Relato 86 - DÍAS DE OCIO EN EL VALLE MARINERIS
Partí de Ascra en busca de la inspiración que había perdido. Sufría lo que en la ciudad de los poetas se conoce como «la sequía del estro». Los títulos premonitorios de mis últimos poemarios, como Erosión del sentimiento o Epitafio de un seductor, habían sido una llamada de advertencia, un anticipo de lo que ahora estaba padeciendo. De mi pluma no había salido ni un solo verso en varios meses. Parecía que las Musas me habían abandonado definitivamente. Pero, por suerte, en Ascra un poeta siempre sabe dónde buscarlas para solicitar su ayuda.
Desesperado, me armé de valor y decidí pedir consejo a las compañeras de Apolo, que residen en lo alto del monte Ascreo. Calíope, la del hermoso rostro, musa de la épica, me aconsejó emprender un viaje a lo largo del Valle Marineris como remedio para mi bloqueo creativo. El gran cañón y las espléndidas ciudades que lo jalonan me servirían de inspiración para una obra que haría palidecer a toda mi producción anterior y me encumbraría como el poeta más grande de toda Ascra.
Las palabras de la Musa me reanimaron, devolviéndome a la vida. No cabía en mí de la excitación. Yo nunca había salido de Ascra y estaba entusiasmado ante la perspectiva de un viaje de placer por el Valle Marineris, que siempre había querido visitar. No debía temer ningún contratiempo durante mi trayecto, ya que el gran cañón de Marte recorría una región singularmente pacífica, en la que no había tenido lugar ningún conflicto bélico en varios siglos, algo inusitado en el planeta rojo. Además, contaba con la bendición de las Musas. No era consciente de ello entonces, pero en realidad partí en busca de mi musa personal.
Atravesé el país de Tarsis con una caravana de mercaderes, la mejor forma de viajar en compañía sin temor a los bandoleros, y tras varias semanas de viaje llegué por fin a la próspera Arwad, puerta de entrada al Valle Marineris. La ciudad-estado a orillas del Lago Fenicio era un bullicioso puerto en el que confluían las rutas de caravanas que venían de Tarsis y Siria. Sus habitantes eran grandes navegantes que se conocían el Valle Marineris como la palma de su mano de tanto recorrerlo con sus barcos para comerciar con sus distintas ciudades, por lo que era el lugar más indicado donde buscar una buena nave. Los fenicios, astutos mercaderes, me tomaron por lo que en verdad era por aquel entonces, un ingenuo poeta que no sabía nada del mundo, e intentaron embaucarme de mil formas distintas mientras estuve en su ciudad. Al principio compré un montón de cosas que en realidad no me hacían falta para mi viaje, pero luego, viendo que mi dinero menguaba de forma alarmante, y temiendo que se me agotara antes de empezar siquiera la travesía, guardé mi bolsa a buen recaudo y me centré en la búsqueda de un buen barco que me llevara hasta Xanthe, en el otro extremo del Valle Marineris.
Elegí un barco llamado El Fénix del Valle, considerando que su nombre era un buen augurio. Su capitán era un hombre de piel curtida llamado Hannon y parecía de fiar, cosa rara en un fenicio. Cuando me confirmó que su destino era Xanthe supe que había elegido bien, y aceptó llevarme en su barco por un módico precio. No sería el único pasajero, ya que pronto conocí a mis compañeros de viaje, un locuaz mercader de Ofir de piel oscura y un hombre misterioso con acento de Candor acompañado por una joven que afirmaba ser su hija. La joven respondía al encantador nombre de Aurora y tenía el rostro rubicundo característico de los oriundos de Candor. Quedé prendado de ella al instante.
Su padre dijo ser granjero, pero no me pareció que tuviera aspecto de campesino, pese a su rostro igualmente rubicundo. A diferencia del mercader de Ofir, era un hombre de pocas palabras. El mercader hablaba por los dos, contándome anécdotas de los lugares que había visitado en sus viajes de negocios. Había estado en países tan distantes como Zephyria y Saba, e incluso en el Imperio Noético, situado en las tierras remotas del sur de Marte. Aurora, tan parca en palabras como su padre, rara vez salía de su camarote, para mi desdicha, por lo que tenía que conformarme con la compañía del mercader, que podía llegar a resultar cargante.
