Relato 81 - La rutina amarilla

Metí la llave por la cerradura y abrí la puerta. Parecía que aquel tampoco iba a ser un buen día. Al mismo entrar a la casa, me quedé parado en el recibidor, frente al espejo que me escupía aquella cara cansada y llena de ojeras, casi como si la odiase profundamente. El olor a pescado que se pudría en la basura no tardó mucho en salir a recibirme como lo hacía mi pequeño perro “Tauro”.

Siempre había odiado mi casa; incluso ya de pequeño odiaba sus paredes llenas de gotelé grisáceo y su suelo de ladrillos marrones moteados. Era un lugar en el que no me sentía a gusto y, el cual, no se sentía a gusto conmigo en su interior. Mis padres me habían dejado aquel piso cochambroso en muestra del cariño y amor que me tenían, y como tampoco tenía otro lugar al que ir, me tenía que conformar con aquello.

Dejé mis maletas en la habitación que utilizaba cuando era niño, en cuyas estanterías aún se podían ver algunos recuerdos de mi tierna infancia. No gasté ni un segundo en deshacer las maletas y colocar la ropa porque estaba tan cansado que aquella tarea se podía posponer todo lo que pudiese y más; después de todo, tenía todo el tiempo del mundo. Me quité la camiseta y la cambié por una que utilizaba a modo de pijama, y me fui directamente al salón para perder parte de ese tiempo infinito que tenía. Me puse a mirar Instagram un rato, para darme cuenta de que el router había dejado de funcionar. Llamé a la compañía en la que tenía contratada la línea para ver si me lo podían solucionar y, como suele pasar en este tipo de ocasiones, la ayuda que me intentaron ofrecer no me sirvió para nada, así que desistí y me puse un rato la televisión. En mi calle, desde hacía algo más de un año, unas estruendosas obras estropeaban las siestas de los edificios colindantes a la misma, por lo que intentar ver algo en la televisión que necesitase de una buena atención auditiva era una completa estupidez. Puse lo primero que vi y me preparé para entrar en un medio trance provocado por el agotamiento que llevaba encima después de todo lo que había pasado. Los días anteriores habían sido muy duros, no cabe duda.

En uno de los intervalos de silencio que el martillo percutor de la obra nos brindaba a los que sufríamos su ruido, mi oído creyó escuchar un fino crujido proveniente de la última habitación de la casa (la de mi hermana). Mis padres siempre me decían que desde que mi hermana se independizó, aquella habitación era un lugar en el que mejor no pasar una noche entera. Lo más probable es que el crujido viniese de otro lugar cualquiera de la casa, pero mi sugestión siempre me llevaba a pensar que aquella zona era la culpable de cualquier ruido extraño. Fui hacia la cocina a por un vaso de agua; excusa que me sirvió perfectamente para revisar si todo estaba en orden. Para mi sorpresa, cuando pasé por al lado del pasillo y miré a la habitación de la que pensaba que venía el ruido, me di cuenta de que la puerta estaba entreabierta. No sin antes acelerar mi corazón inconscientemente y embadurnar mis manos de un tembleque absurdo, fui a ver si pasaba algo en la habitación. Abrí un poco más la puerta para poder ver su interior un poco mejor: la persiana estaba bajada, por lo que la única luz que me permitía ver lo que había dentro era la que se colaba por entre los pequeños agujeros de la persiana. Todo estaba colocado perfectamente, tal y como lo había dejado mi madre cuando se mudaron. Me tranquilizó bastante el saber que no había nada allí.

Antes de cerrar la puerta para volver a la cocina, la obra, que hasta ese entonces estaba bastante calmada, volvió a hacer el estruendoso ruido al que nos tenía acostumbrado. Cuando cerré la habitación, miré involuntariamente al cuadro colocado en la pared contigua a la puerta y, con la ayuda del reflejo oscuro del cristal que protegía la pintura del cuadro, pude observar una sombra opaca que se había posado justamente detrás de mí. Me di la vuelta velozmente para ver si realmente había algo detrás de mí y con la misma velocidad me di cuenta de que habían sido imaginaciones mías. Regresé a la cocina a por mi vaso de agua y para ver si había algo de comida en la nevera. Mientras me preparaba un bocadillo, mis queridos vecinos del piso de arriba no se podían resistir a participar en el estruendoso ruido de la obra, así que decidieron ponerse a correr y a dar unos sonoros pasos por toda la casa. Parecía que el techo se iba a caer en cualquier momento, aunque a eso ya estaba acostumbrado.

