Relato 78 - La sombra en el cristal
Sus pasos resonaban con fuerza contra el cemento. Los tacones, aunque de apenas un par de centímetros, repiqueteaban en el suelo con un sonido rítmico, como si estuvieran bailando con él.
Su respiración se había acelerado y casi podía sentir el pulso golpeteando en su delgada muñeca, la misma que vestía con arrugas ya antiguas y que cada día parecía tener la piel más fina y transparente.
La calle estaba oscura, apenas iluminada por el resplandor dorado de unas farolas que se alzaban a ambos lados, como fieros guardianes que le acompañaban en su camino, ahora convertido en una huida casi desesperada.
Si hubiera podido correr lo habría hecho, pero hacía tiempo que sus piernas eran débiles y no podían soportar una carrera, y mucho menos con zapatos.
Hasta hacía escasos minutos todo iba bien. Aunque la tarde era fría, tanto que apenas había personas por la calle y el cielo parecía oculto bajo una capa plomiza que parecía que estallaría en cualquier momento, había sido agradable.
Como todos los jueves había quedado con sus tres amigas, las mismas con las que llevaba compartiendo varios años chocolates, dulces y confidencias. Era para ella el mejor momento de la semana. Aquel en que volvía a sentir parte de esa juventud perdida hacía ya una eternidad. Era como volver a esas tardes en que, siendo apenas una adolescente, se sentaba sobre la hierba en compañía de Fernando y pasaban largas horas charlando sobre el futuro y el pasado, sobre todo y nada.
Hacía mucho tiempo que Fernando ya no estaba, una larga enfermedad se lo había arrebatado de su lado hacía más de diez años, pero de alguna manera, en aquellas tardes, era como si lo recuperara un poco.
Mariana miró de nuevo hacia atrás. No había nadie. Eran poco más de las ocho y veinte, pero la tarde era tan fría que no invitaba a salir del calor del hogar, incluso ellas mismas habían estado a punto de suspender su merienda, aunque al final habían decidido mantenerla, no podían permitir que ese viento gélido les quitara su momento.
Ahora la mujer se arrepentía de haber acudido a la cita. Hacía apenas unos diez minutos le había sucedido algo para lo que aún no tenía explicación y que seguía asustándola, vivo en sus latidos.
Caminaba tranquila, bajo el grueso abrigo caoba que cubría hasta su barbilla (donde se mezclaba con una bufanda beige) despacio, disfrutando del paseo y la tranquilidad que la envolvía, hasta que de pronto algo había captado su atención.
Al principio tan solo había sido una sombra reflejada en el escaparate de una perfumería. Mariana había mirado hacia allí, intrigada por los productos de belleza que siempre le habían gustado y llevaba usando desde su juventud (cuando sus ojos azules y sus cabellos dorados lograban atraer la atención de todos los chicos jóvenes, y las envidias de todas las chicas, al principio del pueblo y después de la ciudad) había sido un rápido vistazo, lo suficiente para ver que una de sus cremas favoritas estaba de oferta, pero entonces, como salida de la nada, una sombra se había apostado allí mismo, en ese mismo escaparate que ya lucía oculto por las sombras puesto que la tienda estaba cerrada. Estaba de frente y la observaba, impertérrita, como si fuera ella la que estuviera expuesta en un escaparate y atrajera la atención.
Al principio trató de no darle importancia, quizá simplemente las dependientas continuaran en el interior de la tienda y la hubieran asustado desde el otro lado, pero enseguida comprendió que la idea era absurda. La luz estaba apagada y el cierre completamente echado, el establecimiento estaba cerrado.
Entonces pensó que debía tratarse de un simple peatón que caminara a su lado y en el cual no hubiera reparado hasta ese momento. Miró con nerviosismo a su alrededor, pero no había nadie, tan solo el tenue resplandor de una farola que estaba a un par de metros.
Pudo marcharse enseguida, mirar al frente y emprender la marcha sin más, pero sin saber demasiado bien porqué, quizá por esa curiosidad que todo ser humano tiene y que en ocasiones solo sirve para complicar las cosas, se quedó mirando durante unos segundos más.
Era una mujer. La miraba fijamente. Apenas podía ver sus ojos porque la oscuridad la cubría y su rostro, apenas iluminado por esa luz dorada, se veía ceniciento, como se vería una calavera.