El Fénix del Valle partió de Arwad, internándose en el complejo sistema de canales conocido como el Laberinto de la Noche, que conecta el Lago Fenicio con el Valle Marineris. Únicamente los habilidosos marineros fenicios son capaces de orientarse por este laberinto de canales en el que muchos otros se han perdido, su mejor defensa contra enemigos externos. Estuvimos varios días dando vueltas por esos canales hasta arribar a los muelles de Antioquía, principal puerto de la Siria Marciana, donde nuestro barco hacía escala.
Antioquía estaba gobernada por la dinastía de los Selenitas, sátrapas de origen seleno cuyo poder se extendía por toda Siria. Debido a su ubicación estratégica en un extremo del Valle Marineris, la Siria marciana era una encrucijada de culturas, como lo había sido en su día la Siria terrestre, según las antiguas crónicas. Los siríacos de Antioquía eran una curiosa mezcla de selenos, árabes y muchas otras cosas. A diferencia de los fenicios, eran más inclinados al placer que a los negocios, aunque también podían ser arteros en sus tratos. Predominaba la religión olímpica, por supuesto, pero también había practicantes de las viejas religiones de la Tierra, sobre todo musulmanes y judíos, e incluso unos pocos cristianos. El capitán nos advirtió que en esa ciudad también había adeptos del siniestro culto a Isophis, aunque éste era mucho más importante en el vecino país de Ofir, donde su creciente auge era fuente de preocupación para las autoridades. Se rumoreaba que en el Laberinto de la Noche tenían lugar horrendos sacrificios a la diosa-serpiente cuando Fobos y Deimos reinaban en el cielo nocturno... pero Hannon nos aseguró que no teníamos nada que temer mientras nos quedáramos en el barrio portuario, donde se encontraba el mercado.
En el mercado de Antioquía uno podía encontrar de todo. Hasta él llegaban productos de las otras urbes siríacas, como alfombras de Emesa de complicados diseños, tejidos de Laodicea de vistosos colores, dulces dátiles de Palmira, o una extraña sustancia de Epiphania que producía en quien la fumaba visiones divinas. Pero a través de las rutas de caravanas llegaban mercancías más exóticas... Los mercaderes de Memnonia pregonaban productos misteriosos de manufactura atlante, y del valle del Araxes, en el Dédalo, procedían extraños artilugios que habían pertenecido al reino caído de Icaria, según afirmaban sus vendedores. Cuando uno les preguntaba para qué servían todas esas maravillas, se inventaban cualquier disparate, poniendo de manifiesto que ni ellos mismos lo sabían. Incluso había un viejo farsante de Thaumasia que ofrecía a gritos el néctar y la ambrosía de los dioses, que de cerca parecían simplemente vino y dulces. Escarmentado por mi reciente experiencia en Arwad, no compré nada de todo aquello.
El mercader de Ofir montó un puesto con sus propias mercancías, y mientras estaba charlando con él, acudió a él un ruso procedente del Bósforo, el misterioso reino que se encontraba a los pies de los Montes de las Nereidas, a orillas del Mar de Plata. De movimientos nerviosos y mirada huidiza, daba la impresión de ser un hombre acosado. Aseguró al mercader de Ofir que obraba en su poder una gran gema que había pertenecido a la reina de las rusalkas (como llaman los de su país a las nereidas). El mercader se mostró escéptico con respecto al origen de la gema, pero aún así mostró interés y le pidió que se la enseñara. El ruso sacó de una bolsita de terciopelo un gran rubí del color de la sangre, del tamaño de un huevo de avestruz. El Rubí de las Rusalkas.
El mercader de Ofir no tuvo que regatear mucho, pues el ruso se lo vendió a un precio ridículo, como si se limitara a cumplir con un ritual. Parecía que quería desprenderse de la gema cuanto antes, y en cuanto se deshizo de ella abandonó rápidamente el puesto.
-Creo que el muy tonto está convencido de que una especie de maldición pesa sobre la joya –me dijo el mercader divertido, aunque en su desconcertante regocijo había algo que se me antojó siniestro.
De vuelta al barco, le hablé al capitán del extraño ruso y su Rubí de las Rusalkas. Para mi sorpresa, la preocupación se reflejó en el curtido rostro de Hannon.
