Relato 015 - El otro
EL OTRO
Por un instante, el traqueteo ha hecho que duerma.
El murmullo tranquilizador, hasta agradable, que me había embriagado, se rompe en un estruendo. Asomo la cabeza por la ventana: los árboles se alejan para perderse en el horizonte como manchas; los paisajes que siempre me han sido indiferentes pero que ahora, por llevar la contraria, me gustaría retener.
Hay un cierto despecho en el pasar acelerado del paisaje, como si fuera una derrota volver, como si no hubiera sido nada tanto esfuerzo.
Lejos ya la superioridad de la marcha, del que no puede ser atado por la tierra.
En los primeros años en la ciudad, cuando las cosas iban mal, jugaba a que tenía un hermano gemelo en el pueblo, un hermano que hablaba de mí con orgullo. No pensaba que llegaría a envidiarle.
El tren para, es una estación intermedia. Tres personas suben a mi vagón. Tiene gracia, ya no estoy solo.
Un matrimonio mayor, tímidos, se sientan en silencio en el primer asiento junto a la puerta.
Una muchacha delgada, morena, decidida. Porta una gran maleta que coloca en el altillo con esfuerzo.
Se escucha el canto de los pájaros, de repente, un silbido y un golpe seco, la muchacha cae sobre el asiento color caoba. No ha querido agarrarse a la anilla y claro... No está tan delgada. Me gusta dónde se ha puesto, así puedo observarla sin parecer impertinente.
Saca una novela y se pone a leer. ¿Dónde irá?
Un gitano pedigüeño irrumpe. Le doy la espalda y miro por la ventana, ahora el paisaje ha cambiado, los campos de vides sustituyen a los árboles solitarios.
El gitano se aleja, abre la puerta corrediza, ya está en otro vagón. Veo a través de la puerta el siguiente vagón: una réplica exacta al mío, y el siguiente, y el siguiente...
La chica mira por la ventana, el paisaje ha cambiado otra vez, un mar azul y acariciador deslumbra nuestros ojos.
Por un momento dudo, podría bajar en la próxima estación. No lo hago. El tren reemprende la marcha, el revisor comprueba los billetes.
Me he quedado dormido, he tenido un sueño erótico en el que se mezclaban el mar, la playa y la muchacha morena del asiento delantero. Miro hacia ella pero ya no está. Ha debido bajar en la última estación. Frustrado, recorro con la vista el vagón de ocho por tres metros: vacío.
Me quedo mirando fijamente un póster turístico del gobierno autonómico.
No puedo evitar la desesperación, desearía saltar en marcha y acabar con todo pero no lo hago.
Rebusco por entre los bolsillos hasta dar con el tabaco, está prohibido fumar. ¿Y qué? Junto al mechero encuentro el billete arrugado del tren, lo miro hipnotizado.
Oscuridad. Paralizado, siento como si el túnel no fuera a acabar nunca, acostumbro mis ojos a la sombra, mis oídos perciben el peso de la tierra.
Algo avanza hacia mí, un bulto uniformado. Aterrado, adivino la grotesca calavera bajo la gorra del revisor.
Nací en un pueblo del que marché sin darle tiempo para odiarlo. Recuerdo apenas lo amable del campo, del juego y de los amigos, como siempre.
A la caída de la noche los niños corríamos por las calles vacías. Felices, sudorosos, bañados por el resplandor azulado de la luna. Era una época de héroes, años puros, épicos. Lástima que pasaran tan pronto.
El día que me llevaron al colegio, el resto de los niños lloraba, yo era inocente y no lloré.
Prefería las tardes en casa de mi abuelo. Allí el reloj de pared marcaba los límites del tiempo con unas manecillas ruidosas como pinzas de cangrejo, olía a madera, a espliego, a tinta y también un poco, a pino y a papel viejo, los olores se mezclaban con aventuras lejanas, al ritmo del reloj. Daba algo de miedo escucharlo dispersando el aire dormido.
Entonces yo me convertía en soldado o en explorador. Traspasaba las paredes del salón y me aventuraba en el África virgen o en cualquier otro paraje imaginario.