Mariana lanzó una exclamación y dio un respingo. Sus tacones resonaron en la acera. Entonces comenzó a andar más deprisa, presa de repente del desconcierto. Su respiración se aceleró y sus manos comenzaron a temblar, pero no era el frío lo que las llevaba, sino algo mucho más oscuro.
Siguió caminando, ya sin esa tranquilidad, presa del nerviosismo, volviendo la vista atrás casi a cada paso. Sabía que esa extraña debía andar cerca, no había tenido ni tiempo ni capacidad de marcharse, pero no podía verla ni oírla.
Aún le quedaba medio kilómetro para llegar a su casa y la calle aparecía vacía, como si de repente todo el mundo formara parte de un complot y se hubieran puesto de acuerdo para dejarla sola en aquel lugar que ahora se le antojaba tan aterrador.
Una ligera nieve, formada casi en su totalidad por agua, comenzó a caer sobre ella. Caminaba tan deprisa que, de sus labios, pintados de un tenue rosa, escapaba el aliento en forma de vaho. Miró de nuevo hacia atrás. Nada. Tan solo la acera regada por esa luz que parecía de oro.
Comenzaba a sentirse mejor cuando de nuevo la vio. La misma mujer que le había mirado desde el escaparate de una perfumería lo hacía ahora desde el cristal de una peluquería. La miró de soslayo, casi sin atreverse, aunque sin poder eludir la curiosidad, y creyó distinguir una sonrisa en sus labios, como si estuviera burlándose de ella.
Mariana tropezó con un agujero que había en el suelo y que se había creado bajo los cientos de pies que lo pisaban todos los días, de todas esas personas que ahora parecían haber desaparecido. Lanzó un tenue grito, y sin dejar de mirar al escaparate donde esa mujer le devolvía la mirada, comenzó a andar más y más deprisa. Todo lo que sus piernas y sus zapatos le permitían.
Su cabello plateado ondeaba tras sus pasos frenéticos. Su abrigo parecía volar, y sus ojos, eran ahora los de una demente. Estaba aterrada, y helada. El frío era cada vez más acuciante y se clavaba en su rostro.
La anciana miraba a todas partes, y siempre que encontraba un espejo o un cristal, aparecía aquella extraña mujer que le devolvía la mirada, con esa expresión helada, blanquecina, esos rasgos desconocidos. Llevaba un abrigo voluminoso, como ella, y parecía emerger de todas partes, como si tratara de acosarla.
Mariana comenzó a jadear, en parte por la velocidad a la que iban ahora sus pies, y en parte por el terror que iba inundando su sangre, viajaba por su torrente sanguíneo y dejaba a su paso una estela de miedo que iba a parar en el bombeo frenético de su corazón.
Por un instante incluso temió sufrir un ataque, pese a que gozaba de buena salud, ya no era una niña.
La calle continuaba en línea recta, y a su lado se alzaban altos edificios vestidos de ladrillo, como si todos llevaran el mismo vestido a la fiesta. Todas las ventanas estaban cerradas, los portales con las puertas atrancadas y en la calle peatonal no había nadie, nadie más que ella y esa anciana que la seguía, acechándola desde los escaparates, acompañándole en aquella agónica vuelta a casa.
Al fin, y tras unos metros que se le antojaron angustiosos, vio su portal. Estaba al final de la calle. Brillaba bajo la luz blanca de un farol que colgaba sobre la puerta. Mariana sintió que sus piernas comenzaban a volverse tan pesadas como bloques de cemento, su respiración, agitada, le hacía más y más difícil avanzar. Casi se sentía como en una de esas pesadillas donde no puedes correr, aunque lo intentes, como si tus pies se hubieran quedado pegados al suelo y no pudieras avanzar.
Recorrió los últimos metros sin mirar a ningún lado, tan solo con la vista fija al frente y las manos a los lados de su rostro, así no podría ver a esa mujer, así no podría ver nada.
Cuando al fin llegó a su portal y miró al frente, a la puerta de cristal que le obstaculizaba el paso, sintió que toda la sangre de su cuerpo se helaba. De nuevo esa anciana estaba allí, la miraba desde el cristal, como si viviera en otro mundo, como si solo pudiera verla en el reflejo.
Mariana comenzó a jadear, los ojos se le llenaron de lágrimas, y las manos le temblaban. Ahora quedaba lo peor. Tendría que buscar la llave en su bolso, introducirla en la cerradura y abrir la puerta. Todo bajo la atenta mirada de esa mujer que no se marchaba.