-No me gustan los del Bósforo –me dijo-. No son de fiar. Son todos medio brujos, como sus vecinos de Thaumasia. Fingen adorar a los Olímpicos, pero tienen sus propios dioses, dioses extraños y terribles... ¿Has oído hablar de Nergal?
-¿Nergal? Es la primera vez que oigo ese nombre.
-Es su dios de la guerra y del inframundo. Una deidad despiadada y cruel, a la que le encantan los sacrificios humanos. Y a Nergal también le gustan los rubíes... en el Bósforo dicen que son la sangre solidificada de los muertos. Esto no me gusta.
-¿Acaso temes por la seguridad del mercader? Tal vez deberíamos advertirle...
-Lo haría, de no saber que caería en saco roto. Los de Ofir presumen de tolerar cualquier creencia, por muy extraña que sea, por eso el culto a Isophis ha arraigado con tanta fuerza en su país... Veremos en qué acaba todo esto.
Por de pronto, el capitán le ordenó al mercader que guardara la gema a buen recaudo mientras estuviera en su barco y no la mostrara nunca, bajo ningún concepto. Él accedió gustosamente.
Partimos a la mañana siguiente, dejando atrás los muelles de Antioquía. Seguíamos en los canales del Laberinto de la Noche, pero nos encontrábamos ya a las puertas del gran cañón. Ese mismo día salimos de los canales y el Valle Marineris se desplegó ante nosotros en toda su majestuosidad. El gran cañón, en realidad un sistema de cañones, era inmenso, de proporciones colosales. A través de él discurría un río mucho más ancho que el Amazonas de la vieja Tierra, por el que navegaban gran cantidad de barcos. El descomunal río, de miles de kilómetros de largo, pasaba por las ricas tierras de Ofir y Xanthe y recibía afluentes del Ganges, el Indo y muchos otros ríos de menor tamaño (he leído que estos ríos tomaron sus nombres de ríos terrestres), formando un complejo sistema fluvial, hasta desembocar en el Mar Acidalio. Aurora estaba tan maravillada como yo del majestuoso panorama que se extendía ante nuestros ojos.
En ese tramo el río recibía el nombre de Coprates y regaba las costas de Siria, Ofir y el Sinaí. El capitán, como buen marinero, tenía toda clase de historias fantásticas que contar sobre la región:
-En Ofir se encuentra la Fuente de la Juventud, de la que sólo pueden beber los rajás. Si cualquier otro intenta beber de ella, es arrojado sin contemplaciones al lago Titonio, donde envejecerá rápidamente hasta convertirse en un anciano decrépito... Más allá se extiende el Pantano de la Hidra, donde mora un terrible dragón de cien cabezas que protege la frontera con Xanthe; por cada cabeza que se le corta, le crecen dos más, aunque son pocos los que consiguen cortarle siquiera una... Al este del Sinaí se halla el Lago del Néctar, del que beben los dioses para asegurarse su inmortalidad; los brujos de Thaumasia protegen sus aguas mágicas de cualquier intruso con una poderosa red de encantamientos... Y más allá se encuentran los dominios de Proteo, el dios que puede adoptar cualquier aspecto, travieso señor de esas aguas al que le gusta jugar con los barcos que pasan por sus costas...
Ahí había material de sobra para inspirarme unos buenos versos, y los siguientes días estuve muy ocupado intentando componer un extenso poema épico ambientado en esa región. Pero la presencia constante de la encantadora Aurora me distraía continuamente de mi tarea, que con frecuencia acababa abandonando para charlar con ella de lo humano y de lo divino, y las horas se me pasaban volando en su compañía. Aunque los últimos días mi amada empezó a mostrarse melancólica, porque para ella el viaje tocaba a su fin. Su hogar, Candor, se encontraba casi a la vuelta de la esquina, como quien dice. Fue entonces cuando decidí confesarle mi amor y le pedí que se casara conmigo, pero a pesar de que mi petición pareció conmoverla profundamente, se vio obligada a rechazarme. Me confesó que estaba prometida a otro hombre, un completo desconocido que la estaba esperando en Candor. Por eso su padre se mostraba tan impaciente y ella tan melancólica.
