, sintió como los armarios de nuevo cobraban vida, abriendo puertas y aireando estantes, y desde un ángulo todavía indefinido y oscuro, unos ojos ávidos que saboreaban detenidamente su contorno. Como aquellos con los que le miraban los santos de la ermita del pueblo, tantas veces desafiados y temidos durante las escapadas nocturnas de la pandilla por los prados de La Milagra.
El borboteo exigente del café al subir lo devolvió a la realidad; la melodía llegaba a su fin dulcemente, permitiendo que el ritmo metálico de un banjo pasara a primer plano, y persistiera machaconamente, perdiendo intensidad hasta apagarse por completo. Llenó hasta la mitad una gran taza amarilla con el líquido caliente.
— ¿Leche y azúcar, cielo? —preguntó, alzando la voz.
Un silencio mantenido y absoluto lo sobrecogieron. Pasados unos segundos, que sintió interminables, creyó oir un agudo silbido, apenas perceptible, y un sonido amortiguado y voluptuoso como de algo blando que se arrastra por el suelo. Prácticamente tiró la taza, aún humeante, sobre la encimera de cerámica, y se precipitó hacia el dormitorio. Tras acariciar la puerta precavido y cruzar el umbral, la escena que ocupaba la habitación hizo que un escalofrío seco e intenso recorriera su nuca.
Pedro fue incapaz de dar un paso más; permaneció inmóvil, mientras una extraña inquietud se adueñaba de todos sus miembros, sintiendo de nuevo aquel temor irracional que lo dominaba, cuando de chico subía por la noche con algún encargo a la cámara de la casa del pueblo, y observaba asustado y expectante los contornos difusos de la vieja máquina de coser bajo la sábana blanca, llena de remiendos, que la cubría. Revivió su miedo, bañado por la luz mortecina de una bombilla solitaria, entre los sacos de pienso, las manzanas apiladas y el aroma húmedo y dulzón de los jamones salándose en la vieja artesa de madera, petrificado, aguardando con resignación a que un demonio tantas veces imaginado abandonara su exiguo escondite de algodón, y se abalanzara terrible sobre él.
Desde el fondo de la estancia, Guiomar lo miraba con la misma dulzura que la tarde anterior desprendieron sus intensos ojos verdes, faros de jade que inundaron de un fulgor irreal su corazón y eclipsaron el pequeño bar del barrio donde por primera vez se encontraron. Salvo por un fantasmal pañuelo, de un leve azulado, que navegaba entre sus mechones y cubría su cabeza, confiriéndole un aspecto etéreo y virginal, estaba desnuda, sonriendo sentada sobre la tarima. Resguardada entre sus piernas abiertas, cerca del sexo carente ahora de vello, como un falo desorientado, una serpiente de un rojo rubí levantaba inquieta su cabeza ante la irrupción del intruso; los contornos sensuales de su cuerpo rodeaban sin dificultad las manzanas que aparecían en su camino, al igual que la tierra se ve abrazada por los amplios meandros de un rio antiguo y caudaloso.
Una mano lánguida y delicada reposaba sobre el hombro de la mujer; parecía extender su delgadez a lo largo de un brazo que se hundía en la figura arrugada y desvalida de un anciano, que bajando su cabeza cubría con la otra un rostro aparentemente avergonzado. Sin embargo, aquellos dedos famélicos no lograban ocultar la mirada astuta de unos ojos felinos, ni el rictus de maldad de una sonrisa anclada en la comisura de unos labios crueles. Las descomunales alas negras que guarecían sus costados, biombos membranosos y oscuros, albergaban una vitalidad y fortaleza de las que su dueño carecía, protegiendo con la ternura de un padre, a modo de cúpula de nervios sanguinolentos, el cuerpo desnudo de Guiomar. Progenitor e hija, juntos de nuevo después de tantos años, daban forma a un retablo insano que se extendía por todos los rincones de la habitación como las mareas de un océano de aceite hirviendo en miniatura, donde pequeñas embarcaciones de pesca zozobraban abrasadas, dejando escapar en el naufragio las agonías inflamadas de sus tripulaciones.
Guiomar se incorporó, haciendo que el anciano se acurrucara asustado, y plegara sus alas como las velas de un bajel atrapado por la tormenta. Extendió unos brazos incompresiblemente largos y sin apenas mover los labios, su voz recorrió los ángulos de la habitación al igual que una brisa de verano acaricia los trigos al caer la noche.
—Amado mío, hace tanto tiempo que te buscaba. ¡Niega otra vez Pedro, niega!
Pedro se sintió pleno, consciente de que la búsqueda tocaba a su fin. El terror había desaparecido y la bella certeza de descubrir su verdadera vocación, regalaba al alma el sosiego durante tantos años añorado. Aunque todavía vacilantes, sus pasos inequívocos comenzaron a acercarle al espacio que aquellos brazos le ofrecían.