Relato 97 - Algo maliciosamente escondido

 

Mejor. No quiero escuchar las historias de terror del barrio,

que son todas inverosímiles y creíbles

al mismo tiempo y que no me dan miedo; al menos, de día.

 

Mariana Enríquez. Las cosas que perdimos en el fuego

 

 

El año que me mudé a vivir al barrio coincidió con uno de los más placidos finales de verano que puedo recordar.

No me fue nada fácil, al principio, hacerme a la idea, pero tengo que reconocer que a mi padre no le faltaba razón cuando insistía en que el cambio iba a resultarme muy beneficioso. «Cuando te habitúes —repetía con una seguridad y vehemencia que me aterraban—, aprenderás vida»

A pesar de mi rechazo inicial, admito que la Ciudad de los Ángeles, el nombre de la barriada que se había convertido en mi nuevo hogar, llamó poderosamente mi atención. En realidad, la mayoría de vecinos la conocían por la Ciudad, mientras que entre los más jóvenes preferían referirse a ella como la City. Para ser un barrio obrero del sur de Madrid, sencillo y humilde, resultaba extraño bautismo tan exclusivo, pero comprobé enseguida que no existían explicaciones misteriosas como había supuesto, algo habitual por otra parte dado mi carácter imaginativo, sino que tan distinguido nombre obedecía más bien a razones de índole geográfico. En cualquier caso, la excitación por el aparente enigma supuso un acicate en los primeros momentos de desanimo ante la perspectiva del traslado y, ello, sumado a mi rápida integración en la pandilla, que agrupaba chavales del 218 y el 219, dos de los muchos bloques de viviendas pareados que se diseminaban por toda la extensión del barrio, hizo que cualquier reticencia anterior, si no completamente, al menos desapareciera en parte.

Un verano —decía— temprano y no en exceso riguroso tocaba a su fin; languidecía a medida que los primeros días del mes de septiembre avanzaban en el calendario. Los rayos de sol, aún dorados e hirientes, aunque ya mermados de vigor, atravesaban las frondosas moreras de la avenida principal, la primera que conocí y que corre paralela a la galería de comercios, anunciando un otoño que, sin embargo, se adivinaba todavía lejano.

Manuel debía llevar un buen rato tumbado sobre el poyete donde la pandilla acostumbraba a reunirse, era evidente que se había adelantado a la hora convenida. Sonreía complacido pese a que, desde la muerte de su madre, resultaba insólito sorprenderle mostrando una expresión que parecía haber huido para siempre de su rostro. Apoyaba la espalda contra la pared desconchada con el cuerpo algo inclinado hacia adelante, lo necesario para evitar que su cabeza diera con la reja del primer piso que tenía justo encima. Eso le daba una apariencia inquieta, como si fuera a levantarse de improviso en cualquier momento, pero no acabara de tomar la decisión.

El Celtas de costumbre en una mano: «Es más barato y está más bueno que el Ducados», solía decir, mientras soltaba densas volutas de humo que parecían cobrar vida al escaparse de su boca. Por la amplia abertura de la campana del vaquero se adivinaba —ajustado al calcetín— un paquete de rubio, que siempre llevaba encima para ofrecerle a las chicas si se presentaba la oportunidad de ligar. De la mano derecha, enredado entre los dedos, colgaba un viejo llavero de la Barreiros —la factoría de automóviles que obraba como motor económico del barrio del que pendían dos únicas llaves, aparentemente gemelas.

Confieso que, después de conocerle, bastaron unos pocos días de trato para que despertara mis más incondicionales simpatías. A diferencia de Paco, su hermano y el de más edad del grupo; de una dureza mezquina cercana a la crueldad y, tal vez debido a ello, extrañamente impermeable al dolor y al sufrimiento, Manuel hacía gala de una bondad que brillaba sin importar lo que dijese o hiciera. Quiero decir que poseía esa rara cualidad de la que son tocados muy pocos que permite iluminar de presencia las estancias más oscuras y preñar de luz cada palabra y cada gesto. No puedo negar que los agraciados con este excepcional don han sido, desde siempre, objeto de mi debilidad, por lo que desde el primer momento preferí con diferencia su compañía a la del resto de miembros de la pandilla.

