Relato 88 - El caracol negro

El caracol negro

       En invierno el mar es frío y más cuando sopla el viento. Mamá no me deja meterme solo y menos cuando hace frío, porque tiene miedo de que me enferme. Antes me metía con papá, pero desde que se fue, sólo me meto cuando está ella o cuando está Julián. Tenemos una casa a la que venimos siempre, pero mamá no quiere que le digamos nada a los vecinos, porque alguien se puede meter a robarnos.

 

Ayer me compró un auto rojo a fricción que uso en la playa. Tengo otro verde. Me gusta alejarlos para que después choquen arriba de las piedras. No voy a las más altas, sino que me quedo en las bajitas, porque mamá tiene miedo de que me caiga y me rompa la cabeza. A veces salimos a correr con mi hermano y volvemos transpirados. Mamá me grita “¡mirá cómo estás! ¡Todo transpirado! ¡Andá a cambiarte!”.

 

Lo que más nos gusta hacer a Julián y a mí son pozos en la playa. Julián hace los pozos y yo voy hasta el mar y los lleno con agua. A veces son tan grandes que nos podemos meter los dos. Cuando hay otros chicos, competimos para ver quién hace el más grande. El perdedor está obligado a llenar los pozos del otro. Pero hoy la playa está vacía. No hay personas, no hay perros, no hay sombrillas ni vendedores de churros. Hay cigarrillos apagados y papelitos en la arena. ¿Por qué no los tiran en otro lado?

 

Mamá está en la casa porque Julián tiene fiebre. Dice que se enfermó por irse a dormir con la cabeza mojada. Para mí se enfermó porque sí. Cada tanto sale a la puerta y me grita “¡Luis, no te alejes tanto! ¡Quedate cerca de la casa!”. Después apaga el cigarrillo contra el piso de piedra y vuelve a entrar.

 

Mientras me ve, me acerco, porque así es más fácil, pero a mí me gusta ir a jugar más lejos, cerca de las piedras altas, porque la arena de ahí no tiene basura. Ya le dije antes a Julián de ir hasta las piedras, pero me dice que mejor no, que mejor no hagamos enojar a mamá. Desde que papá se fue, está sola y se enoja por cualquier cosa.

 

Hoy la playa está vacía, así que corro hasta las piedras altas. El corazón me hace pum pum pum en el pecho. Las playas vacías me gustan casi más que las playas con gente, porque para mí es fácil perderme. Por eso mamá siempre prefiere que ande con Julián o que me quede cerca. Pero ya soy grande y cuando no hay gente se puede caminar o correr y nadie te dice nada. Sí extraño a los heladeros, a los vendedores de churros y también a los perros, aunque a veces sean un poco molestos. Una vez estaba comiendo un helado, me puse a mirar el mar y vino un perro y se lo llevó. Siempre me acuerdo de ese helado. Era de frutilla con baño de chocolate. A veces pienso que todo sería mejor si se lo bañara en chocolate. Aunque quizás no. Quizás las cosas saladitas no queden tan bien, pero podría hacer la prueba en algún momento. Cuando Julián se mejore le voy a pedir si me puede acompañar a una heladería, así preguntamos si se puede hacer. 

 

Veo a un señor bajito con barba y sombrero sentado sobre las piedras. Parece que está escribiendo algo con una ramita sobre la arena. Tiene un viejo abrigo negro, como el que usaba papá los días de lluvia. Ahora el abrigo está siempre colgado en un ropero y tiene olor raro. 

—Hola—me dice desde lejos, dejando la rama sobre la arena.

—Disculpe, señor, no puedo hablar con usted, porque en casa mi mamá no me deja hablar con extraños.

—¿Y qué dice tu papá al respecto?

—Mi papá no dice nada, porque hace tiempo que se perdió en el mar.

—Pero ése no es un problema —dice con una sonrisa, mientras se agacha y se pone a mi altura—. Si tu papá se perdió en el mar, lo podemos encontrar juntos. ¿No sabés quién soy yo?

Niego con la cabeza.

—Soy el dueño del mar. Si querés, te lo puedo vender. Una vez que sea tuyo, podés ir y buscar a tu papá. 

 

Pienso en que me gustaría volver a ver a mi papá. Siempre fue bueno conmigo, con Julián y con mamá. A veces nos llevaba a pescar. Otras, comíamos manzanas acarameladas y algodones de azúcar en el zoológico. Cuando venía de trabajar, después de varios meses, nos traía juguetes, como conejitos a cuerda o autitos a control remoto. 

