Relato 029 - Tal vez, ellos también sueñen

 “Más de sesenta años antes de que aquello de “un año más” se convirtiese en esa especie de coletilla con la que afrontaba su cumpleaños, Rosario esperaba con auténtica ilusión que llegasen los días previos a aquel acontecimiento.

Una fiesta que comenzaba cuando veía a su madre y a su abuela ceñirse aquellos raídos delantales de pequeños cuadros, cuyos lamparones no habían sucumbido ni a la piedra pómez ni a la arena que se empleaba para lavar la colada.

Luego, como si se tratase de una especie de ritual, venía el afilado del ennegrecido cuchillo de acero al carbono, cuya punta se había vuelto tan roma como una perra chica. Y por último, el pollo. Grande, como uno de esos capones con los que su madre arreglaba el guisado de la cena de Nochebuena.

Todo aquello, la víspera. Pero cuatro días antes tocaba ir a la casa de la mama Dolores para comprar el aguardiente de garrafa y recoger los rollicos de anís que tres días antes le había encargado su abuela. Pues, además de la comida, estaba la invitación de rigor para los compañeros de oficina de sus hermanos. Ya que había que guardar las apariencias con aquellos señoritos, pues ni el Nolico ni el Pepito debían dar la impresión de lo que eran en realidad, los hijos de un labrador de Correntías Medias.

Aquellos eran años tan diferentes como distantes de aquellos en los que sus hijos la colmaban de regalos. “Mira, mamá. Este año no sabía si comprarte una bata o unas zapatillas. Y al final te he traído esta falda”, la hija mayor. “Pues yo te he comprado este bolso, si no te gusta lo cambiamos”, la otra más pequeña. “Yo te he comprado ramo” finalmente, el menor de los tres.

En sus años mozos, aquella palabra, regalo, era tan familiar para sus oídos como tablet pudiera serlo hoy en día para una de aquellas tribus amazónicas que se habían estancado en la edad de piedra.

Su mayor ilusión, aquella por la que se desvivía la mayor parte del año, era su cumpleaños, sí. Pero asumiendo un papel de servicio, de sacrificio desinteresado hacia los demás. Una ilusión que se manifestaba sacando lustre, como le gustaba decir a su abuela, a las ennegrecidas paredes de yeso que, sin miedo a que se le pudieran reventar los numerosos sabañones de sus manos, frotaba una y otra vez con un deshilachado estropajo de esparto. Una ingrata tarea que exigía también que, rodilla en tierra, sin aquellas fregonas que por el bien de las articulaciones se inventarían años más tarde, adecentara el viejo suelo cuyos desniveles y oquedades habían provocado más de una caída a propios y extraños. Labores que además de duras resultarían tan extrañas para una joven de hoy en día como sería echar harina a la jofaina del patio para que se ahogaran en ella las ratas que acudían a degustar aquel cebo. Trabajos duros e ingratos, pero que la hacían tan feliz por lo que representaban, que sus mejillas, como si hubieran sido objeto de un mágico afeite, apenas podían disimular una rojez exquisita de plena satisfacción.

Sin embargo, en aquella ocasión no hubo fiesta alguna. No hubo guisado, ni rollicos de la abuela, ni aguardiente de la mama Dolores. Hasta sus hermanos tuvieron que inventarse un sinfín de evasivas para que Fermín, el hijo del señor Gómez, ni siquiera les preguntase por el convite de su hermana, como le gustaba llamar a aquel tentempié de anís y rollos. En su lugar, solo hubo vergüenza, rabia y una feroz correa que se estrelló más de quince veces sobre su espalda y su cara.

El cumpleaños, lejos de ser la fiesta que siempre había sido, se convirtió en una negra cuaresma a la que no le molestaban los fríos de noviembre ni tampoco las risas cobardes y fantasmagóricas que escuchaba a sus espaldas cuando iba a lavar a la acequia o al mercado.

-‘Maere’, dígame usted qué ‘hasemos’. Esto está a punto. Y qué casualidad que tenía que ser el día de su cumpleaños. –le preguntó su madre a la abuela.

Su única respuesta fue un lacónico “yo lo único que sé es que quiero morirme y ya no ver más en esta vida”. Y tras el reproche de la abuela no solo vino el de la madre, sino que unos cuantos más correazos, gritos y un silencio terrible.

Pero ella era feliz, extrañamente feliz. Y sobre todo, indiferente a aquel supuesto dolor, a la humillación, a las risas y al qué dirán de aquel pueblo, de aquella época que conoció hace tantos años. Nada podía afectarla ni tampoco apartarla de aquella gran alegría que guardaba para sí, su hijo.

No podía haber nada más grande y enriquecedor que aquella experiencia, que aquel reencuentro. Un reencuentro, porque se produjo como un milagro cuarenta años después de que, en la bendita normalidad de un matrimonio como los de toda la vida, ese mismo hijo hubiese venido al mundo. Porque ahora, en aquel sueño donde ella era joven y ágil iba a tener a aquel mismo hijo, sin importarle siquiera lo que le hubiese acarreado semejante desliz de haberlo cometido cuando vivió en aquella época, en aquel mundo.

