Relato 93 - El hablador

 

Maybe it’s time to stop swimming

Maybe it’s time to find out where I’m at

What I should do and where I should be

But no one will give me a map

 

Stop Swimming  PORCUPINE TREE

 

 

El tubo, como solían referirse a él los viajeros, experimentó una fuerte sacudida, y a falta de diez kilómetros para alcanzar su destino, empezó a decelerar y volvió nuevamente a desestabilizarse.

Aferrado a una de las numerosas barras de seguridad que unían la cubierta acorazada con el piso de los compartimentos, intentaba disimular sin conseguirlo, el pavor que le provocaban las continuas vibraciones de la lanzadera en su tortuosa ascensión.

—Parece que hoy se queja más que de costumbre —exclamó uno de los viajeros al otro lado del vagón y, acto seguido, con una mueca, comenzó a agitarse entre temblores fingidos, en alusión a la inestabilidad del transporte.

La voz provenía de una figura muy alta que destacaba por encima de los cientos de pasajeros que regresaban a la superficie. Al igual que el resto, vestía por entero de negro, una suerte de mono de neopreno que se extendía desde la base del cuello hasta el comienzo de los tobillos, cubriendo por completo el tronco y la totalidad del volumen de los brazos y las piernas; lo único que distinguía a los que conformaban aquel nutrido pasaje, si exceptuamos las naturales diferencias físicas, era la palabra que aparecía grabada en rojo en la placa que todos ellos llevaban prendida en el hombro derecho. De este modo, quedaban identificados sus cometidos dentro de la estructura de funciones del nuevo sistema.

El corto suceso lo entretuvo momentáneamente, de manera que desvió por unos instantes su atención y permitió que la sensación de miedo, aunque aletargada, pasara a un segundo plano. Dirigió su mano izquierda hacia el lado contrario de su cuerpo hasta que se posó en el hombro y, una vez allí, recorrió un contorno metálico y leyó, sus dedos leyeron, al igual que los de un ciego, la palabra que contenía la placa que le habían asignado: «hablador»

Era, servía como contador de historias; de hecho, había ejercido como escritor años antes de que el colapso de la Tierra tuviera lugar, allá por el ya lejano 2022. Le resultaba difícil ocultar que, de alguna manera, disfrutaba de la continuidad de las funciones que el nuevo régimen le había adjudicado, y solía considerar esto, a menudo, como uno de los pocos consuelos con que contaba.

Después de que la distracción dejara de captar su interés, pensó, por un acto reflejo, en el efecto tranquilizador que poseía el olor corporal de su padre, pero ello, como solía ocurrir cuando se sumía en tales reflexiones, no hizo que desapareciera la angustia. Recordó cómo, de niño, siempre que los brazos poderosos de su progenitor estrechaban su cuerpo, aquel aroma característico tenía la virtud de sosegarlo; una calma que ansiaba encontrar cada día, asustado en el interior de la lanzadera durante el trayecto de vuelta, después de pasar largas e interminables horas en lo más hondo de las profundidades.

Sin saber muy bien el porqué, vinieron a su memoria imágenes de viejos documentales en las que los hábiles movimientos de artesanos experimentados, en un alarde de concentración, conseguían confinar elegantes navíos de extenso velamen en pequeñas botellas de vidrio. Siguiendo su ejemplo, intentó, pues, concentrarse en la ansiedad y fue capaz, por fin, de identificarla cerca de un lugar indeterminado entre la boca del estómago y los intestinos. Esta vaga localización le concedió unos instantes de alivió y, por un momento, sintió la doble ilusión de que ejercía cierto control sobre el malestar y era capaz de hacerlo desaparecer.

    Sin embargo, el efecto desigual de estos últimos ejercicios no logró transformarse en una mejoría significativa y, lejos de tranquilizarle, hizo que la ansiedad diera paso a un terror mucho más profundo, uno que anida en los agujeros que provocan las ausencias. El mismo terror con el que los ojos de su padre dijeron adiós a la vida cuando la Tierra se declaró en rebelión.

Las plagas que se sucedieron en el transcurso de la primera oleada avanzaron como la onda de choque que desencadena la detonación de una bomba térmica, cebándose con los más mayores y los niños; la segunda, la que segó el aliento de Valeria, su compañera, desencadenó enfermedades de menor virulencia, pero que, sin embargo, se extendieron en el tiempo, de modo que superó a la primera en letalidad y estuvo a punto de exterminar a la totalidad de habitantes del planeta. La diezmada población, después de largos años de penurias y desesperación, en las que la palabra futuro pareció vaciarse de contenido, acertó a cimentar los pilares de un rígido régimen de siervos que permitió, mediante la especialización de funciones de sus integrantes, devolver al planeta todo lo que le habían robado durante siglos. De este modo, no sólo dejaron de saquear los materiales que lo conformaban, sino que entendieron su dignidad herida y volvieron a acompañarlo, a hablarle, a acariciarle, todos los días, en las profundidades, cerca de su núcleo, cerca de su corazón. Y la Tierra no volvió a enemistarse con ellos.

