Relato 94 - El interrogatorio
Levantó la cabeza. En el otro extremo de la mesa había cuatro señores, cuatro caballeros que vestían trajes oscuros portando serias y expectantes miradas. Uno de ellos llevaba consigo una pequeña libreta de bolsillo. No paraba de escribir aun sin que nadie hubiera soltado ni una sola palabra.
Por un segundo se olvidó qué estaba haciendo en aquella habitación, y por qué unos hombres trajeados se situaban frente a ella. Hasta que la macabra y sangrienta imagen de su madre tirada en la moqueta del salón, irrumpió en su mente como si de un flash de luz se tratase, haciéndola volver a la silla donde se sentaba, o más bien a aquella diminuta y luminosa sala de interrogatorios.
—Melisa… ¿Estás bien? —dijo el hombre situado justo enfrente de ella.
Era el único que estaba de pie. Parecía ser el que llevaba la voz cantante, sin duda debía ser el de mayor rango. El resto de sus compañeros se limitaban a contemplar a la chica que le devolvía la mirada desde el otro lado de la mesa.
—Sí… lo siento. Os lo contaré todo… —respondió la joven con la mirada cansada y triste desde el otro lado de la mesa.
—Todo comenzó hace tres meses, ahí fue donde le vi por primera vez. Había acabado la jornada de instituto y como cada día me quedé un rato en clase antes de salir. Intentaba no toparme con Christine o cualquiera de sus amigas. Esas chicas siempre tenían una excusa para soltar su rabia con cualquiera que diese algún motivo, y conmigo tenían bastante predilección.
»Al acabar, me dirigí inmediatamente a la carretera del viejo cementerio. La mayoría de la gente evita pasar por esa ruta, incluido Christine y las demás, pero lo cierto es que a mí me reconfortaba la tranquilidad y el silencio que te brinda ese viejo camino, más aún, sabiendo que podía así evitar problemas. Sin embargo, ese día fue diferente. Ellas sabían que yo pasaba por allí cada día y que lo hacía sola, así que en mitad del camino me las encontré. Estaban apoyadas en la verja del cementerio. Recuerdo que Christine soltó una sobreactuada carcajada. «Mira quien anda por aquí…», dijo con arrogancia. Las demás le siguieron con más risas, ¿cómo no? «¿A dónde vas, estúpida?, ¿vas a casa a que te caliente la cara papaíto? A lo mejor si le ahorro el trabajo me lo agradezca. Quizás hasta te lo agradece a ti. ¿No lo has pensado?, ¿qué me dices?», dijo con las risitas de sus estúpidas amigas de fondo.
»Acto seguido solté la mochila y eché a correr, pero como todo el mundo sabe, nadie se escapa de Julie. Es la más rápida del equipo. Dicen que a esa idiota le iban a dar una beca de atletismo en la universidad —Melisa no pudo evitar contener una sonrisa furtiva. —Se lo tenía merecido; Julie me sujetó mientras Christine me golpeaba. Me aporreaba la cara y las costillas como lo haría un boxeador con un saco, sabiendo que no le opondría resistencia. Sarah seguía apoyada en la verja, sonriendo como siempre, mientras vigilaba ambos lados de la vieja calle, a quien solo le faltaba las palomitas para redondear la diversión.
»Ese día tuve suerte, al poco se cansaron de mí. Estaba acostumbrada a que me diesen palizas más grandes que esa. Me incorporé y recogí la mochila. Alcé la mirada y allí le vi. Estaba justo en la acera de enfrente. Sentado encima del capó de un coche, con la mirada puesta en mí. Probablemente en otras circunstancias me hubiese asustado, pero no creí que nada ni nadie pudiera hacer empeorar la situación. Poseía un aire diferente al resto de los chicos. Era bello. Llevaba el pelo sutilmente largo, oscuro, y algo alborotado. Tenía unos ojos oscuros y penetrantes. «¿Consientes que te peguen esas palizas?», dijo desde el capó del coche. «¿Tú qué sabes?», le respondí yo, mientras sacudía polvo mis pantalones. ¿Quién era él para juzgarme?, pensé. «Sé lo que he visto, y he visto como esas chicas te pegaban. No tienen ningún derecho a ponerte la mano encima, y tú no deberías consentirlo», dijo una vez más. Me contó que se llamaba Ismael. Tenía mi edad y no iba al instituto. Supongo que sus padres le darían clases en casa. Dijo que vivía un poco apartado del centro. Nunca fui a su casa. Tampoco me invitó. Como digo, todo aquello sucedió hace tres de meses. A partir de ahí nos hicimos inseparables.