Aurora y su padre abandonaron el barco al día siguiente, cuando atracamos en el puerto de Taxila, entrada al país de Ofir. Desde ahí viajarían al norte hasta Candor en una diligencia. La despedida resultó dolorosa para ambos y tuve que esforzarme por no montar una escena en los muelles, mientras ella contenía visiblemente sus lágrimas.
La encantadora Aurora fue reemplazada por un pasajero más siniestro que nos estaba esperando en los muelles de Taxila. Alto y esquelético, iba envuelto en una túnica negra y su piel era casi igual de oscura. Sus ojos miraban con fijeza, con expresión inquietante.
Por lo poco que pude sacarle al capitán, resultó ser un brujo de Thaumasia, procedente de Arima, la Ciudad de los Taumaturgos. Descendía de africanos e indios caribes y practicaba la pérfida brujería que en su país llaman vudú. No abrió la boca mientras estuvo a bordo, pero su inquietante presencia se dejó sentir en el barco desde el primer día. Por si hubiera sido poco perder a Aurora, ¡ahora tenía que aguantar la siniestra compañía de un brujo!
Zarpamos de Taxila ese mismo día, continuando nuestro trayecto por el Valle Marineris. El siguiente puerto en el que paramos tenía el doloroso nombre de Aurora, ironías del destino. Al parecer, en la región abundaban las mujeres llamadas así por la Meseta de Aurora, en la que había sido fundada la ciudad. Aurora, como decían los famosos versos que le dedicó Antínoo de Sucre, era como un espejismo en el horizonte, y al verla el corazón se encendía con un extraño amor, como si fuera una mujer inalcanzable. Uno temía que, al bajar del barco, la visión se esfumara en el aire. Así que no me atreví a bajar. Todavía me dolía demasiado la pérdida de mi último amor.
El brujo de Thaumasia sí que descendió de la nave cuando atracamos, para mi alivio, y vi que se dirigía a una torre de aspecto siniestro cercana a los muelles, coronada por la efigie de una serpiente enroscada. El capitán me dijo que era uno de los templos de Isophis, la horrenda diosa-serpiente a la que veneraban en Ofir, supuesta personificación del Valle Marineris (aunque yo intuí desde el principio que era más que eso). Se decía que sus adeptos le ofrecían sacrificios humanos, arrojando a pobres desventurados a las fosas del Valle Marineris, aunque el mercader se apresuró a negarlo.
-Isophis es una diosa de la fertilidad –me explicó-. Es cierto que se le ofrecen sacrificios, pero son de animales. Sus adoradores los sacrifican porque piensan que si no ofrecieran sus vidas a la diosa, el Valle Marineris se secaría y volvería a ser un erial, como en los tiempos anteriores a la terraformación de Marte... Hay que entregar la vida de una criatura pura para que las demás puedan vivir.
Me pareció que hablaba como un fanático y me pregunté si él mismo no sería un adepto de Isophis. También él abandonó la nave, por cierto, llevándose consigo el Rubí de las Rusalkas. Y así me quedé solo en el barco con mis sombríos pensamientos, mientras los marineros se dirigían a la taberna más cercana, sin atreverme a poner un pie en la ciudad que llevaba el nombre de mi amada.
Pero esa noche tuve una espantosa pesadilla. Soñé que mi amada Aurora estaba tendida desnuda sobre un altar, ofrecida en sacrificio a la diosa Isophis. Entre los siniestros rostros que la rodeaban distinguí al brujo de Thaumasia, y también al mercader de Ofir, vestido ahora como un sacerdote y alzando con las dos manos el Rubí de las Rusalkas. Entonces la pesadilla se volvió borrosa y un rostro sobrehumano, de una belleza arrebatadora, ocupó su lugar en mi sueño. La reconocí enseguida, porque me había entrevistado con ella en la cumbre del monte Ascreo: era Calíope, la Musa.
-Tienes que salvarla, Lisandro –me dijo con voz resonante-. Está en el templo de Isophis en estos instantes. Su padre no iba a casarla, sino a ofrecerla en sacrificio a su horrenda diosa. ¡Corre y busca al capitán!
