Relato 10- Una Aventura Excepional
Una aventura excepcional
El barco se balanceaba sobre las tranquilas aguas de Ciudad del Cabo mientras que los ocupantes se abalanzaban a su lado de estribor para poder ver la enorme aleta dorsal que se acercaba al casco. Después de casi una hora de espera bajo el ardiente sol y el repugnante olor de la carnaza, que picaba en las fosas nasales, por fin podían ver aquello por lo que habían pagado una exorbitante suma de dinero. Javier se encontraba exultante y lleno de adrenalina, observando aquello a lo que había dedicado su vida. A su lado, su padre contemplaba, nervioso, el surco que trazaba aquella aleta sobre la superficie del mar. Javier sonrió al verlo tan intranquilo y al mismo tiempo, tan excitado. Desde luego, aquello no era algo que se viera todos los días. Pensando en ello, no se dio cuenta de que el instructor, John, había empezado a hablar hace un buen rato. Levantó la vista del agua y la fijó en él, al tiempo que abrazaba a su padre. Se esforzó en entender al sabio marinero, que hablaba en su idioma natal, el inglés.
—El animal no entiende, no razona. No piensa en términos humanos. Solo sigue su instinto y eso es algo que sabe realizar verdaderamente bien, dado que lo lleva haciendo durante los últimos trescientos cincuenta millones de años y casi no ha evolucionado. Sin embargo, ahí lo tienen, estructuralmente casi idéntico a sus antepasados y viviendo hoy en día en todo su esplendor. Quizás ahora sean algo más reducidos de tamaño, pero su naturaleza sigue intacta —a John se llenaba la boca, se notaba que disfrutaba de tan majestuosa visión tanto como Javier. Éste no pudo más que sentir cierto apego por el viejo marino, que continuó su disertación, preparada durante años de experiencia—. El espléndido animal que están ustedes viendo es un joven macho de unos diez años de edad, con una envergadura de tres metros y medio y un peso aproximado de ochocientos kilos. Un bello y letal espécimen el que ha venido a visitarnos. Fíjense en su cuerpo fusiforme y robusto. Observen la majestuosidad y elegancia en su desplazamiento. No poseen vejiga natatoria, por lo que siempre han de estar en movimiento. Y no tiene prisa, pues se sabe rey de su entorno. Solo un ejemplar mayor sería una amenaza para él. De hecho, desde aquí se pueden ver las heridas que tiene en el morro y en el costado. Pero no se engañen, no son lentos. Lanzados al ataque pueden alcanzar velocidades extraordinarias y, por supuesto, siempre serán más veloces que ustedes.
John hizo una pausa para que los oyentes a su lado se explayaran en sus comentarios y en la observación del escualo, que seguía acercándose al barco y al cebo que habían dispuesto. Una gran sonrisa aparecía en su rostro cada vez que veía las caras de los que se atrevían y podían costearse aquella expedición. A veces pensaba que podría hacerlo gratis, solo por el placer de ver aquellos rostros iluminados, por disfrutar un día más de sus caras de fascinación, pero tenía que vivir, y mantener su negocio era bastante caro. Tras la pausa, prosiguió.
—No se sientan decepcionados por ver un único animal. Probablemente vengan más, atraídos por el sabroso cebo que les hemos puesto. La naturaleza, además de ese asombroso instinto del que les hablaba, les ha dotado de unos sentidos realmente excepcionales. Poseen un excelente sentido de la vista sumado a un fantástico olfato que les hace capaces de detectar una sola gota de sangre a kilómetros de distancia. Extraordinario, ¿verdad? —varios sonidos maravillados de admiración y silbidos de asombro corroboraron su afirmación—. Cuentan así mismo con un par de sentidos extras que los hacen terriblemente eficaces a la hora de cazar. Justo en el morro hay ubicadas millones de células denominadas “ampollas de Lorenzini” que les permiten detectar el campo eléctrico de cualquiera de sus presas y, además cuentan con la “línea lateral” —se giró a la audiencia para preguntar—. ¿Alguno de ustedes podría decirnos que es eso?
Javier sintió el impulso de responder, lo sabía perfectamente, para ello los había estudiado durante tanto tiempo. Tantos libros y documentos leídos lo hacían un gran conocedor del tema, pese a que la comunidad científica no lo supiera. Su padre lo miró expectante, sabiendo que su hijo conocía la respuesta. Ignorando aquella mirada interrogativa, dejo que John respondiera por él, sabedor de que nadie más lo haría.
