Relato 032 - Una rosa

Ella soñaba con llevar en su vejez, o no es su vejez, en su retiro, una vida tranquila. Tenía sus sueños, como todos los tenemos, porque los sueños y la imaginación nunca deberíamos perderlos.

Pensaba comprarse un apartamento para vivir ella sola, seguir conduciendo su coche y tener una vida relajada.

Por otro lado, pensaba tener una casita con su huerto. Un huerto pequeño donde poder plantar sus lechugas, sus tomates, sus patatas, sus pimientos, sus berenjenas… y todo tipo de hortalizas para la vida diaria. También quería hacerse de unas gallinas ponedoras, poder regalar los huevos y hacer sus postres.

Dedicarse a cuidar de sus macetas, porque a ella le encantaban las plantas, sembrarlas, podarlas, regalarlas… tener su jardincito.

Quería seguir disfrutando de sus nietos, verlos crecer, participar en sus juegos, enseñarle a elaborar sus postres, llevarlos al colegio. Ayudar a su hija a cuidarlos y a su hijo en todo lo que necesitase.

Poder conducir su coche sin prisas y sin agobios, descansar sin responsabilidades, porque ya había trabajado bastante en su vida.

Ella tenía sueños…

Había tenido una vida dura y bastante complicada. Desde su separación se había quedado sola, con su casa, sus cultivos, su hijo de doce años y su hija de dieciséis.

Una de sus hermanas la definió como “una madre coraje”, que había sacado todo adelante.

Tenía poca vida social, porque había estado durante diez años al cuidado de su madre enferma en la cama.

La recuerdo tan guapa y tan orgullosa el día de la graduación de la segunda carrera de su hijo. Cuando llegamos a la Universidad, estaba allí, con un traje azul marino, muy elegante, junto a su hijo con su traje de chaqueta, su nieta y su nieto mayores, que también le acompañaron. Después del acto se le veía rebosante de alegría, diciendo que ya tenía a su hijo licenciado. Nos invitó a unas cervezas para celebrarlo. ¡Qué orgullosa estaba de su hijo! Y como toda madre, preocupada por que tuviera un futuro digno de él.

Aunque su hijo ya estaba licenciado, le quedaba una asignatura pendiente que aprobó en enero. Se puso muy contenta cuando se lo dijo.

Estaba ingresada en el hospital y le comentó a una de sus hermanas, que para ella, lo primero era la carrera de su hijo y ahora que ya lo había conseguido, la alegría le invadía. La alegría de que su hijo hubiese conseguido su objetivo.

En febrero, después de su último ingreso hospitalario se fue a vivir a la casa de su hija. Su hijo se quedó solo en la casa familiar, haciéndose cargo de las tierras, porque ella no tenía fuerzas para seguir haciéndolo.

“La Rosa” se iba marchitando poco a poco. Pero aunque parecía que no se daba cuenta, ella era muy inteligente; lo sabía, sabía que iba a morir y eso fue lo que le dijo a una conocida cuando aun salía a la calle. Le dijo que de esta enfermedad se moría.

Parecía que no se daba cuenta de lo que le estaba pasando, pero prefería no preguntar. Ella le decía a sus seres queridos que iba a ponerse bien, o que cuando se recuperara, haría esto, lo otro y lo de más allá. No quería preocuparlos, no quería quejarse, se mantenía callada. Ha sido una sufridora hasta el final, pero ha querido llevarse su sufrimiento para ella sola. Demasiado preocupados estaban todos por ella, como para aumentarles dicha preocupación.

En marzo celebraron sus sesenta y un cumpleaños, con una barbacoa de carne y marisco. Apagó las velas de una tarta de hojaldre helada. Estuvo rodeada de sus hijos, nietos, hermanos y sobrinos. Me comentaron que ese día estaba muy feliz.

Ella quería que todos estuviesen cómodos y felices. Quería estar rodeada de los suyos. Sabía a ciencia cierta, que aquel iba a ser su último cumpleaños.

Tenía muchas ganas de comer, que se comía todo lo que le apetecía, pero pronto esas hambrunas se le disiparon y pasó a no apetecerle casi nada.

Fue en su ingreso en febrero, cuando la vi con su gorrito de lana de color gris. Le sentaba muy bien su gorro, estaba guapa. Estaba poco habladora, pensativa. En otras ocasiones había hablado más, pero esta vez estaba diferente, como ausente. Su mirada, no sabría decir si triste o como si su pensamiento estuviera en el infinito. Me pregunto qué estaría pensando, aunque daba la sensación de que no pensaba en nada. Pero eso… solo lo sabía ella.

Recuerdo cuando la operaron en marzo del año anterior. El día que se iba de alta del hospital, vino a despedirse de mi madre, que dio la coincidencia que estaba también ingresada.