Pronto descubrí, sin embargo, que además del resplandor que lo envolvía, Manuel despedía otras señales —como el crujido delator que, al pisarlo, desprende el tablón de madera que preserva algo maliciosamente escondido— que hacían suponer un sufrimiento continuado, el mismo al que, como me refería antes, parecía inmune su hermano Paco. Era obvio que esa suerte de inquietud desasosegante que manifestaba cada vez con mayor frecuencia inducía a pensar —o al menos eso me dictaba la intuición— en profundas grietas sin rellenar que le recorrían el alma desde que su madre, de forma inexplicable, se arrojó a las vías de la estación de metro de Tirso de Molina con María en los brazos, la pequeña de apenas un año a la que Manuel, a diferencia de sus padres, había recibido cuando nació como un regalo al que dedicar sus caricias y cariño y por la que, más allá del razonable apego fraternal, sentía el amor y la veneración propios de un enamorado. Tanto dolor, lejos de invitarme a que tomara distancia, no hizo más que acrecentar la profunda devoción que ya le profesaba, de manera que llegué seriamente a preguntarme si mis inclinaciones naturales no habrían cambiado en algún momento sin que me hubiera apercibido de ello.

Delfín, el más joven de entre todos y de una delgadez que recordaba los estragos que producen los tumores cuando deciden minar el organismo del que se adueñan, llegó y tomó asiento en el poyete, justo a continuación del lugar donde los pies de Manuel se cruzaban en un lazo caprichoso. Con una sonrisa, fijó su vista en las llaves que su amigo sostenía y encendió uno de sus Tres Carabelas que, aunque corto y sin filtro, aparentaba enorme comparado con la extrema insignificancia de su cuerpo.

¡Mira que eres mamón!, ¿no me digas que las has vuelto a pillar? —dijo, y señaló con una mirada inquisitiva el llavero con que Manuel jugaba, volteándolo desde la palma al dorso de su mano en una suerte de vaivén infinito.

Sí —se limitó a contestar Manuel, sin apenas mover los labios; éstos, intentaban encontrar, sin conseguirlo, la curva necesaria que pudiera asemejarse a una sonrisa.

Pese a su aparente similitud, las llaves que custodiaba el llavero eran diferentes y correspondían al portal y a la puerta de la vivienda que, unas calles más abajo, cerca del colegio de los Mercedarios, los padres de Manuel habían alquilado durante años a una familia de emigrantes extremeños que, después de repetidos y estériles intentos, asumieron que la vida les negaba los sueños que habían avivado una noche esperanzada en la casa de la aldea, a la luz mortecina de una lampara de aceite y, sin más, hicieron las maletas para buscar otro lugar en que volver a comenzar y prender de nuevo la llama de la ilusión. Siempre fueron de mi agrado estas gentes esforzadas a las que la Tierra se empecina, por alguna razón que se me escapa, en no reconocer como hijos de pleno derecho y, sin tenerles en consideración, las aparta de su lado como el que rechaza a un apestado que se cruza en su camino. No me cabe la menor duda de que mis preferencias por esta hueste anónima de desheredados se alimentaron de los recuerdos que mi padre, con el semblante ensombrecido, rememoraba cada noche junto a mi cama, relatándome como si de una fábula se tratase, que él mismo, aún muy joven y sin que yo, por supuesto, todavía hubiera nacido, se vio obligado a dejar su casa bajo las órdenes autoritarias de un cacique aterrador.

¿Qué, fiesta o sesión de espiritismo? —preguntó Delfín, empleando un tono de voz que evidenciaba que ya conocía la respuesta de antemano.

¡Con las ganas que tengo de ver a las titis y echar un baile agarrado con alguna de ellas! —prosiguió, mientras alzaba la vista hacia lo alto con un suspiro de nostalgia y sus brazos, con un repetido y nervioso movimiento, imitaron al que ejecutan los esquiadores en la pista para impulsarse, en clara alusión al acto sexual.