—La línea lateral es un órgano sensorial de estos animales, lleno de mucosidades, que les recorre de la cabeza a la cola y, que sirve para detectar los campos magnéticos, así como, movimiento y vibración a su alrededor, lo que ayuda al animal a evitar colisiones, a orientarse en relación a las corrientes de agua, y localizar sus presas —el viejo instructor pasó la vista por cada uno de ellos, buscando quizás la aprobación o las dudas en las caras de sus interlocutores, aún sin esperar réplica por parte de los mismos—. Y pese a que puedan dudarlo, poseen sentido del tacto y del gusto. Sí, esa piel rugosa y áspera les sirve para reconocer lo que tengan tan cerca que les permita hacer uso de ella. Es probable que mientras estemos observándolos, alguno de ellos se roce con ustedes, aunque sólo con la intención de saber qué son y cómo saben. Aunque es raro, puesto que cada vez nos ven más en su entorno y no nos consideran sus presas. Tenemos poca grasa —se fijó en un obeso hombre canoso que casi no cabía en su traje de buceo—. Tranquilo caballero, pese a que esté usted entrado en carnes, no es un plato de gusto para ellos. Si acaso como postre.
Las risas consiguieron quitar algo de la curiosidad y expectación que se mezclaban en el aire reinante en cubierta, relajando a todos, incluido el interpelado, que soltó una brusca y sonora carcajada, acorde con su enorme cuerpo. John sabía lo que se hacía Y Javier se lo agradeció interiormente.
—Pero no den todo esto por sentado y ténganle al animal el respeto que se merece. Ya saben que estos animales han producido algunas víctimas humanas, aunque casi siempre por imprudencias nuestras. No hagan movimientos bruscos ni ruidos que puedan excitarlos. Usen sus bastones si ven que se acercan demasiado o si se sienten intimidados, pero háganlo lentamente. En caso de que el pánico los invada, acérquense a las jaulas y métanse dentro. Son como los perros, detectan el miedo. Sigan siempre mis instrucciones y todo irá bien.
La mención a las víctimas caló en los expedicionarios, mucho más en Javier, quien sintió un leve escalofrío que le recorrió la columna vertebral. Su padre pareció sentirlo y lo abrazó con fuerza, aunque con ternura. El instructor los miró de nuevo, a todos y a ninguno en particular, tras otra pausa, continuó su disertación.
—Bien señores, ¿alguna pregunta? ¿No? ¿Alguien se quiere echar atrás? Porque ahora es el momento de hacerlo si no se encuentran capacitados. ¿Nadie? Bueno amigos, veo que son todos ustedes unos valientes —algo en el agua atrajo la atención de John, que se volvió rápido hacia el ruido—. ¡Vaya, observen! Un nuevo y soberbio ejemplar se ha sumado a la visita de hoy. En este caso es una hembra madura de aproximadamente cinco metros y medio de longitud y estimo su peso en unos….dos mil kilos… si, aproximadamente. Suele ocurrir en el reino animal que los ejemplares hembras sean bastante más grandes que los machos. Y no solo entre estos animales.
—¿Cuál es el tiburón más grande jamás visto, John? —preguntó en un pobre inglés, uno de los presentes.
—Buena pregunta, caballero. Les puedo asegurar que el ejemplar más grande nunca visto medía unos siete metros y pesaba sobre los tres mil kilos y el más grande pescado con caña, seis y medio y dos mil ochocientos kilos. En aguas australianas fue capturado tan magnífico animal y costó alrededor de veinte y tres horas el hacerlo. Creo que fue algo impresionante y agotador.
Los sonidos de asombro y sorpresa brotaron de nuevo de las bocas de todos los allí reunidos. Se notaba expectación e interés por todo lo que estaban viendo y escuchando, y todos disfrutaban del momento.
—Manténganse unidos como les enseñamos en las clases previas, asegúrense de que su equipo está en perfecto estado de uso y conserven la serenidad. ¡Y por Dios! No se acerquen a sus fauces, pues podrían querer “catarlos” —más risas nerviosas—. Bien amigos. Llegó el momento. Disfruten de esos dólares que han invertido en esta fantástica aventura. Preparen sus gafas de buceo y sus corazones. Síganme y les presentaré al ”carcharodon carcharias”, la más temible máquina de matar pergeñada por la naturaleza. Nademos entre tiburones blancos.