Me desperté bañado en sudor, pero no dudé ni un momento de la veracidad de mi sueño, pues cuando uno sueña con los dioses, no hay duda posible. Me vestí apresuradamente y bajé a los muelles. Corrí hacia la taberna, donde encontré al capitán y sus hombres bebiendo y pasándoselo en grande. Pero al ver mi estado, comprendieron que algo serio ocurría. Cuando les dije que las Musas me habían inspirado un sueño, nadie cuestionó mis palabras. Los fenicios, pese a su apariencia de hombres mundanos, son en el fondo un pueblo muy religioso, y saben que hay que tomarse en serio las advertencias de los dioses.
Hannon volvió al barco seguido por sus marineros y armó rápidamente a sus hombres, y una vez preparados partimos todos hacia la Torre de Isophis, que se erguía amenazadora sobre los muelles, infectando con su mera presencia la hermosa ciudad de Aurora.
La torre se levantaba siniestra en una plaza redonda pavimentada de ónice. A Hannon le extrañó ver la plaza desierta, ya que antes de la construcción de la torre, ese lugar estaba ocupado por un animado mercado y siempre estaba lleno de gente. Supuso que ahora todos procuraban evitar ese infame lugar.
Hannon llamó a la puerta del templo, aporreándola fuertemente con el garrote que empuñaba. La puerta sólo se abrió después de que la golpeara durante varios minutos seguidos. Nos abrió un tipo siniestro y de gesto torvo vestido con una túnica negra, su cabeza cubierta por una capucha, como los sacerdotes de mi sueño.
-¿A qué viene tanto jaleo? –dijo en tono desabrido-. ¿Quiere que llame a la guardia del rey?
Pero no pudo decir más, porque el capitán le asestó un tremendo golpe con su garrote, partiéndole el cráneo, y pasó por encima de su cuerpo desmadejado, cruzando el umbral. Los marineros le siguieron, entrando como una tromba en la torre, y yo con ellos.
Desde fuera se veía que la torre era muy alta, así que debía de tener unos cuantos pisos. Por dentro la recorría una escalera de caracol que ascendía como una espiral. Según subíamos por esos escabrosos escalones, reparé en que las paredes estaban decoradas con frescos. Todos ellos tenían algo en común: mostraban a una mujer monstruosa con cola de serpiente. En un fresco, la lamia tenía un lagarto en su regazo al que daba de mamar. En otro sostenía la cabeza cortada de un hombre en una mano, y en otro se bañaba en la sangre de sus víctimas. También había estatuas en las que se la representaba haciendo extraños gestos con las manos, cuyo significado se me escapaba por completo. Comprendí que estábamos en un lugar impío.
Ya en el segundo piso, nos encontramos con más monjes. Al vernos armados, nos atacaron con puñales de aspecto ponzoñoso, seguramente con las hojas untadas de veneno. Hannon enarboló su garrote y golpeó de forma terrible la cabeza del más cercano, desparramando sus sesos por el piso como si fueran gelatina. Otro de los marineros esgrimió su hacha, clavándosela en la cabeza a otro de los monjes. Al caérseles las capuchas, vimos que eran hombres negros de Thaumasia.
En el tercer piso, que parecía ser una biblioteca, había más monjes siniestros. Alertados por los ruidos procedentes del piso de abajo, les habíamos sacado de sus estudios y nos estaban esperando, también armados con puñales envenenados. El marinero del hacha le cortó la cabeza al primero que se abalanzó sobre nosotros, y Hannon agarró a otro del brazo con el que esgrimía el puñal, clavándole su propia arma en un ojo. El monje soltó un chillido estremecedor y cayó echando espuma verde por la cuenca del ojo. Un marinero especialmente fuerte, grande como un toro, mató a otro de los monjes con las manos desnudas, rompiéndole el cuello.
Yo me defendí del ataque de un monje especialmente furioso protegiéndome con un libraco enorme que contenía unas ilustraciones horribles. La ponzoñosa hoja del puñal rasgó las páginas del grimorio, manchándolas de verde. En esos momentos, deseé con todas mis fuerzas no haber abandonado nunca la bella Ascra, en cuya tranquila biblioteca no solían pasar estas cosas. Además, ahí trataban los libros con más respeto. Hannon me salvó del apuro, una vez más, partiéndole la cabeza al monje con su garrote como si fuera un melón.