Esta vez, Manuel sí consiguió —no sin alguna dificultad— que una sonrisa inequívoca se dibujara en su rostro, desacostumbrado a modular otras líneas de expresión distintas a las inherentes a la angustia y, por toda respuesta, se limitó a levantar el tablero de ouija que mantenía a su lado, plano sobre la superficie del poyete. Aunque al fin, como si hubiera encontrado las palabras que buscaba en el último momento, comenzó a hablar mientras devolvía la pieza de madera, que había encontrado en el Rastro un domingo de compras, a su lugar original.

Descuida, ya he hablado con ellas; les he dicho que pueden venir si quieren —dijo, conservando aún los postreros vestigios de una vaga sonrisa que estaba en tránsito de mudar en otra expresión.

¡Cojonudo! —exclamó Delfín. —¡La ración de zapatilla que te van a meter si tu madre echa en falta las llaves! —añadió y, consciente del error nada más acabar de pronunciar la frase, intentó rectificar, pero ya no le resultó posible. Comenzó a palidecer desafiando todas las leyes de la probabilidad racional, pues resultaba inconcebible que su tez blanquecina pudiera adquirir un tono de menor intensidad, pero contra todo pronóstico lo hizo, de manera que si alguien en ese momento hubiera tocado la piel de su rostro con la punta de los dedos hubiera sentido al tacto la frágil consistencia de un papiro traslucido.

Si pudiera verla una última vez… —susurró Manuel, pensando en su madre, sin prestar atención al comentario de su compañero. —¡Vamos! —exclamó, levantándose del poyete como si volviera en sí, y ocupando con ademán marcial el centro del grupo de amigos, al igual que un aguerrido capitán, dispuesto después de arengar a sus huestes, a adentrarse en el fragor de la contienda.

La pandilla se había congregado por completo y guardaba silencio, intentando, tal vez, encajar el efecto que habían provocado las palabras de Delfín. Tras este último, Paco había bajado siguiendo a su hermano a los pocos minutos; aparentaba ser ajeno a lo que acontecía, como si una pátina a su alrededor repeliera cualquier sentimiento que albergara la intención de hacer mella en sus entrañas. Pulido y Jiménez a los que, sin razón aparente, quizás por la costumbre del colegio, se les conocía por sus apellidos, flanqueaban ambos lados de Manuel a modo de guardia pretoriana. Sobre Jorge, que tenía la rara capacidad de moverse en completo silencio, como si levitara, sin dar señal alguna de su presencia, hubo dudas, aunque no tardó en aparecer cerca, hecho un ovillo, soportando las secuelas de lo que aparentaba ser un más que probable mal viaje de maría. Faltaba Ricardo, algo entrado en kilos y, por ende, como prueba de lo acertado de una asociación que relaciona peso y carácter, de buen talante, al que se había mentido, diciéndole que la quedada era en el piso tres cuartos de hora después. Tiempo sobrado para preparar la novatada que, por haber sido el último en unirse a la pandilla, aún tenía pendiente.

En cuanto a mí, ocupaba en el corrillo un espacio discreto desde el que disfrutaba de una completa perspectiva de lo que estaba sucediendo.