* * * * * * *
Aquella noche, tumbado en la cama de su hotel, mientras escuchaba los suaves ronquidos de su padre, Javier no podía conciliar el sueño. Ese día había supuesto para él el culmen de toda una vida, algo que necesitaba para poder proseguir con su existencia y para dar tranquilidad y sosiego a la de su padre. La excitación anegaba su cuerpo y su mente, incapaz de creer lo que había hecho y conseguido con aquello. Se sentía invadido por la emoción y casi con ganas de llorar de felicidad. Desde aquella aciaga mañana de verano tardío, su vida no había vuelto a ser la misma, ni tampoco la de su padre, que desde entonces se sumió en la más triste de las amarguras. Cansado de dar vueltas sobre el colchón y algo sudoroso, pese a tener puesto el aire acondicionado, Javier, volvió a rememorar aquél día que supuso tan radical cambio en sus vidas.
Era un precioso día de septiembre. Habían ido a Italia a pasar el mes de vacaciones, puesto que como les decía su padre, allí se habían conocido él y su madre, asesinada por un duro y cruel cáncer tres años atrás. Javier, que contaba doce años y su hermano Cristóbal, con catorce, eran lo único por lo que seguía viviendo su padre, derrotado por la terrible pérdida. Dueño de una importante empresa de transportes, muy bien situada en el sector y reconocida a nivel mundial, podían permitirse aquellos caprichos y algunos más si no hubiera sido por la estricta educación que recibían de papá, hombre hecho a sí mismo y que concebía el trabajo como punto indiscutible en la vida de cualquier ser humano. No gustaba de derrochar y eso intentaba promulgar en sus hijos, negándoles antojos y deseos que no fueran estrictamente necesarios para su formación y aprendizaje. Aunque algunos sí les permitía, y uno de ellos era la práctica del buceo, deporte del que tanto disfrutaban ambos niños.
Así que esa mañana recogieron sus equipos y despidiéndose de su padre tras el frugal desayuno, se dirigieron a la costa pertrechados con sus equipos. La playa estaba desierta aún, no eran más que las ocho de la mañana y los veraneantes todavía no se habían instalado en la arena. El agua estaba lisa y limpia y el viento no era demasiado fuerte. Un día perfecto para la práctica del buceo. Los hermanos se metieron en el agua, algo fría dado el mes en que estaban, pero sabían que pronto entrarían en calor habituándose a la temperatura del Adriático. Se pusieron las gafas, el tubo y las aletas, tomaron sus fusiles submarinos y la boya que los protegería y daría indicación a las embarcaciones de que allí había submarinistas y se introdujeron en el mar. Ya conocían el litoral, pues era su cuarto día en esas costas y por ello decidieron acercarse a una pequeña isla distante de la orilla unos trescientos metros. No tardaron mucho en llegar, ambos excelentes nadadores y con unas aptitudes magníficas para ese deporte. Disfrutaron del trayecto, mirando los bancos de peces y las anémonas, las posidonias y las medusas, los erizos y las estrellas de mar que se fueron encontrando por el camino. Pero hoy querían sorprender a papá. Le llevarían una presa grande, algo que le hiciera sentirse orgulloso de sus hijos y que les proporcionara una estupenda cena a los tres. Quizás un enorme pulpo, algún róbalo de dimensiones gigantescas o un buen número de salmonetes de buen tamaño. Algo le llevarían, de eso estaban seguros.
Durante el camino, la profundidad del agua no superaba los seis metros, pero al llegar a la isla y bordearla por su parte externa, descubrieron alborozados que allí, el fondo marino superaba los diez metros. Allí encontrarían lo que habían ido a buscar. Grandes bancos de peces surcaban las aguas en las inmediaciones y los chicos estaban pletóricos de ver tamaño espectáculo. Intentaron sin éxito ensartar con sus arpones una enorme barracuda que se quedaba mirándolos con curiosidad. Pero pasado un rato, el pez se fue, satisfecha su curiosidad y resquemado por los intentos de los hermanos de hacerse con su cuerpo. Javier comenzó a sumergirse más y más, buscando por las rocas del fondo alguna gruta o cueva en dónde encontrar la enorme presa que buscaban. Cristóbal siguió persiguiendo a los peces de la superficie, pero con resultado negativo, haciéndolo sentirse frustrado con cada intento fallido. En un momento dado, Cristóbal oyó a su hermano gritarle totalmente desquiciado. Fue hacia él y le dijo que justo debajo había visto un mero de por lo menos siete kilos. La presa que pretendían. Contagiado por el entusiasmo de Javier, bajó hasta dónde le indicaba su hermano, a unos siete metros de profundidad, y con exquisito cuidado, observó el interior de la cueva. Efectivamente, allí, nadando a media agua, había un enorme mero que lo miraba indiferente. Se extasió en su contemplación hasta que el aire se agotó en sus pulmones y subió lentamente para reunirse con su hermano y trazar un plan de ataque y captura. Tras un rato de debate, decidieron bajar los dos y apuntar con los arpones al mismo tiempo. Alguno de los dos le acertaría, seguro. Sabían que esos animales eran muy curiosos y no se alejaría tan fácil, dejando su cubil sin indagar.