En los pisos restantes nos encontramos con un montón más de monjes locos, todos muy deseosos de acabar con nosotros, pero a pesar de sus torpes ataques, sólo uno de los marineros fue herido por sus puñales envenenados. Hannon causaba verdaderos estragos allá por donde pasaba, y los demás tampoco se quedaban atrás, la verdad. Dejamos detrás de nosotros un verdadero reguero de muertos, pero no nos dieron ninguna pena, viendo las atrocidades que habían cometido los monjes entre esos muros. Según íbamos ascendiendo, veíamos más manchas de sangre en el suelo y en las paredes, hasta que llegó un momento en que también vimos cuerpos desmembrados en diferentes estados de descomposición, algunos tendidos en mesas de operaciones, ya que esos nigromantes demoníacos habían estado llevando con ellos a saber qué horribles experimentos. Esa maldita torre parecía el mismísimo infierno de Elysium.
Finalmente, llegamos al último piso de la torre. Para entonces, la escalera que llevaba hasta la cúspide se asemejaba a una espiral de sangre, salpicada con los cadáveres de los monjes negros que se habían sacrificado por su horrenda diosa.
En el último piso nos estaba esperando su sumo sacerdote, el supuesto mercader de Ofir, acompañado por su fiel acólito, el brujo de Arima. Pero lo peor fue ver mi pesadilla hecha realidad: mi amada Aurora se encontraba desnuda, tendida sobre un altar de piedra decorado con la imagen de varias serpientes entrelazadas, atada de pies y manos, a los pies de una monstruosa estatua de la diosa Isophis de tres metros de altura, que se cernía amenazadora sobre toda la estancia. El Rubí de las Rusalkas estaba encajado en su pecho, reluciendo con un fulgor maligno como el corazón de un demonio.
Cuando irrumpimos en la estancia, el falso mercader estaba a punto de clavarle un puñal en el pecho a mi amada. Pero nuestra irrupción le detuvo y le hizo volverse. El hombre nos taladró con unos ojos terribles inyectados en sangre.
-¿Quién osa profanar la Torre de Isophis? –dijo el sumo sacerdote-. ¡Este es el templo sagrado de la Madre de las Tinieblas!
-A mí sólo me parece un matadero –observó Hannon.
-¿Cómo te atreves a hablar así de la morada de Isophis? ¡Maldito humano!
-¿Morada de Isophis? –se burló el fenicio-. Tu diosa no existe, es sólo un invento de vuestras mentes enfermizas.
-¡Blasfemias! –replicó el sacerdote, echando espumarajos de rabia por la boca.
Hizo una seña al brujo de Arima, que se abalanzó sobre nosotros esgrimiendo una maza de aspecto temible, erizada de pinchos. Pero el marinero grande como un toro le interceptó y le asestó un tremendo puñetazo que le mandó al suelo, dejándole inconsciente, o puede que muerto.
El sacerdote lanzó un grito de rabia e intentó terminar el trabajo. Pero antes de que su puñal tocara el pecho de mi amada, le arrojé el arpón que me había proporcionado el capitán, ensartándole con él, y cayó al suelo sin vida a los pies de su diosa, como último sacrificio a Isophis.
Liberé a Aurora de sus ataduras y ella se arrojó en mis brazos, llorando de felicidad. Luego cubrí su cuerpo desnudo con un espeluznante tapiz que arranqué de la pared y nos apresuramos en abandonar ese lugar horrible.
Después de la terrible experiencia que habíamos compartido, Hannon accedió a llevarnos de vuelta a Arwad sin más demora, lo más lejos posible de aquel país en el que se permitía la existencia de semejantes templos del mal. Aurora y yo nos casamos en la ciudad de Ascra, de la que nunca más volví a salir en busca de aventuras, consagrando mi vida a las Musas, mucho más benévolas que las horripilantes deidades que se adoran en otras regiones de Marte.
Y he de añadir una última cosa: a pesar de que el sacrificio no se llevó a cabo, el Valle Marineris no se secó, sino que las aguas siguieron fluyendo por el gran cañón, como mi inspiración poética... aunque a veces me pregunto si eso se debe a que se siguen realizando sacrificios en otros templos de los que nada sé.