Un día, de repente, cambié mi pupitre a la última fila de la clase.
Mis notas bajaron. A pesar de todo; conseguía aprobar sin esfuerzo en el límite de los cursos. Llegué a asumirlo de manera que se repitió en la Universidad, siempre hay que perder algo a cambio.
Odiaba el colegio, odiaba especialmente a las matemáticas, pretendían que aceptara lo inaceptable. Todavía me indigna recordar las horas perdidas, los teoremas, los polinomios, la cabeza agachada sobre el pupitre dibujando sin parar, dibujando guerreros y princesas, dibujando monstruos y extraterrestres. La ventana tentadora y los enigmas impacientes esperando fuera. Dos y dos no eran cuatro, no podía ser tan sencillo.
Comprendí entonces que debía escoger el otro lado; la contrapartida imprevista, allí donde se encuentra lo que vale la pena. Me empeciné de veras ¡Cómo echo de menos aquella energía!
En octavo curso coincidí con un compañero algo mayor, se llamaba Vázquez.
Nunca pude ser amigo suyo, aunque nos unían enemistades comunes. Le expulsaron porque su beca suponía una carga para el colegio. A mí me expulsaron por rebelde.
Él y yo hicimos un pacto.
Fue en el tren, coincidimos un domingo en que los dos regresábamos de la ciudad.
Ese día me había enfrentado con el Director, no recuerdo por qué. Por la noche había tenido un mal sueño: un monstruo verdoso me atenazaba la garganta en el ascensor, confiaba en llegar a mi piso para liberarme, pero el ascensor no paró. Lo peor fue cuando el ascensor también rebasó el último piso, todavía sigue subiendo en mis pesadillas.
A partir de entonces las estancias en la ciudad se hicieron más largas, luego vino la Universidad, mi mundo cambió por completo. No volví a verle hasta muchos años después.
Supe que se había marchado de casa, o quizá fue su padre el que le echó. Vagó sin rumbo fijo durante años. Creo que formó un conjunto de música "Pop", también trapicheaba con droga. El caso es que pronto le perdimos la pista. Algunos decían que estaba en el extranjero, otros que era drogadicto, mercenario, millonario... Entre los muchachos había cierta admiración, o al menos, respeto por su hombrada.
Recuerdo también la época de alegría falsa, y las alegrías verdaderas y por supuesto el amor... El amor como único escape.
Sabía que la tela de araña se complicaba. Conforme aprobaba curso tras curso me sentía más atrapado.
Recuerdo el bar de la Universidad, las cervezas, las partidas de cartas, los cafés... ¿De veras lo recuerdo? Me daba miedo el futuro, pero aún más me aterraba el presente.
Los años gotearon lentos, pesados, de repente ya tenía el título.
La vida es una feria. Conseguí un buen puesto en la feria del trabajo, un coche, un piso, prestigio... Y dos divorcios. La farsa había comenzado.
Vivo solo en un apartamento de lujo, con mesa de billar y gimnasio. Cambio de amante cada mes y de corbata cada mañana. Me gustaría cambiar de cerebro.
Mi teléfono suena durante todo el día, quizá sonaría durante toda la noche si no lo desconectara.
Una tarde de verano, mientras caminaba por el parque, descubrí que me seguían. Era una chica, me llamó la atención que corriera con traje de calle.
Me senté en un banco tras los setos y pasó de largo. Volví la tarde siguiente y la siguiente. Cada vez que la veía de lejos, apretaba el paso y me escondía para verla pasar.
Tuve que apoyarme en un árbol. Jadeante, vi a través del sudor como se alejaba, la coleta rubia al viento. Lo último en desaparecer de mi retina fue su trasero, como siempre. Sólo que en esta ocasión, encerrado por unos cortísimos pantalones deportivos.
Lo lógico habría sido olvidarla allí mismo. En vez de eso nos casamos. Todavía me arrepiento. Ojala que un día cese esa maldita necesidad de arrepentirme.
Laura se convirtió en mi vida. No me puedo quejar, tuvimos algunos momentos buenos y algunos momentos malos. No, es mentira, fueron los mejores momentos.