Un lugar igualmente reservado —al que por fuerza abocaba mi carácter retraído y una predisposición a dejarme caer en brazos de la melancolía— era por el que acostumbraba también a inclinarme en las fiestas que hasta hacía muy poco habían llenado las habitaciones del piso desocupado y que ahora servían de marco para celebrar las sesiones de espiritismo por las que Manuel experimentaba cada día mayor obsesión. Me apresuraba, entonces, a buscar un rincón apartado y me limitaba a esperar. Cuando, sin previo aviso, las luces iban disminuyendo en intensidad y las primeras notas de Shine On You Crazy Diamond comenzaban a flotar en el aire, dotándolo de una textura de la que segundos antes carecía —los dos indicadores que anunciaban el inicio del baile— resultaba excitante comprobar, escondido en la penumbra, como los cuerpos, sin otro mandamiento al que obedecer que sus instintos, asaltaban torpemente la negrura para encontrarse. Confieso que no hacía muchos esfuerzos para evitar abandonarme al torbellino de deseo que me rodeaba, hasta el extremo de caer, en buena parte de las ocasiones, en un estado semejante a la embriaguez. Era tal el disfrute que experimentaba que muchas veces llegué a dudar del adecuado funcionamiento de mis sentidos pues me resultaba inaudito el grado excepcional de detalle que a través de ellos percibía. De manera que, a medida que el roce provocaba que la excitación fuera en aumento y cualquier reticencia de los presentes desaparecía, de improviso, me convertía en el compañero de la sangre en su viaje atropellado por colmar el miembro viril y tornarse firme, o me deleitaba acompañando a la incipiente gota de humedad que hallaba sendero para deslizarse por una ingle femenina. Hasta tal punto paladeaba los detalles más nimios de la realidad que me envolvía que no era extraño que, al cabo de unas horas, acabase exhausto y cayera en un sueño agitado del que habitualmente solía despertarme sudoroso, con la respiración entrecortada y enfermo de culpa y de deseo.

Al llegar al portal, los semblantes de las chicas evidenciaban que ya debían de llevar un buen rato esperando. Mariana, una morena de melena ondulada y ojos del color de la miel a la que llamaban la pelopolla, y cuya belleza serena hacía incomprensible el mote que soportaba con silenciosa resignación, se apresuró a adelantarse a sus compañeras para engancharse del brazo de Manuel.

Pensaba que no ibais a llegar nunca —dijo, mientras acercaba sus caderas a la cintura masculina. —Ahora ya estás aquí —añadió, y apretó su cuerpo aún con más fuerza contra el brazo del que se agarraba, demostrando sin pudor la naturaleza de sus sentimientos. Manuel no manifestó signo alguno de correspondencia y, dejando el tablero de ouija apoyado contra la fachada, se dispuso a abrir el pesado portón.

La culpa es del colgado —intervino Paco con la frialdad que le caracterizaba.

A Jorge le llevó algunos segundos más de la cuenta darse por aludido, pues el malestar, lejos de desaparecer, aún persistía y aparentaba haber desajustado por completo un espacio que él creía localizar entre la boca del estómago y el vientre. De modo que atraído por el frescor que provenía del lugar al que la puerta se entreabría y haciendo verdaderos esfuerzos por no vomitar, se escabulló entre todos y sin dar respuesta entró el primero. Con la perspectiva que me ofrecía el cuarto piso, ya que no me resultó difícil adelantarme a todos y alcanzar el rellano donde se encontraba la vivienda, contemplé como la pandilla y las chicas avanzaban por la escalera y se me antojaron una enorme serpiente que, arqueándose en cada descansillo, se arrastraba sobre los escalones. Paco subía a grandes zancadas, atacando los peldaños de dos en dos; ocupaba el lugar donde supuestamente debía encontrarse la cabeza del ofidio, mientras Eva, que miraba sin cesar a su espalda como si sospechara no ocupar el último lugar, se situaba en el extremo de la cola.

Viéndolos subir, como digo, me sentí feliz por tenerlos cerca. Quiero decir que eran lo más parecido a la familia de la que las circunstancias me habían privado. Mi madre también había desaparecido, pero a diferencia de la de Manuel no me dejó memoria alguna de la que valerme pues desde que nací no pude disfrutar de su compañía. De hecho, me crio un ama de la entera confianza de mi padre que, después de amamantarme y velar por que las necesidades básicas de mis primeros años estuvieran cubiertas, desapareció con idéntico sigilo al que había caracterizado su aparición en mi vida. De ella recuerdo sus abundantes pechos, a los que acudí en busca primero de alimento y después de refugio que aliviara mi desamparo, y un enorme perro que semejaba ser la sombra de su dueña por el que, al parecer, según me ha confesado mi padre, demostraba un desmedido cariño. Todavía me parece verlo deambular a mi alrededor, delimitando un círculo protector mediante su cuerpo colosal, siempre atento a que nada malo llegara a acontecerme. Me pregunto, pasados los años, qué habrá sido de ellos y si algún día regresaran a mi lado para aliviar la soledad que aparenta ser inherente a mi existencia. En cuanto a su paradero, hace ya largo tiempo que perdí la esperanza de que mi padre accediera a darme respuesta, pues mis reiterados ruegos jamás han logrado que abandonara su obstinado silencio.

