Relato 84 - Viajes Blancos
Espero que la azafata venga a ofrecerme algo para tomar. Necesito un whisky antes de despegar. Llegó el día de mi viaje blanco. Elegí este destino porque necesito vivir algunos meses en paz mientras se acelera mi proceso de muerte. Es raro ver tantas cabezas canosas asomando por las butacas. Ciento sesenta pasajeros con túnicas de algodón. Cómo me gustaría que Clara estuviese conmigo.
Pasaron más de veinte años desde que se inauguraron los viajes blancos. Los traslados al pasado existían desde mucho antes, pero se hacían en unas cápsulas individuales sólo aptas para millonarios. Nosotros los transformamos en un derecho para todos los ancianos. Yo era ministro de Planeamiento Urbano cuando se sancionó la ley. Fui uno de los responsables.
En el gobierno nos enteramos de que Opal Airlines había desarrollado la tecnología para viajar en el tiempo a bordo de sus aviones. Convocamos a los directivos de la aerolínea a las oficinas del ministerio. La posibilidad de trasladar gente a otras épocas podía ser una solución providencial para el problema que desvelaba a todos los gobiernos: la superpoblación. Muchos ya se olvidaron, pero en esa época el hacinamiento era perturbador. Había gente acampando en las plazas y al borde de las autopistas, durmiendo en los balcones y pasillos de los edificios. En departamentos de dos ambientes convivían bisabuelos con hijos, nietos y bisnietos. Los alimentos escaseaban: los que tenían plata montaban almacenes obscenos en sus casas mientras las esquinas rebalsaban de familias desnutridas revolviendo la basura. Los restaurants habían dejado de existir, no podían controlar a los delincuentes que asaltaban sus cocinas a toda hora. La mayor parte de la población actual ni siquiera había nacido en esos tiempos: creció acostumbrada a las veredas despejadas, a las camas para una persona, a los supermercados sin custodia del ejército, a abrir la canilla y que salga agua.
Los de Opal Airlines llegaron al ministerio con planos, documentación y el mentón altanero del que sabe que inventó algo extraordinario. Ya habían estabilizado cuatro rutas de alto atractivo turístico. Nos mostraron unas piezas promocionales algo burdas: “Egipto (1554 a.C.). Vea la fascinante construcción de las pirámides”. “Grecia (409 a.C.). Sabiduría directa de boca de los grandes filósofos”. “Florencia (1504). Espíe a Da Vinci y a Buonarotti creando sus obras maestras”. “San Salvador (1492). Sea testigo del desembarco de Colón en América”. Habían organizado tours con historiadores, lingüistas y etnólogos para estudiar los destinos y optimizar los recorridos. Los expertos paseaban emocionados por los lugares que amaban. Ya no necesitaban exprimir vasijas, papiros y columnas para deducir su historia: tenían enfrente a las personas transpiradas, hablando sus idiomas perdidos, martillando, pagando con monedas y ocas, agitados en bailes sagrados. Sus cámaras no podían registrar nada —las imágenes se grababan como tormentas de arroz—, pero volvían con cuadernos repletos de dibujos y anotaciones. Todos describían el viaje como la experiencia más maravillosa de su vida.
Pero tuve que descartar la idea de transportar gente a otros siglos para lograr descompresión poblacional. Nadie iba a querer quedarse en el pasado: los de la aerolínea aclararon que los viajeros no podían interactuar con el entorno. Veían y escuchaban con nitidez, pero atravesaban las cosas como si fueran de viento. Nadie advertía su presencia. Vivir como un fantasma iba a resultar poco atractivo. La indiferencia es peor que el hacinamiento.
En esa época, pasó lo de Clara. Ella murió cuando nuestra hija tenía dieciséis. La apuñalaron en una plaza mientras repartía víveres entre las carpas. Dos traficantes de comida quisieron robarle las bandejas para venderlas en otro barrio. Fue un punto de inflexión; tuve un derrumbe mudo. Extrañaba el optimismo implícito que había en su forma de vivir. Necesitaba ese contrapeso cotidiano.
En un año Opal Airlines operó miles de viajes al pasado. Tenían listas de espera para todos los destinos. Pero una mañana los directivos aparecieron en el ministerio con el Informe sobre la degradación corporal. Vinieron por motus propio; un susto feroz les trababa cada gesto. Era evidente que querían anticiparme la mala noticia para amortiguar la avalancha legal que se les venía encima. Las conclusiones del informe eran devastadoras: a las personas mayores de ochenta años, el viaje al pasado les producía una aceleración exponencial del desgaste celular, asintomática pero irrefrenable. Morían en un período no mayor a tres meses. Los de la aerolínea repitieron que eran finales indoloros. Las muertes ocurrían mientras dormían: partían con una sonrisa. En ese instante se me apareció la idea de los viajes blancos. La descarté de inmediato por inaceptable, hasta forcé una toz para expulsarla de mi metabolismo. Sin embargo, de alguna manera la resguardé, porque les pedí que mantuvieran en secreto el informe. Se fueron de la oficina inclinándose como japoneses.