Llegó con su bata azul claro, recién peinada y oliendo a agua de colonia. Estuvo charlando con mi madre un buen rato y entre otras cosas, intercambiaron recetas de Semana Santa. Ella nos dijo la receta de los “borrachillos” y mi madre la de las “tortas de bacalao”.

Se le veía tan bien, que no parecía que la hubiesen intervenido hace unos días. Ella decía que no tenía ninguna molestia, ni le dolía nada.

Este año la Semana Santa ha caído en abril, pero ella no ha hecho ningún dulce típico de esta época, como otros años. El Jueves Santo fuimos a visitarla, aunque era una visita, en realidad, era una despedida. Allí sentada cómodamente en el sillón, con su mantita sobre las piernas. Estaba guapa, con su pañuelo anudado detrás del cuello y los extremos enrollados sobre su cabeza. Parecía una rosa y valga la redundancia, tan cuidada.

En la muñeca de su mano izquierda, lleva una pulsera de gomitas de colores, que artesanalmente le había fabricado su nieta mayor con dos tenedores. La luce orgullosa.

 

Estos días ha estado preocupada por su hijo, porque aunque viene a diario a visitarla, ella no sabe que comerá y podría no estar comiendo en condiciones.

También le pidió a un familiar que se acercara a ver como llevaba su hijo los cultivos, no por desconfianza, sino porque nunca se había quedado trabajando solo. Preocupación de madre, porque su hijo, tan joven, estaba solo y toda responsabilidad de casa y tierras era para él.

También dijo de ir a ver sus invernaderos el martes Santo, pero sólo era una ilusión, no tenía fuerzas para hacerlo.

 

Al llegar, le di dos besos y le ofrecí mi regalo. Se me ocurrió llevarle helado de tutti-frutti, que era su preferido. Estaba seria, casi sin expresión, me dio las gracias, pero me dijo que no tenía ganas de comer. Estaba agotada, su cuerpo no le pedía alimento.

Mira el infinito, pero en qué piensa no lo sabemos. Hablamos entre todos, reímos, jugamos con los mellizos de un año. Ella nos mira a todos, mira como los nietos pequeños corretean, el niño gatea y la niña coge velocidad con una bicicleta pequeña que tiene un volante. Pero ella no sonría, a veces cierra los ojos y luego sigue observándonos. Me gustaría saber que pasa por su mente, pero todos lo ignoramos.

En el fondo es feliz, se le ve esa tranquilidad. Porque está rodeada de los suyos, todos la arropan, con sus palabras de cariño, sus besos, sus cuidados, al ayudarla en lo que no puede hacer por sí sola. Se respira amor y cariño a su alrededor.

 

Y “La Rosa” diplomáticamente se marchitó en una soleada mañana de abril. Se marchó sin hacer ruido, sin gritos, sin quejidos, se marchó en silencio, se marchó feliz, con el abrazo incondicional de sus hijos, a los que tanto quiere y ha querido, rodeada de amor, escuchando como su hijo le decía “mamá, te quiero”.

No pudo reprimir tanta felicidad y su almohada se humedeció con sus lágrimas. Su familia la acompañaba y sus nitos de un año llamaban a la puerta diciendo “yaya”.

 

Ahora descansa en la cuarta planta frente al mar. Frente a su Cabo de Gata, dónde tantas veces llevó a la playa a sus hijos.

 

Fue a los pocos días, cuando yo iba conduciendo y en un Cd del grupo musical Mago de Oz, comenzó a sonar una canción, la volví a poner y creo que encaja tanto con esta historia:

 

Cuando ella se fue, le anidaron las despedidas,

su alma se murió y ahora solo queda la herida,

“nunca te podre olvidar” susurró al despedirse de él,

no te olvidare…

y una lágrima se ahorcó, harta de tanto llorar.

Quiero morirme en ti sobre tu pecho, abrázame,

ella gritó: -quiero vivir en ti, no me olvides, cuídate-

y ella murió, ahora es estrella fugaz.

 

Desde que se fue la luna se ha deshecho en un charco,

lágrimas que ayer eran mares, agua de ti,

nada ya será igual, se despeinan mis días sin ti,

ya no puedo más…

cuando muere una flor, se marchita de pena un jardín.

 

Quiero morirme en ti sobre tu pecho, abrázame,

ella gritó: -quiero vivir en ti, no me olvides, cuídate-

y ella murió…

 

Quiero ser la brisa que despeine penas de ti,

quiero ser la lluvia que borre lágrimas de tu corazón.

 

Cuando ella se durmió el cielo se puso a llorar,

y hoy llueve en mí, quiero despertar y tenerte junto a mí,

despiértate… siempre estaré junto a ti.

 

Y así acabó la historia sobre esta mujer que vivió con coraje y se marchó sin ruido, ahora es una de tantas estrellas en la noche.

Y la imagen que me queda de ella es la tranquilidad que tenía en su rostro y la felicidad con sus nietecitos sentados sobre su falda y abrazados por ella.

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