No, es mentira.
"Adiós Carlos, no puedo seguir contigo"
No hubo más explicaciones, no hacía falta. Sólo quedó el teléfono, el auricular mudo, el cordón oscilando estúpidamente en el vacío.
Dos veces son demasiadas veces o muy pocas, según se mire, pero en mi caso eran demasiadas. ¿Querrá decir algo ese número?
Laura podría haber sido perfecta. Su traición parecía un golpe artero, calculado. Seguro que era obra del mismo tipo que las otras veces.
No logré sacarme la sensación delirante que, hasta hoy, confunde realidad y sueño. Recuerdo algunos detalles: una noche de julio, alivio, dolor... Inútil buscar causas, imposible concluir una estrategia o un proyecto.
A veces dudo que Laura haya existido.
A lo mejor había llegado la hora de subir al tren, a lo mejor aún estaba a tiempo.
Agarré la maleta pequeña. Me enojaba cada vez que tenía que hacer el equipaje, un día iba a tirar la maleta por la ventana, pero no esta vez. Todavía no.
Paré un taxi, pegado a la ventanilla la visión del mundo que iba a abandonar me regocijaba.
Me gustan las estaciones de trenes, no por las despedidas o los encuentros efusivos. Me gustan por los que parten.
Amo la posibilidad o el azar de tantear otro lugar, otro tiempo: hace falta valor.
Creí ver a Laura subir entre la gente, me acerqué a empujones. Sí, la melena, el trasero... Era ella. No dije nada, observé como le daba la mano. Allí estaba mi rival, curioso, se parecía a mí sospechosamente.
Me miró a los ojos como se mira a un desconocido, me pareció adivinar un gesto medio de burla, medio de lástima. Giré la cabeza con desprecio para no verlos besarse.
Me dolió no ser yo quien la besara, Laura comprometía mis ilusiones, Laura comprometía mi pasado y mi futuro.
Me dolieron aún más los gestos compartidos, gestos de facturas pagadas y de plazos del piso por amortizar, de notas del colegio de los niños y grifos del lavabo estropeados.
Dejé el trabajo. Viajé durante varios meses, a veces en círculo, siempre en tren. Subía a un rápido, cambiaba a un regional... Me quedaba algunos días si me gustaba el pueblo, siempre cerca de la estación.
No me decidía a tomar el viejo tren.
En una ocasión estuve a punto. De nada sirvió que echara a correr, no estaba preparado. La máquina escapó soplando con dignidad, aquello fue poco elegante por mi parte y lo sabía.
Saltaba por entre los coches jugándome la vida o vomitaba en algún parque perdido, agotado por un ansia implacable que no tenía satisfacción posible. Quizá la había olvidado entre los jirones de Laura, que ya se había convertido en una obsesión, en una causa o en una excusa.
Suerte que hice muchos amigos, no me puedo quejar, he desviajado tanto, he desconocido tanta gente, tantos lugares, desamado tantas mujeres... Un día voy a...
-¿Crees que volverá?
-Éramos muy niños, probablemente ya ha olvidado nuestro pacto.
-Mi pacto, a ti no te conoce.
-Sí me conoce, los sueños, ya sabes...
-Claro, pero tú no has convivido día tras día, no has hecho el amor con él, no le has visto reír.
-Eso no importa Laura, no serás tú quien permanezca aquí cuando regrese y regresará, eso es seguro. Sólo estaré yo, reflejándole en alguna esquina de la memoria
Tomé el tren.
Retornaba olvidado de todo y de todos, sentado en un vagón vacío de ocho por tres metros, con un póster del gobierno autonómico colgado en la pared.
Presa de un impulso irrefrenable, me levanté y abrí la puerta corrediza. Atravesé el siguiente vagón, y el siguiente, y el siguiente.
Llegué al último vagón. Para mi sorpresa, lo encontré repleto, sólo hallé un hueco al lado de un hombre que leía el periódico.