—¿Cuánto cuesta el mar? 

—Seis caracoles. Si me los traés, te lo vendo.

 

Miro hacia el mar y lo veo grande. ¿Dónde estará papá ahora? Mamá dijo que un día zarpó el barco y que no volvió más. A lo mejor no lo buscaron bien. Yo sí lo voy a encontrar. Cuando compre el mar, lo primero que voy a hacer es calentarlo un poco y sacarle agua, porque tiene mucha, así nunca más nadie va a perder a su papá.

 

Me tengo que acercar al agua para encontrar caracoles, a esa parte donde la arena es más dura y si uno se queda parado parece como si el mar lo llevara a otra parte.

 

El primer caracol es blanco, con rayitas marrones. Es lindo. Lo levanto en el aire y el señor me hace una seña con la palma de la mano, para decirme que faltan cinco.

 

Encuentro cuatro más y se los llevo, porque ya estoy cansado y no puedo encontrar el sexto.

Me sonríe cuando los ve y, a medida que los cuenta, se los guarda en el bolsillo.

—¿Y el sexto?

—Encontré cinco nada más —bajo la vista y me pongo colorado.

—Es que si no encontrás seis, no te puedo vender el mar. Pero me caés bien, así que te voy a ayudar: el sexto caracol es el caracol negro, el más bello caracol que nadie haya visto jamás. Cuando le pegás la oreja, escuchás todos los sonidos que quieras, no sólo el del mar.

—¿Águilas también? Porque me gustan las águilas.

—Especialmente águilas.

—¿Y dónde está ese caracol?

—Para encontrar el caracol negro tenés que empezar a caminar desde acá en línea recta, por donde te estoy indicando con el dedo. Cuando veas que el agua te tapó las rodillas, seguí caminando. Significa que estás cerca.

—Pero mamá dice que no me puedo meter al mar. 

—Eso está en vos. ¿Querés o no querés comprar el mar? Porque sabé que ya tengo otros chicos interesados, que también me han traído caracoles. Mirá.

Y se vacía los bolsillos, llenos de caracoles.

—Bueno, está bien. Le traigo su caracol negro, señor.

 

Empiezo a caminar y siento la arena dura entre los pies. Tengo que mirar hacia abajo, porque hay piedritas y restos de cosas que no sé qué son, pero que no quiero pisar. Me ajusto el gorrito turquesa, porque sopla el viento. Veo el agua cerca y doy el primer paso. ¿Qué estará haciendo Julián ahora? El agua está fría y la piel se me pone de gallina. Seguro está haciendo dibujitos en el cuaderno. Me abrazo y camino despacito, tratando de no tropezarme con ninguna piedra.

 

Cada vez me cuesta más caminar, porque el agua sube y tengo que ir más lento. Veo el agua sobre mis rodillas y no puedo parar de temblar. Los dientes me chocan y se mueven solos, así que trato de hacer fuerza con la boca, pero no puedo. En casa seguro hay Nesquik caliente y galletitas. A lo mejor Julián ya está jugando a los jueguitos. Mamá hoy iba a hacer una torta, me parece.

 

Quiero volver. Miro hacia atrás y veo al señor que me hace un gesto para que siga. No veo bien por el viento, que se me mete en los ojos y me hace llorar, pero parece que el señor ríe. Me cuesta escuchar, porque las olas chocan entre sí. ¿Para qué vine hasta acá? ¿Por qué no me quedé en casa? Veo una ola grande, como nunca antes vi. Empiezo a retroceder, pero la ola no me da tiempo y me tumba. Cierro los ojos y trato de respirar, pero el agua se me mete en la boca y en los ojos. Me quiero levantar y agarrar de algo, pero no hay nada. Alcanzo a levantar la cabeza pero me vuelvo a hundir. Después siento un tirón, gritos y trago bastante agua. 

 

Estamos en la playa con mamá, que me abraza y llora.

—Hijo, hijito, ¿no te dije que no te metieras al mar? ¡Casi te ahogás!

—Es que mamá, el hombre me prometió que me iba a vender el mar.

—¿Qué hombre? —dice y mira para todos lados.

—El hombre de las piedras.

 

Hay un sombrero y muchos caracoles sobre las piedras, todos blancos. Las pisadas en la arena desaparecen en el mar.

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