Percibí el sonido característico de una llave al penetrar en la cerradura. Manuel había liberado el llavero de uno de los bolsillos y se disponía a abrir la puerta. Salvo las chicas, que aguardaron en el umbral, todos los de la pandilla entraron profiriendo gritos de entusiasmo que, en principio, no supe muy bien a qué obedecían. De inmediato, recordé que presenciaba la suerte de ritual que se repetía cada vez que se daba la ocasión de visitar el piso. El objeto de sus calientes exclamaciones no era otro que un viejo calendario colgado de una de las paredes de la sala; la lámina representaba la imagen de una hermosa labradora que, apoyando contra la cadera un cesto de mimbre cuajado de espigas de trigo, mostraba a la vista la dolorosa belleza que desbordaba el profundo escote que abría sobre los senos su camisa blanca. La gravedad propiciaba que la melena de rizos negros ciñera delicadamente un óvalo de suaves líneas donde destacaban la boca; grande, de labios entreabiertos, como esperando a perderse en la pasión de un beso, y unos ojos verdes de mirada apasionada, que recordaban el misterio que habita las profundidades de los cenotes mayas. He de admitir que la imagen resultaba de una hermosura perturbadora y justificaba, sin lugar a duda, el vehemente ardor de mis compañeros.

Andaos con el bolo colgando, que el soplapollas de Ricardo debe estar al caer —intervino Paco con su acostumbrada rudeza, pero demostrando esta vez una más que razonable previsión.

De hecho, habían transcurrido apenas unos minutos cuando sonó el timbre.

No encontraba el bloque —dijo Ricardo al entrar y dirigirse a la sala, mientras se limpiaba el sudor con el dorso de la mano. Allí, de inmediato, quedó fascinado ante la imagen del calendario, que aparentaba haber lanzado sobre él alguna suerte de hechizo paralizante.

Por suerte, la novatada planeada no requería de demasiados preparativos. Dadas las características de su físico, el elegido fue Delfín que, aprovechando la momentánea ausencia del advenedizo, había corrido a encajarse en el angosto espacio situado debajo del sofá, idóneo para dar cabida a su enjuto cuerpo. Sirviéndose del pretexto de la falta de sillas, Jiménez y Pulido acompañaron a Ricardo a sentarse en el sofá, mientras los dos hermanos dispusieron sobre la mesa camilla el tablero de ouija y un pequeño vaso, además de media docena de velas, cuajadas alrededor de restos de cera abrasada.

¡Bajad las persianas! —ordenó Jorge, evidentemente recuperado, como si ciertos mecanismos neutralizados por el efecto de la marihuana volvieran a activarse.

¡Si estás entre nosotros, mamá, manifiéstate! —exclamó Manuel, dando por iniciada la sesión.

La penumbra sofocante, apenas aliviada por la débil luz de la llama de las velas, la voluntad de todos, que parecía canalizarse en la punta de los dedos apoyados en el vaso, y una melodía electrónica de fondo, que creí reconocer como uno de los pasajes de Phaedra, uno de los álbumes de Tangerine Dream, dotaban a la sala de una atmosfera angustiosa. Las sucesivas preguntas, junto con el discurrir eléctrico del vaso sobre el tablero, se sucedían ante la inquieta y desconcertada mirada de Ricardo que, a pocos metros sobre el sofá, desviaba sin cesar su atención hacia la imagen del calendario, como si pretendiera encontrar en su belleza un bálsamo sanador que calmara el desasosiego que iba sintiendo crecer en su ánimo.

Silencio.