Hacía tiempo que los mayores de ochenta superaban en número a cualquier otro segmento poblacional. La longevidad estaba en el centro del problema de superpoblación. Los ancianos —el pago de sus jubilaciones, sus remedios y tratamientos— arrasaban con el presupuesto del estado. Eran percibidos como una carga injusta por la población económicamente activa, víctima de un estrangulamiento tributario asfixiante. El quiebre social era cada vez más alarmante. En las redes sociales muchos proponían abiertamente deshacerse de los viejos. Habían surgido grupos extremistas que se dedicaban a emboscarlos y molerlos a palazos. Hubo un movimiento social, impulsado por ancianos, que proponía el suicidio como un imperativo ético para que vivieran mejor las nuevas generaciones. El movimiento languideció tras la coherente inmolación de sus líderes.
Un sábado, después de una semana de conflictividad social que terminó con los hospitales colapsados y el congreso incendiado, el presidente convocó a una reunión urgente de gabinete. Nos recibió en su casa. Por primera vez pusimos sobre la mesa todas las alternativas para reducir la superpoblación. En África trasladaban a los ancianos a zonas inhóspitas y los condenaban a subsistir en condiciones extremas. En China y Rusia los excluían del sistema de atención médica: morían sin antibióticos frente a la bacteria más estúpida. En Europa les tocaban el timbre cuando cumplían cien años para administrarles una inyección letal. Todas opciones terribles. Por eso les hablé de los viajes blancos.
Las palabras me pesaban en la lengua, salieron deshidratadas, tuve que parar varias veces para tragar y acomodar la respiración. Los ministros me escuchaban desgarbados por la resignación. Les propuse que el estado costeara un viaje en el tiempo a los mayores de ochenta. A los tres meses de haber vuelto, tendrían una muerte pacífica. De a poco nuestro sistema social se restablecería. Terminé de explicar la idea y estuvimos más de diez minutos callados. Revisamos las notas en el papel, revisamos nuestras conciencias. El presidente pidió que votáramos. Nadie habló, sólo levantamos la mano. La aprobación fue unánime.
Acordamos con la aerolínea que programarían un vuelo semanal desde cada ciudad que tuviera aeropuerto internacional. A cambio, los dejaríamos seguir operando sin demandarlos. Empezaron los viajes blancos, empezaron las muertes. Los medios informaron que había una cantidad inusitada de fallecimientos de ancianos. Los científicos lo explicaron como un repentino mecanismo natural de preservación de la especie. Hubo alivio. La sociedad festejó en voz baja. Aprovechando la incipiente simpatía social hacia los ancianos, presentamos un proyecto de ley en el congreso para darle estabilidad a la iniciativa. Toda persona, más allá de su situación económica, merecía esa gran experiencia antes de morir.
Hace más de veinte años, todas las semanas vuelan miles de ancianos. Vuelven felices. Mueren antes de los tres meses. Nadie hasta ahora ligó los dos hechos. Tal vez sí, pero eligieron no publicarlo. Nunca se lo conté a nadie. Me hubiese gustado hablarlo con Clara. Si ella hubiese estado en ese momento, quizás nada de esto hubiese pasado.
Nuestra decisión parece despiadada hoy que ya no hay superpoblación. Pero fue un remedio necesario para evitar una masacre social, el retroceso a una anarquía inminente. O esto es lo que me repito todas las mañanas para poder salir de la cama. Desde el día en que votamos a favor de los viajes blancos me despierto sintiéndome un criminal. La culpa me fue envenenando la sangre como gotas de mercurio. Nada me alegra, vivo por deber.
Apenas cumplí ochenta, reservé mi pasaje. Esta mañana pasé por la casa de mi hija a despedirme. Abracé a mis nietos sin avisarles que quizás era el último abrazo. Le pedí a mi nieta mayor que me trajera al aeropuerto. Ella me hace acordar a Clara, tiene la misma calma en la voz. En el auto le dejé un sobre. Le pedí que lo abriera recién cuando el avión hubiese despegado. Ahí están mi testamento y el Informe sobre la degradación corporal.
Acaban de prender las turbinas. Me da vértigo la vibración, me imagino triturado por las hélices. Ahí viene la azafata. Tiene botellas de whisky en el carrito. También hielo. No pretendo emborracharme, solamente llegar a destino sin que me revienten las arterias por los nervios. Ya sé que allá, aunque voy a percibir las cosas con tanta nitidez como en el presente, nadie va advertir mi presencia. Lo confirman todos los viajeros. Pero igual tengo la esperanza de que tú sí me veas. Necesito que seas quien muchos dicen que eres. El comisario de abordo está hablando por el altavoz. Pide que nos abrochemos los cinturones. Anuncia que está por iniciar el despegue con destino al Lago Tiberíades. Espero que aunque haya mucha gente me llames. Que me tires agua en la cabeza. Que me digas al oído que estoy perdonado.