«Aguarden en sus compartimentos hasta que el acoplamiento del convoy haya finalizado por completo»

La hosca megafonía anunció la llegada de la lanzadera a la estación de desembarco, alertando de la dificultad de las complejas maniobras de atraque, y dando paso a una tensa espera a la que el pasaje estaba de sobras habituado.

Esperó a oír el agudo pitido y que las luces de señalización cambiaran a verde. Una vez que las pesadas puertas del vagón se desbloquearon, soltó sin convicción la barra de seguridad a la que se había aferrado durante todo el trayecto, y salió al andén. Tal vez debido a la rebaja en la tensión, siempre que finalizaba su viaje, una tenue sonrisa se le dibujaba en los labios. Al pisar las baldosas de la vieja estación de Sol y recordar a Valeria a su lado, no podía evitar encontrar algo cómico en el hecho de que, por aquella estación, no mucho tiempo atrás, cruzaron trenes que unían puntos en sentido lineal a pocos metros de profundidad bajo la superficie.

Sin intención alguna de ascender, se acomodó en uno de los peldaños de la escalera mecánica y, después de unos segundos, traspasó el umbral de la puerta principal, adentrándose en una tarde que dejaba escapar sus últimas luces para convertirse en noche. Avanzó por la plaza desierta y, con dificultad, intentó avivar el paso, con la intención de que la sangre circulara e hiciera que desapareciera el frío que le atenazaba los músculos. Los grandes carteles luminosos que, en el pasado, colgaron de gran parte de los edificios que daban forma a la plaza, habían desaparecido; en su lugar, el gobierno había instalado pequeños displays que recordaban a los ciudadanos contantemente la necesidad de no bajar la guardia en ningún momento.

Tras el reguero de muerte que provocó el paso de las dos oleadas, nadie pensó que lo peor aún estaba por venir, pero la más negra de las pesadillas llegó para quedarse. Los suplantadores aparecieron, por primera vez, con ocasión de las guerras coloniales por el control de Mimas y Titán, dos de las principales lunas de Saturno; su riqueza mineral, ante la merma de recursos en la Tierra, terminó por enfrentar a las colonias de Marte y la Luna contra las tropas terrestres. El enorme número de bajas que provocó la cruenta contienda les atrajo. Olieron la desesperanza y la tristeza, de las que se valían para colonizar los cuerpos muertos que añoraban los vivos. Habían vuelto, y el número de regresados —zombis sin alma controlados por la raza alienígena— iba en aumento cada día que pasaba.

Cuando atisbó el puesto de control de ausencias, se le heló la sangre. Sin poder evitarlo, y pese al riesgo que ello entrañaba, echó de menos como nunca a Valeria, y pensó que, tal vez, ya se había empezado a marchar, a irse, mucho antes de que la segunda oleada se la llevara definitivamente de su lado. Se la imaginó como uno de esos astronautas que pierden el cordón de seguridad que les une a su nave y, girando como una peonza, se alejan más y más en la negrura del espacio, hasta convertirse en un diminuto punto, aterrado e imperceptible.

—¡Prepárese para la prueba!

La orden del oficial le devolvió en un instante a la realidad. Antes de que comenzaran a rastrear su cuerpo con el escáner, colocando el artefacto cerca de la zona del corazón, aún tuvo tiempo de llevarse la mano a la nuca, y activar el inhibidor de melancolía que portaba prendido en un pliegue del cuello del mono de neopreno.

Observó que el monitor se iluminaba con un resplandor ámbar, y respiró aliviado cuando las dos figuras uniformadas le dejaron paso libre, haciéndole las advertencias habituales.

Evitó continuar por la calle Mayor, por si encontrara más controles apostados, de modo que, dando un rodeo, acometió la calle Bordadores y giró a la izquierda hasta desembocar en la calle Siete de Julio. Giró la llave y accedió al portal. Después de ascender por la escalera hasta el séptimo piso, entró en el apartamento y tuvo la impresión de que no estaba vacío, pero achacó esta sensación y el temblor que dominaba sus manos a los nervios que aún le atenazaban, tras su paso por el puesto de control.

La figura estaba vuelta de espaldas mirando hacia la calle a través de una ventana. Volvió el cuello y se oyó un crujir como el que desprende una rama seca cuando se resquebraja. Un segundo después sonrió, sin que el blanco de unos dientes iluminara lo que sólo era una línea negra que atravesaba su rostro de oreja a oreja.

No pareció importarle; avanzó con determinación hacía el abrazo que aquel ser le ofrecía, y sólo una, una única palabra salió de sus labios

—¡Valeria!

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