Fue entonces, desde su cubículo, cuando Delfín, con un certero movimiento de sus manos, le agarró por los tobillos, tan vulnerables como el batir de las alas de una mariposa.

Al contrario de lo que cabría esperar, Ricardo no manifestó ninguna reacción inmediata, limitándose a quedarse quieto con los ojos muy abiertos, lo que aprovechó Delfín para desencajarse del estrecho nicho que le había servido de escondrijo. Del mismo modo que, durante la tormenta, el trueno se deja oír instantes después de que el relámpago haya rasgado el paño nocturno del cielo, todos aguardábamos a que Ricardo respondiera de alguna manera. Por fin, transcurridos unos segundos, juntó sus manos muy despacio y se las llevó al rostro, dejando escapar lo que nos pareció un débil sollozo, completamente ahogado por la carcajada general que atronó la sala como una detonación. Confieso que tuve que hacer verdaderos esfuerzos para que mi risa no resultara en exceso estentórea, ya que me fue imposible evitarla, y sé por los comentarios de muchos que han tenido la ocasión de conocerla que no es precisamente agradable al oído.

¡Invocad al demonio, invocadle! —instaron, de repente, de manera urgente y unánime las chicas, que parecían haber abandonado su indiferencia por la sesión y aparentaban ser presas de una excitación que salvo a Ricardo, que aún procuraba recomponerse, nos contagió a todos.

Manuel pareció vacilar por unos segundos, no demasiados, hasta que finalmente se decidió a llamarme por mi nombre. Y sin hacerle esperar, comparecí, solícito, a su requerimiento.

Me colmaría de felicidad saber que me encontráis sincero, pero comprendo que resulta complicado paliar el descredito que mi padre y yo llevamos apilado como una dura carga en las espaldas desde el principio de los tiempos; lastre que, a todas luces, siempre me pareció injusto pues nuestro cometido, a lo largo de los siglos, no ha sido otro que desvivirnos por las debilidades humanas. Asumo que probablemente cualquier esfuerzo encaminado a hacer desaparecer vuestros recelos resulte estéril, pero, aun así, os aseguro que procuré mostrarme —si se me permite la licencia— de la manera más amable de la que fui capaz. De alguna manera, el apego que siento por Manuel me empujó a que tomara esta decisión y no otra. Me pareció, por tanto, apropiado para ello servirme de la imagen del calendario y, de este modo, aparecer diluido —por así decir— en la penetrante belleza de la labradora. A pesar de mi empeño, me resultó imposible ocultar por completo la realidad de mi naturaleza y, muy a mi pesar, no pude impedir que todos, entre gritos, abandonaran el piso despavoridos.

Manuel, sin embargo, permaneció en mi compañía y, por un fugaz instante, también Mariana, que buscaba consuelo en sus ojos y enloqueció de terror al descubrir los míos.

Como decía, Manuel siguió a mi lado, sin dar por completo todavía rendida el alma, aunque era morada que yo ya había empezado a habitar. Son estos, momentos delicados para el poseído y, ni por asomo, subestimo el horror al que se enfrenta ya que soy consciente de que el atroz espanto que le es revelado a aquel que atraviesa el trance resulta difícil de tolerar. Por desgracia, Manuel conoció al mismo tiempo el tétrico lugar reservado a su madre en el infierno y los suplicios que mi padre había ideado para su hermana María; ambas, visiones de una especial monstruosidad, lo que provocó que el proceso se extendiera algo más de lo acostumbrado.

Como me alegra, después de todo, anunciar que por fin nos hallamos juntos.

No recuerdo si ya os he dicho que adoro este barrio. Está bien, es cierto, admito que no fue así desde el principio; me equivoqué, es evidente que mi juventud no obró como buena consejera, pero cuentan —ya sabéis— que rectificar es de sabios. Lamento tanto haber rebatido el consejo de mi padre, sin comprender, al negarlas, que sus palabras revelaban el camino y la razón.

Ahora veo claro a qué se refería. Por aquello que fui engendrado y se espera de mí, resulta verdaderamente imprescindible adquirir experiencia desde abajo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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