Y así fue. Mientras ella soñaba aquel sueño con apariencias de recuerdo en la soledad de su ataúd, pasada ya una larga vida de más de ochenta años, ajena a los vivos y a los otros muertos que la acompañaban, supo que tras aquella ensoñación se ocultaba su mejor regalo. Su hijo había muerto, precisamente, el día de su cumpleaños, para nacer en aquel soñar eterno”

-¿Y?-preguntó a su compañero con una irónica sonrisa mientras tomaba un trago de cerveza para recuperarse del esfuerzo de la lectura.

-Y ¿qué? El literato eres tú, no yo. De esas cosas ni entiendo ni me interesan.

Con aquella respuesta, el policía quiso recordarle a su compañero que para él la literatura era una bonita manera de perder el tiempo y la vista en cosas inútiles. Sin embargo, el hecho de que aquel relato no fuese ni excesivamente largo ni poseyera palabras que necesitaban el concurso de un diccionario para descifrar su significado, logró, al menos, atrapar su atención durante unos cuantos minutos. Un relato al alcance de cualquiera, incluso de alguien como él. Pero aquella idea de que los muertos soñasen, además de que solo podía haberla concebido una mente enferma, escapaba a la comprensión de cualquier persona que no estuviera familiarizada con aquel género literario donde el terror, el surrealismo y la poesía se confundían en una amalgama imposible. Por tal motivo, tuvo que ser el otro agente, quien, gracias a sus conocimientos literarios, emplease otro par de minutos para hacerle comprender los entresijos de aquella locura.

-Bien. Tal y como me lo has explicado, creo que lo he pillado. Pero, ¿crees que esa estupidez puede aportarnos alguna clave para la investigación?

-Directamente, no. Pero, en cierto modo, podríamos considerarlo como una especie de aviso de lo que pasaría después. Además, es bastante reveladora por lo que respecta a la salud mental de este individuo. Por otra parte, tenemos los informes del centro de salud que nos permitirán sacar algo con relación a cómo se agravó la enfermedad de la vieja. Y si tenemos en cuenta de que él era el único que vivía con ella…

-¿Que el hecho de que aquello fuese de mal en peor acabó desquiciándolo totalmente?

-Sí. Y luego está lo del seguro de vida, que por casualidad se enteró de su existencia. Cuando la abuela falleciese, él sería el único beneficiario. Obvio, ¿no?

-Tan obvio, como que después de asfixiarla, enseguida vio claro que no tardaríamos en cogerlo. Y por ese motivo no encontró mejor solución que escapar en vertical por aquel puente-y al añadir aquella sarcástica metáfora para referirse al suicidio del único sospechoso de aquel crimen, le hizo un guiño a su compañero para demostrarle que él también era capaz de utilizar recursos literarios de forma oportuna. –De todos modos, sigo sin entender como encaja en todo esto el cumpleaños de la vieja y el cuento éste.

-Una simple coincidencia. El agravamiento de la enfermedad de ella llegó a su punto más alto cuando faltaban dos días para el cumpleaños. Y eso le permitió no solo planear el asesinato y su suicidio, sino que, en su demencia, aún pudo escribir lo que te acabo de leer. Ya sabes lo raros que somos quienes nos dedicamos a eso de los cuentos y las poesías-añadió con una sonrisilla maliciosa.-Anda, y ahora acábate la caña, “escapar en vertical”, que tenemos mucho curro esta mañana.

A las cinco de la tarde de aquel día de noviembre la temperatura había bajado lo suficiente como para recordarle a todo el mundo que el verano era tan solo un recuerdo de hace varias semanas. Aquel frío junto a un viento que parecía llorar por todos aquellos que reposaban en aquel cementerio, recibió al cortejo compuesto por dos coches negros y un reducido grupo de hombres y mujeres que avanzaban con luctuosa parsimonia.

Mientras los operarios del camposanto daban las últimas paletadas de cemento para fijar provisionalmente la lápida, solo el viento y algún sollozo ahogado de mujer rompió aquel silencio en el que podía adivinarse la expectación de los otros cadáveres al recibir un nuevo compañero.

Y tras el silencio, con la misma precisión y disciplina con la que un batallón se desplazaba en un desfile, el cortejo volvió sobre sus pasos para abandonar aquel lugar.

De nuevo, tras el eco de las últimas pisadas y después de consumirse en la nada el sonido de los dos vehículos, la soledad y una aparente paz se adueñaron de aquellos nichos.

La mayor parte de ellos presentaban su habitual abandono de semanas e incluso meses. Un aparente descuido en el que tan solo destacaban las coronas y los ramos que honraban a la nueva moradora, una mujer de unos treinta y cinco años a la que una carretera en mal estado había conducido hasta allí. Pero, además de aquellos ornamentos florales, también destacaba, en el nicho que había a su derecha, un pequeño ramo con una cinta en la que podía leerse “Feliz cumpleaños y felices sueños, mamá”.

Consulta la comparativa de eReaders en Español, más completa de internet.

Podría interesarte...

 

 

 

 

 

Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

También en redes sociales :)