El wifi seguía sin funcionar y, por más que lo intentase, no había nada que me entretuviese en la tele, así que decidí darme una ducha caliente y luego ya vería. Saqué dos toallas del armario del baño; una para ponerla en el suelo y que al salir de la ducha no mojase todo, y otra para secarme el cuerpo. Encendí el agua y esperé a que estuviese tal y como a mí me gustaba, y entonces entré. La sensación del agua caliente rozando mi cuerpo destemplado era bastante agradable, aparte de que mis vecinos habían dejado de hacer ruido y el que hacía la obra no llegaba a mi baño. Parecía estar un poco más calmado y casi había conseguido encontrarme bien, cuando, de repente y sin saber muy bien de dónde salió, una mosca negra y peluda empezó a revolotear a mi alrededor. Me sorprendió bastante porque era pleno invierno y no había abierto ni una sola ventana desde que llegué a la casa. Intenté espantarla, pero insistía en posarse en mi cuerpo y dar vueltas a mi alrededor. A esta se le sumó otra más, que parecía incluso más grande, y al rato una tercera, y de que me quise dar cuenta, había un enjambre de enormes moscas negras que zumbaban e intentaban colarse por mi boca y mi nariz. Salían de las juntas de los azulejos que había colocados en la ducha y parecían no tener fin. Mi cabeza estaba empezando a desbordarse y, para colmo, tanto los vecinos como la obra volvieron a hacer más ruido que nunca. Cuando mi agobio por aquella situación estaba al borde del colapso, me di cuenta de que un tapón enorme de moscas se había quedado encajado en el desagüe de la ducha, provocando que el agua se estancase. De la ducha empezó a salir un agua blanca y putrefacta, que despedía un olor asqueroso a descomposición y ciénaga que aumentaba mi nerviosismo. El ruido de la obra y de mis vecinos era mayor a cada rato. No podía cerrar el grifo para que dejase de salir aquella sustancia asquerosa, por lo que se formó una pequeña charca en la bañera de un color blanquecino. No sabía ya que hacer para acabar con aquellas malditas moscas y para que el ruido cesase, cuando, para más inri, mis pies, que se encontraban metidos hasta los tobillos en la charca blanquecina, notan una especie de tubo alargado y escamoso, que se movía en zigzag por el agua; una enorme y mórbida serpiente que se abrazaba a mis pies y rozaba su piel, untada en fluidos pegajosos, con la mía. Al igual que pasó con las moscas, empezaron a aparecer miles de pequeñas culebras, que salían por las mismas grietas de los azulejos. El agua se llenaba de movimiento. El ruido había incrementado. Yo no podía seguir allí.

Salí pitando de la bañera, abriendo paso por la pared de moscas que se había formado en el baño; no me preocupé siquiera de ponerme la zapatillas ni de secarme y salí de allí como alma lleva el diablo, apagué la luz y cerré la puerta intentando que ni una sola de aquellas criaturas asquerosas saliesen de la habitación. El ruido se había calmado un poco y mi corazón parecía ir menos deprisa. Posé mi cabeza en la puerta del baño para comprobar si aún se seguía escuchando el zumbido de las moscas y el chapoteo de las serpientes, pero ya no se escuchaba nada. Encendí la luz y abrí poco a poco la puerta para encontrarme con la sorpresa de que no había ni rastro del alboroto que se había formado anteriormente. Cuando vi que no había nada, más que extrañarme, me tranquilicé bastante ya que aquello podía haber sido perfectamente una alucinación provocada por la falta de sueño que arrastraba desde hacía unos días. Entré de nuevo al baño, terminé de secar la poca agua que había quedado sobre mi cuerpo, me peiné y me vestí para seguir haciendo lo que estaba haciendo antes de aquella ducha; absolutamente nada.

Por supuesto que el wifi seguía sin funcionar, así que, en vez de deambular por la televisión, decidí ordenar mis maletas y mi habitación. La tarde dorada se colaba por los pequeños espacios abiertos de las persianas, pero era suficiente luz para ordenar todo aquello. Abrí mi primera maleta, una robusta en la que llevaba toda la ropa y las cosas más importantes. Saqué con cuidado la ropa que había utilizado en el trabajo, saqué las fotografías que me había hecho con mis amigos y se me escapó una pequeña lágrima al ver la foto que le hice a Javier minutos antes de que un camión se lo llevase por delante y acabase con su corta vida. Se veía feliz y en su gesto no había ni una sola sospecha de la horrible muerte que estaba a punto de tener. Abrí mi neceser y saqué mis desodorantes, mis colonias y las pastillas de la ansiedad. No sé para que me las llevé pues no toqué el frasco en todo el viaje. Coloqué toda la ropa en el armario y mis desodorantes y fragancias en la estantería en la que almacenaba libros y objetos que me gustaban. Por mi cabeza pasó la tentación de tomar una pastilla y media, así que saqué dos del bote sin empezar, partí una por la mitad y dejé una de las partes en el bote de nuevo. Cuando las iba a tomar pensé que era mejor guardármelas para cuando me sintiese un poco peor. Iba a colocar las fotos en la estantería y, justo antes de dejarlas, me di cuenta de que la foto de Javier está muy cambiada: él tiene un gesto angustioso, muy diferente a la alegría que tenía en realidad en la foto, y la iluminación es mucho más oscura y fría. Se vuelven a escuchar las estruendosas pisadas de mis vecinos y pongo la foto de Javier al final de todas las demás. Las dejé en la estantería y continué ordenando.