Melisa levantó la cabeza, aprovechó para hacer una pausa y coger aire. Los cuatro hombres seguían mirándola con atención. Se percató que el señor de la libreta había parado de escribir.
—Ismael era diferente al resto —continuó—, era bastante reservado, decía que cuanto menos supiese la gente de él, menos vulnerable sería. Exponía que la sociedad estaba manchada. Que nos obligaban a elegir ser lobos u ovejas. Y que si esas serían las reglas del juego, él no se iba a dejar amedrentar.
Melisa volvió a coger aliento y continuó:
—Ismael consiguió encontrar la forma de escalar por la ventana de mi habitación y colarse por ella. Muchas veces me lo encontraba tumbado en mi cama al regresar de clase, cosa que agradecía en muchas ocasiones. Era la única persona en la que confiaba, podríamos decir. Y siempre estaba a mi lado cuando más lo necesitaba —Melisa hizo una pausa. —Pero todo cambió después del fin de semana del río.
Melisa se dio cuenta de que los hombres que tenía delante le prestaban gran atención a cada una de sus palabras. Miró a su derecha y se percató de que tenía un vaso de agua. Echó mano del vaso y dio grandes y reconfortantes sorbos.
—Continua, por favor —le instó uno de los compañeros que aún seguía de pie.
Melisa alzó la mirada y la dirigió hacia el hombre. Respiró profundamente y continuó:
—Era viernes, y salíamos de clase. Esta vez cogí la ruta cerca del río, quería acercarme a mirar algo de ropa, porque esa noche había quedado con Ismael. Pero a mitad de camino volví a encontrarme con Christine y sus lacayas —señaló mientras contraía su rostro, reproduciendo una mueca de asco. —Jugaba con su mechero y una pequeña navaja. Le pareció divertido marcarme la navaja al rojo vivo en la cara. —En ese instante Melisa se tocó con la yema de los dedos una pequeña cicatriz situada en la mejilla izquierda. —Me agarraron entre Julie y Sarah mientras Christine seguía calentando la navaja. Logré zafarme cuando me la puso en la cara. Forcejeé y caí al río. Me golpeé la cabeza al llegar abajo y perdí momentáneamente el conocimiento. Me desperté poco después llena de cortes y magulladuras, además de esta cicatriz como regalo.
—¿Qué nos dices de tus padres, Melisa? —interrumpió el hombre que anteriormente le invitó a continuar su relato.
Melisa se quedó un rato pensativa. Aún estaba en aquel río cayendo ladera abajo, reviviendo el olor a piel quemada que le produjo la navaja al rojo vivo, sintiendo cada una de las afiladas y duras piedras clavándose por todo su cuerpo, hasta aterrizar en la orilla del río.
—¿Mis padres? A mi madre solo le interesa lo que dice la tele. Y respecto a mi padre… prefería que no supiese nada.
»Subí a mi cuarto, me curé como pude las heridas y me acosté. Simplemente quería que los días pasasen. Fue el lunes siguiente, en el instituto, donde me enteré de la noticia. La dirección prohibió que se hablase del tema, era tabú. Pero no puedes controlar lo que habla la gente.
—Y, ¿qué decía la gente Melisa? —volvió a interrumpir una vez más el trajeado hombre situado justo en frente de ella.
Melisa levantó la cabeza, dejando evidentes sus marcadas ojeras.
—Algunas personas decían que habían encontrado a Sarah en su casa, decapitada. Con la cabeza encima de la tele de su salón. Resaltaban que le habían dibujado una sonrisa con un par de grapas en las comisuras de los labios. Otras comentaban que simplemente la hallaron muerta en el salón de su casa.
Melisa respiró profundamente.
—Ese mismo fin de semana hallaron también a Julie muerta —continuó—, con las extremidades inferiores amputadas. Los más macabros dijeron que las encontraron en una granja para cerdos, la mayoría no se lo creyó.
»En cuanto a Christine… la localizaron dentro de su coche a unos kilómetros del barrio totalmente calcinado. La habían quemado viva.
»Se comentó que a Sarah y Julie las durmieron con cloroformo. De algún modo lograron colarse en sus casas. Las familias estaban desoladas.
—¿Qué nos puedes contar de Ismael? ¿Le volviste a ver? —preguntó otro señor que hasta ahora había permanecido callado.
