Relato 08 - El Regreso
EL REGRESO
No puedo contárselo a nadie, porque nadie lo entendería. ¿Cómo explicar una sensación? ¿Cómo explicar aquellas cosas que no pueden verse, que no pueden tocarse, pero que curiosamente, se sienten más ciertas y más reales que todo lo tangible, lo palpable que nos rodea? Al principio, ni yo misma sabía bien que era esto, o tal vez, era mi propia educación racional la que me impedía el querer aceptarlo como real. Una brisa no tiene por qué ser más que eso, y sin embargo, ésta se ha transformado en caricia que me acompaña todos los días ya, caminando a mi lado. Un olor conocido puede asaltarnos en cualquier momento, pero cuando éste ha desaparecido y regresa después del tiempo para quedarse y habitar de nuevo mi casa, perdón, nuestra casa, por fuerza ha de ser más que sólo eso. Ese sonido que se escucha en la noche, esos pasos conocidos, esa respiración acompasada que precede al sueño, ese… No, no han sido, no son imaginaciones.
Todo empezó despacio. Al principio fueron ligeros indicios, leves manifestaciones que quise achacar a mi imaginación, o sin lugar a duda, a mi deseo desesperado de que pudiera ser algo real, porque dentro de mí, a pesar de mi rechazo inicial, deseaba que aquello que intuía y me negaba a creer, fuera, se hiciera cierto. No, no puedo contarle a nadie esto. Percibo las miradas de lástima, o peor aún, las miradas de asombro en cuyo fondo se atisba el pensamiento del otro, de: ¡qué locura, pobrecita! Tampoco he sido hasta ahora distinta al resto, si alguien me hubiera contado un caso semejante hace apenas unos meses, con toda seguridad hubiera reaccionado de igual manera, así que por ello, no hubiera tenido nada que reprocharles a esas miradas, a esos pensamientos. Pero ahora, esto, lo que sea, como queráis llamarlo, aunque yo ya lo he bautizado como “el regreso”, me está ocurriendo a mí, y sólo yo, únicamente yo, quiero disfrutar y perderme en ello. Sin consejos ni recriminaciones ajenas.
No me he despedido de nadie, tampoco existe ese nadie al que me ligue algo más allá que el trato amable y cordial de la cotidianidad laboral o vecinal. Es invierno, la niebla ha descendido sobre la ciudad, junto con ella, también el frío. Las farolas lucen con esa luz espectral que la bruma parece dotar a todo aquello que rodea. Me gusta esta luz, el frío he dejado de sentirlo. Mi mundo es una burbuja, camino dentro de esa burbuja, respiro dentro de esa burbuja, siento y vivo dentro de ella. El frío la rodea, pero me protege del mismo y de cualquier estímulo exterior. No estoy sola, en parte al menos y de momento, aunque dentro de poco, definitivamente dejaré de estarlo para siempre ya. Para siempre… Voy a dormir otra noche envuelta en el aroma perdido y recuperado, mecida en el compás de la respiración conocida, acariciada por esta leve y cálida brisa que ha terminado por llenar mi casa, nuestra casa, mi cama, nuestra cama. Me despierto temprano, me quedan tres horas de viaje, sé perfectamente hacia donde tengo que ir. Desayuno con una tonta sonrisa en mi boca y con esa misma sonrisa tonta me maquillo, me visto y salgo, cerrando la puerta de la que hasta este momento ha sido mi casa, nuestra casa. El aroma, la respiración, la brisa, no quedan detrás de la puerta, sino que se vienen conmigo, detrás de mí, delante de mí, a mí lado en el coche.
Invierno, la niebla envuelve también la carretera, conduzco despacio, me quedan, nos quedan más de dos horas por delante, no hay prisa. Aquí dentro, sigo a salvo del frío, de la oscuridad de fuera. Pongo música, canciones románticas, las que me gustan, nos gustaban. Me deslizo por el asfalto, el tiempo se desliza conmigo.
He llegado, la niebla lo envuelve, pero sé que está ahí, aunque apenas pueda verlo. No soy la única, hay más coches en el aparcamiento. Me encamino hacia el acristalado centro de recepción de visitantes, tengo que sacar la entrada y firmar la correspondiente aceptación. Recuerdo cuanto nos extraño esta firma aquella vez, cuan absurdo nos pareció en aquel momento semejante aceptación. Que distinto todo en este hoy. Acepto, claro que acepto, y lo asumo firmando el papel que me tiende solícita la chica al otro lado del mostrador. Salgo, una última mirada a mi coche, nuestro coche, y cruzo el puente levadizo bajo el que discurre el foso hoy ya seco. Camino a través de la liza para entrar por la puerta de acceso. Pienso en Juana y sus locuras, me la imagino, tal como cuenta la leyenda, caminando desesperada, clamando por su amado y lejano Felipe. Algo similar me une a ella, sigo sus pasos en cierta forma, pero no, esto es opuesto completamente, yo sé que me quiso, yo sé que me quiere, que me quieres, que estás conmigo, que voy a estar contigo. Tengo que esperar en el patio de armas, aún no se puede acceder a la torre. Me quedan docenas de escalones por delante, cuanto ansío llegar al final de los mismos. Finalmente, un reducido grupo de personas nos dirigimos hacia la torre, subimos lentamente los empinados escalones, escuchamos las explicaciones del guía que dirige esta visita. Apenas le escucho, pienso en aquella otra vez, recuerdo todo, estoy en el lugar correcto. Llegamos finalmente arriba, a lo más alto. Ahí abajo, un poco más allá de esta torre, está Medina, no puedo verlo, la niebla la envuelve, pero no es lo único que no veo y sé a ciencia cierta que ahí está. Ha llegado el momento, no te hago esperar más, no quiero esperar más, voy hacia ti, apenas escucho los gritos de la gente que dejo atrás, que dejo arriba. Ya… estoy contigo.
Noticia aparecida en el Norte de Castilla:
LUCTUOSO SUCESO EN MEDINA DEL CAMPO
Ayer sábado, sobre las 10,45 de la mañana, una mujer de 59 años, con iniciales A.G.L., se precipitaba al vacío desde la Torre del Homenaje, de 40 metros de altura, del Castillo de la Mota, falleciendo en el acto, debido al fuerte impacto.
Fuentes cercanas a su círculo, han declarado que desconocen los motivos que pueden haberla llevado a hacer esto, si bien, hace apenas un año, fallecía su compañero sentimental.
Resulta más que curioso, que precisamente para poder acceder a este monumento, los visitantes tengan antes que firmar una aceptación de los riesgos y el peligro que supone acceder al mismo.