Con varias respiraciones, retuvieron el aire y se zambulleron en el agua, llegaron a la pequeña gruta y, aferrándose a las rocas, apuntaron con tiento al curioso animal, que los miraba con sus grandes ojos, moviendo las aletas adelante y atrás de forma lenta y metódica. Dispararon al unísono, pero fue Cristóbal el que acertó al mero, aunque no en la cabeza como pretendía, sino en el costado. Inmediatamente, el herido animal comenzó a debatirse intentando soltarse del letal venablo que lo había ensartado. Furiosamente luchó por su vida, pero Javier, ya había recargado su fusil y apuntando con más firmeza, remató al hermoso ejemplar de serránido. Jubilosos, comenzaron a tirar de él. Cuando Cristóbal lo tuvo en la mano, ambos hermanos se miraron triunfantes y sintiéndose héroes ante la captura. Tal fue su entusiasmo que no lo vieron venir.
Una enorme masa de músculo y carne les atacó por su izquierda, llevándose a Cristóbal y al mero en sus fauces, delante de la asustada y atónita cara de Javier. Unas burbujas salieron de la boca aterrada de su hermano, quien terriblemente asustado golpeaba al tiburón que lo había apresado. Pues de eso se trataba, un enorme tiburón que no habían visto. Javier salió de su paroxismo y siguió la dirección del escualo con la esperanza de que soltara a su hermano y pudiera ayudarlo a alcanzar la isla para protegerse. Nadó con desesperación y tras un rato vio a su hermano, inconsciente, flotando a media agua y sangrando profusamente por las numerosas heridas en todo su cuerpo. Desembarazándose de su fusil submarino y de todo aquello que le estorbara, se acercó a él y lo tomó por la cintura, subiéndolo a la superficie. Nadando todo lo aprisa que pudo se dirigió al islote, pero atento como estaba en transportar a Cristóbal no vio el segundo ataque. El tiburón golpeó con fuerza por el lado de su hermano, llevándoselo en la boca junto al antebrazo de Javier, que horrorizado soltó un angustioso grito. No había sentido dolor en un principio, tan solo el poderoso tirón, pero al levantar su brazo para huir de allí y ver el muñón sanguinolento, el dolor, las náuseas y la desesperación se adueñaron de su cerebro. Con fuertes brazadas, nadó aterrorizado hacia la isla, que alcanzó sin que hubiera más percances.
Una vez allí, oteó el horizonte y las aguas con la esperanza de ver a Cristóbal resurgir del mar, pero no ocurrió nada de eso, luego se quitó el bañador y apretó fuertemente la herida de su brazo izquierdo, haciéndose un torniquete. Pese a su corta edad, sabía que si no detenía la hemorragia, correría el mismo destino que había corrido su hermano. Y eso era algo que no iba a permitir, no lo podía permitir, por su padre y por él mismo. A lo lejos divisó un velero y empezó a gritar con fuerza con la confianza puesta en que lo oyeran. Así fue y lo recogieron, llevándolo rápidamente a puerto, en donde fue trasladado con urgencia al hospital, alertadas la ambulancia y el personal médico, que lo esperaron en el muelle. En estado de shock y tras pedir por favor que llamaran a su padre, se dejó desmayar y ya no volvió en sí hasta un día más tarde, en la habitación del hospital en el que le habían intervenido el brazo herido. A su lado su padre lloraba desmoralizado. Javier lo llamó y su padre lo abrazó desconsolado, aunque contento de poder escuchar de nuevo a su hijo menor. Cuando pasó el momento, Javier se atrevió a preguntar a su progenitor si habían encontrado a Cristóbal. Éste le informó entre sollozos que las autoridades portuarias, los guardacostas y la policía italiana aún continuaban la búsqueda del cuerpo, pero sin resultados. Sabían del ataque de tiburón por las palabras colapsadas del propio Javier en el velero que lo rescató, por lo que creían bastante inviable que el cadáver apareciera. De hecho había personal de todas esas instituciones esperando para poder hablar con él. Javier suplicó a su padre que no les dejara entrar, aunque sí que le contó lo acontecido.