Salí de la habitación con la intención de volver a llamar a la compañía para ver si me podía arreglar el internet de una maldita vez, pero cuando salí me di cuenta de que el recibidor, el pasillo y las demás habitaciones se habían vuelto un poco más pequeñas. Era como si el espacio que había entre el suelo y el techo fuese ahora mucho más pequeño y las paredes parecían estar mucho más juntas. Parecía otra de las alucinaciones por la falta del sueño, pero el caso es que tenía esa sensación. Cogí el teléfono fijo del salón y marqué el número de la compañía para encontrarme con la amarga sorpresa de que el teléfono también estaba estropead y no había línea. El ruido de la obra empieza a volverse más insoportable. Mientras me encuentro pensando en qué hacer y cómo solucionar aquello, vuelvo a escuchar, a través del ruido de la obra, el crujido de antes. Miro directamente al final del pasillo, a la habitación de mi hermana, y, gracias a la leve luz que se colaba por la ventana de mi habitación, me doy cuenta cómo la puerta se empieza a abrir muy despacito. Cuando se encuentra casi abierta por completo, se cierra de un golpazo estruendoso que deja en mantillas el ruido de la calle. Mi corazón se empieza a acelerar. La puerta se vuelve a abrir, esta vez con un poco más de rapidez y cuando está abierta por completo, en vez de cerrarse de golpe como esperaba, se queda abierta. Me acerco un poco para ver qué pasa y es entonces cuando una sombra oscura y profunda sale de la habitación. No era una persona, no era un animal, no era nada. Era simplemente una sombra alta, que rozaba el techo y que se movía con una lentitud agobiante hacia donde yo me encontraba. Observando el movimiento de la sombra me empiezo a dar cuenta cómo el pasillo y las habitaciones empiezan a estrecharse de nuevo, pero muy poco a poco. Salgo al recibidor sin quitarle la vista de encima a aquella cosa que cada vez parecía mayor y que se seguía acercando a mí con pesadez. El ruido en la calle se vuelve grotesco y mis vecinos empiezan a dar golpes directamente sobre mi techo con un objeto metálico. El teléfono empieza a sonar, la televisión se enciende de golpe y se pone al máximo volumen. Mi sangre se empieza a volver densa y recorre mis venas a toda velocidad. La sombra sigue acercándose a mí hasta que me acorrala en el recibidor. El ruido no cesa en ningún momento. Me doy la vuelta para abrir la puerta que da a la calle y salir de aquel maldito infierno para tropezarme con la sorpresa de que la puerta no tiene ni picaporte ni cerradura, por lo que no hay ninguna manera de abrir y salir de allí. Las paredes cada vez están más apretujadas. En un intento desesperado de salir de allí, empiezo a arañar la madera de la puerta, desgastando las pocas uñas que tenía y consiguiendo que mis dedos empezasen a sangrar descontroladamente. Mis ojos estaban a punto de salirse de las cuencas, mientras veían cómo la sombra seguía acercándose sin parar. Cada vez estaba más cerca. Yo clavaba mis dedos por los espacios que quedaban entre la puerta y el umbral, para ver si conseguía algo. La sombra estaba casi rozándome. Con toda la violencia que mi cuerpo pudo reunir, intenté romper parte de la madera de la puerta para facilitarme la misión de abrirla. Conseguí romper algunas capas de madera y abrir un hueco por el que meter las manos y abrirla. Ahora solo necesitaba más fuerza y violencia. Sentía la presencia y la oscuridad de la sombra sobre mi nuca, y despedía un hedor repugnante que casi podía masticar con mi boca. Conseguí abrir la puerta y, sin pensarlo dos veces, salí corriendo. Al mismo salir de mi casa me di cuenta de que no estaba en mi portal habitual, de hecho parecía más bien una zona en el exterior, pues notaba el viento, pero no veía nada porque estaba todo muy oscuro.

Miré hacia atrás y no veía nada; parecía como si mi casa no estuviese allí realmente. Intenté tranquilizarme, metí la mano en los bolsillos de mi pantalón y encontré la pastilla y media que me había guardado anteriormente, me la tomé y empecé a respirar profundamente. Cuando había conseguido que mi corazón tomase un ritmo normal, empecé a caminar. No sabía hacia donde tenía que ir, ni siquiera sabía si iba a llegar a algún lugar en concreto, pero yo empecé a caminar. No pensaba mucho en lo que había pasado ni en qué cojones era aquella cosa que estaba en mi casa, quizás era por la pastilla que hacía que no le diese demasiadas vueltas a las cosas. Continué caminando hasta llegar a una puerta de madera. Metí mi mano en el bolsillo izquierdo y encontré mis llaves. No sabía muy bien qué estaba haciendo, ni por qué lo estaba haciendo. Metí la llave por la cerradura y abrí la puerta. Parecía que aquel tampoco iba a ser un buen día.

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