Todos me miraban. Me sentía examinado, criticado, diseccionado. Todos los pasajeros del vagón me miraban y todos tenían mi rostro. De repente, un silencio aterrador se alzó contra mí. Quise huir, me levanté y volví la vista: una muchacha morena sonrió desde un asiento lejano. Tuve la sensación de haberla visto antes. Cuando le dirigí la palabra desapareció.
"Su zumo de nube caballero". El revisor me miraba con ojos de hielo mientras sostenía un vaso humeante en su mano derecha. Bebí ansioso. Regresé a mi asiento y me dejé caer en él, estaba a salvo.
El hombre de al lado continuaba leyendo el periódico. Entonces me di cuenta de un detalle: estaba leyéndolo al revés.
Retiré violentamente el periódico que tapaba la cara de mi acompañante.
Examiné su cuerpo, todavía caliente: era Vázquez.
Así que al final cumplió su parte del trato. Le había costado demasiado caro, le había costado la vida.
Me esforcé por recordar nuestra conversación palabra por palabra. No aseguro exactitud, ¡Hace tantos años! Quizá algún matiz, que ahora escapa, le dio un sentido diferente o incluso opuesto ¿Quién se atrevería a negarlo? Yo no.
-¿Por qué has venido?
-No lo sé.
-¿No lo sabes? Yo te lo diré: porque no puedes evitarlo, ni siquiera eres capaz de quedarte en tierra. Es más, no volverás a tomar este tren. Dentro de unos años serás un hombre casado, con hijos, tendrás un trabajo mediocre. Te integrarás en la masa como en un ataúd, serás como ellos.
-Te equivocas, yo puedo escoger.
-¿Sí? Vaya, voy a proponerte un pacto amigo.
-¿Qué pacto?
-Dentro de veinte años nos encontraremos en este mismo vagón, en este mismo asiento.
-¿Y?
-Uno de los dos habrá muerto.
-Acepto.
El entrechocar del cristal de la ventana contra mi coronilla me despierta. Tengo frío. Abro los ojos con esfuerzo, estirando la piel adormecida de las mejillas ¿Dónde estoy? ¡Otra vez el tren!
Veamos, vuelvo de la ciudad a mi pueblo, con Laura, con mis hijos, con mi respetable vida de cabeza de familia.
Despejo la nube del sueño en una lucha metódica a la que ya estoy acostumbrado. Siempre me han atormentado las pesadillas, desde que tengo uso de razón. Lo peor es que las recuerdo perfectamente, tengo que combatirlas paso a paso conforme despierto. También tiene satisfacciones: el acre alivio de la realidad.
Nunca viví en la ciudad, los años de estudiante no fueron más que un pasar de largo, un espejismo, nunca me desvincularon del pueblo. Todos los sucesos importantes de mi vida se asocian al pueblo: nuestra boda, el nacimiento de mis hijos, mi casa, el trabajo... Lo otro fue un trámite.
En cuanto aprobé la carrera regresé para casarme. Quizá fue un regreso paralelo, un placer paralelo al que ahora me espera, y que, poco a poco se abre paso según reconozco las casas, las calles, el aroma del campo y el cielo sin nubes, y el tren que reduce la marcha, y la estación que se abre acogiéndome, y el tren que para definitivamente.
Recorrí las calles sin demorarme con los conocidos que me saludaban.
Dejé caer la maleta pesadamente en el suelo y abrí la puerta de mi casa.
No sé por qué, pero un extraño presentimiento me hizo temblar. Faltaban las voces, faltaban los saludos de los niños, faltaban los ladridos acogedores del perro.
Entré en la habitación de matrimonio, aparentemente tan ordenada. Pero ella no estaba.
Con frialdad, revisé una por una las repisas, los armarios, el tocador. Tampoco encontré sus maletas. Revolví la basura y entonces vi la factura: dos billetes de tren a nombre de la señora de Vázquez, dos billetes de tren pagados con mi dinero.
Sólo el palpitar de mi cabeza llenaba el vacío, sólo el golpeteo de mi corazón resonaba.
Paralizado, afiné el oído y escuché el timbre del teléfono, como en ese momento fronterizo e inabarcable, como en ese momento ambiguo en el que uno extiende la mano y duda si apagar o no el despertador.