Tras la narración de los hechos, la cara de su padre, se transmutó aún más. Javier pudo ver la pena y el dolor en su rostro, pero había algo más. Rabia y odio era lo que veía en aquella faz compungida. Salió de la habitación, no sin antes pedir una enfermera que atendiese a su hijo, dejando a Javier, apenado y mareado. Más tarde se enteró de que su padre había puesto precio a la cabeza de aquél tiburón, como si de un criminal se tratase. La noticia corrió como la pólvora, siendo cientos de pescadores los que salieron en busca del escualo, aunque ninguno dio con él, jamás. Tampoco apareció nunca el cuerpo de su hermano y tuvieron que hacer un entierro con el cadáver ausente de Cristóbal. Por supuesto, tampoco se disipó el odio acérrimo que su padre cultivó hacia los tiburones, dedicando parte de su hacienda a la lucha y exterminio de esos seres. Sin embargo, Javier sabía que su padre estaba equivocado, que aquello había sido fortuito, que el tiburón blanco que les atacó lo hizo movido por los espasmos del mero en la punta de sus arpones y que de otra forma, nunca los hubiera mirado como posibles presas.
Pese a haber sido mutilado por uno de esos animales, Javier dedicó su vida a su estudio, aunque de forma anónima y a escondidas de su padre. Tras muchos años de aprendizaje e instrucción sobre los escualos, se dio cuenta de lo maravillosos que eran aquellos animales y que los humanos no podían estar por encima de ellos, ni de ningún otro ser vivo en la Tierra. Estábamos invadiendo su mundo, alterando su hábitat y su forma de vida, exterminándolos impunemente solo por el valor de sus aletas o sus mandíbulas y eso, inexorablemente, conduciría a una hecatombe. Javier, por supuesto, siguió los pasos de su padre, ayudándolo con la empresa, que seguía siendo muy fructífera. Realizó los estudios necesarios y no se separó de su progenitor, ni siquiera para casarse, y eso que era un chaval bastante guapo y bien avenido, por no hablar de su dote económica. Muchas eran las que lo pretendían, aunque Javier, simplemente las ignoraba. Se dedicó a la empresa, a su padre y cómo no, al estudio de los tiburones, esos seres que le habían arrebatado a su hermano y su propio brazo, tan sorprendentes y majestuosos que no podía entender como alguien pudiera pensar tan solo que eran malignos. La maldad es algo inherente al ser humano, no a los animales. No hay animales malvados, tan solo siguen su instinto, y nosotros, los autoproclamados reyes de la creación, creemos ser superiores a todos ellos. Craso error por el que Javier seguía luchando.
Consiguió esconder aquellos estudios durante años a su padre, pero hace ahora siete , éste le descubrió. Jamás en toda su vida vio Javier a su padre tan enfadado e iracundo. No podía creer que su propio hijo lo estuviera traicionando de aquella manera. Larga fue la lucha que Javier mantuvo con su padre en este sentido, largas conversaciones en las que el hijo hablaba sobre los escualos y lo maravillosos que eran, largas discusiones en las que el padre escupía su odio por esos seres inmundos, mientras Javier seguía defendiéndolos. Pero poco a poco, transmitió la idea a su cerrado padre, abriendo la obtusa mente y librándolo de su inmaduro error, y no fue hasta hace pocos meses que lo convenció por fin para que lo acompañara en aquella aventura.
Tumbado en la cama, Javier pensaba que si había conseguido cambiar a su padre, también conseguiría concienciar a mucha más gente, y estos a su vez, a otros más. Y poco a poco, entre todos, quizás consiguieran un mundo más acorde a las leyes de la naturaleza y no a las humanas. Entusiasmado con estos pensamientos, por fin pudo conciliar el sueño y en ellos volvió a nadar entre los majestuosos y enormes tiburones blancos, agarrado a su aleta dorsal mientras surcaban juntos las aguas de Ciudad del Cabo, hacia un futuro mejor, hacia un futuro más armonioso y natural.
Eso era un comienzo, un hermoso comienzo.