—Vino a verme el viernes, después de lo ocurrido en el río. Estaba muy enfadado por lo que me había sucedido. Me dijo que no podía consentir que me pusieran las manos encima, y que sabía que yo no era capaz de hacer nada, por lo que lo haría él por mí.
En este momento la cara de Melisa denotaba miedo.
—Alguna vez había bromeado con la idea de fastidiarlas, pero jamás me imaginaría algo así. Pensé..., pensé que iría a la policía o que les daría algún susto. No daba crédito cuando me lo confesó. Nunca creí que pudiera hacer algo como eso. Simplemente, no quería creérmelo.
—¿Cuándo fue eso? – volvió a preguntar confuso el uniformado hombre.
—La noche de lo acontecido con mis padres.
El hombre frente a Melisa finalmente tomo asiento, y se reclinó hacia ella.
—Melisa, necesitamos que nos hables de aquella noche. Dime, ¿qué recuerdas? —dijo esta vez con tono fraternal.
En la cabeza de Melisa volvieron a aparecer una sucesión de imágenes, cada cual más desagradable que la anterior. Casi sin quererlo entró en un macabro y sombrío trance.
—¿Melisa? Por favor, necesitamos que sigas hablando.
Como un chasquido de dedos, la voz aquel trajeado hombre volvió a reconducirla de nuevo a la sala de interrogatorios.
La voz apagada de Melisa comenzó a surgir:
—Mi padre llegó a casa borracho aquella noche. Subía las escaleras, y yo sabía exactamente hacia donde se dirigía. Entró a mi cuarto y yo me hice la dormida. Muchas veces solo abre la puerta para mirarme, marchándose al cabo del rato. Pero esa vez entró. —Las lágrimas caían disimuladamente por sus mejillas. —Sé que mi madre lo sabía. Lo sabía desde hace años —la voz de Melisa empezaba a quebrarse poco a poco.
—Al día siguiente me levanté con la idea de irme de casa, esa noche fue suficiente y necesitaba largarme. Bajé las escaleras y allí encontré a mi madre. Estaba tirada en la moqueta del salón. Yacía muerta, con un charco enorme de sangre recubriéndola. Tenía…, tenía los ojos totalmente desgarrados.
Melisa temblaba, bajó la mirada, las lágrimas seguían corriendo por sus mejillas.
—A mi padre le encontré en el dormitorio. Estaba tumbado encima de la cama con los pantalones bajados, le habían destrozado. Había escrituras en las paredes hechas con su propia sangre que decían: «No la tocarás más».
Melisa finalmente rompió a llorar de manera desconsolada. Cerró los ojos, y como si hubiesen conectado un proyector en su cabeza, las sangrientas imágenes desfilaban una detrás de otras. Tan vívidas como macabras.
—Ismael estaba esperándome en la cocina, tenía la camiseta manchada de sangre. Desayunaba de forma tranquila, como si nada de eso fuese con él —Melisa alzó la cabeza con un afán de valentía, lograba controlar poco a poco el llanto. —Dijo que se lo merecían, al igual que Christine y las demás. Quería… —Melisa tragó saliva. Ya no lloraba, las últimas lágrimas corrían por sus rosadas mejillas, —quería que me fugase con él.
Cogí el teléfono para llamar a policía. Vi la decepción en su rostro, pero no hizo nada por detenerme. Al poco tiempo llegaron a casa, detuvieron a Ismael y me tomaron declaración. Eso es todo lo que se agentes.
Los cuatro hombres se miraron entre sí, expresaban sorpresa y decepción.
Uno de ellos finalmente habló:
—Melisa, en tu casa nunca hallaron a Ismael, eras tú a quien encontraron desayunando con la ropa manchada de sangre. Fuiste tú quien mató a las chicas. Melisa, tú eres Ismael, fruto de una disociación de tu propia personalidad. Llevas dos años con nosotros, en el Hospital psiquiátrico Liberty de Mournshire.
Melisa quedó paralizada, no podía creerlo, no quería creerlo. En ese momento se percató de una quinta persona, un muchacho que estaba en el rincón con pelo revuelto y oscuro como la noche. Había permanecido en la penumbra todo este tiempo, se levantó y lentamente cruzó la sala. Andaba perezosamente; como si los relojes de la sala se hubiesen detenido para prestar gran atención a la escena.
Melisa le miraba sin poder hacer nada. El chico de ojos oscuros se colocó frente a ella y se agachó hasta colocar delicadamente su mejilla junto a la de ella, para así susurrarle al oído:
—No me culpes, tú elegiste ser la oveja, y yo el lobo.