La anciana trató de coger el bolso que colgaba de su hombro, pero debido al temblor de sus manos se cayó al suelo vertiendo el contenido sobre la acera húmeda. Mariana se agachó, sintiendo como su espalda se resentía. Las lágrimas caían a través de su rostro, eran lágrimas de puro terror. Era sin duda el momento más terrorífico que había vivido nunca, en sus ochenta años. Con los dedos temblorosos logró coger la llave que había caído al suelo. Se levantó deprisa, quizá demasiado, y la introdujo en la cerradura, sin querer, aunque sin poder evitar mirar a la mujer que estaba al otro lado del cristal, con ese abrigo vaporoso, ese cabello gris.
Al fin consiguió entrar al interior, donde el calor la recibió. Lo sintió como una ráfaga de aire que sale del interior de una casa y que parece un fantasma que escapa. Aquel pensamiento solo hizo que el miedo se hiciera más apremiante.
Subió las escaleras apoyándose en la pared, las piernas le flaqueaban. Apenas podía mantenerse en pie. El par de tramos que debía subir se le antojaron eternos, aunque al menos allí no vio a esa anciana, no había ningún sitio donde su reflejo pudiera atormentarla.
Cuando al fin llegó a su casa abrió la puerta con una rapidez impensable para una persona de su edad, y la cerró con energía.
Se apoyó contra ella, con las lágrimas aún cayendo por sus mejillas y mezclándose con sus labios rosas. Se llevo una mano al cabello y lo acarició despacio, como si ese gesto pudiera calmarla, al menos lo hacía cuando era su madre quien se lo mesaba.
Estuvo allí un par de minutos, sintiendo como los latidos iban ralentizándose, el pulso volvía a ser normal, las lágrimas se secaban en su piel. Estaba a punto de quitarse el abrigo y dejarlo en el perchero, sintiendo ahora que todo lo vivido debía tener una explicación, y que la luz de su hogar le devolvía la tranquilidad y hacía huir al miedo, cuando un ruido volvió a sobresaltarle.
Unos pasos al final del largo y estrecho pasillo que se extendía hasta ella.
La luz se reflejaba en el suelo de madera e iluminaba las paredes blancas, vacías. Se quedó mirando al frente sin mover ni un solo músculo. El aire escapaba de sus labios y se convertía en una exhalación. Los sonidos eran cada vez más cercanos y eran similares a los que unas botas producirían en el suelo, al pisar.
Mariana tenía los ojos azules abiertos como platos, los labios jadeantes, las manos, de nuevo temblorosas, las piernas a punto de fallarle. Miraba hacia el suelo, incapaz de alzar la vista y encontrarse con el portador de aquellas pisadas. Entonces el sonido paró.
La mujer cerró los ojos con fuerza, sintiendo como las lágrimas volvían a agolparse a ellos.
—Mama
Una voz varonil, aunque suave, interrumpió en su oscuridad.
—Mama, te estaba esperando, ¿Dónde has estado?
Mariana abrió los ojos. No entendía nada. ¿Quién era aquel hombre?, ¿Qué estaba diciendo?, ella no tenía hijos.
Sintió sus manos suaves contra la piel y dio un respingo, alzó el brazo y golpeó al intruso con fuerza en hombros y espalda, tratando de zafarse de él.
—Mama, tranquila.
El hombre hablaba cerca de su oído, y pese a todo su voz era tranquila. Al fin, y tras unos segundos de forcejeo la soltó, liberándola de su abrazo.
—Está bien, tranquila.
Se apartó dejando a la mujer sola frente al pasillo.
—Tranquila, puedes irte.
Se echo a un lado, dejando espacio suficiente para que ella pasara, y Mariana en cuanto vio la situación la aprovechó. Corrió a través del pasillo, dándole las gracias a sus extremidades por aquel último empujón.
Miró a su alrededor. Varias puertas se alzaban al atravesar el estrecho pasillo. Todas estaban abiertas. En el lado derecho estaba la más cercana. Pasó al interior y cerró la puerta con brusquedad.
Se encontró en mitad de una habitación grande, con una cama amplia y dos mesillas a cada lado. Era su habitación. Se quitó el abrigo con violencia, sus movimientos eran nerviosos, como lo serían los de un animal salvaje que han enjaulado.
Se colocó en el medio, justo a su espalda había un gran armario con un espejo que cubría toda la puerta. Sintió como si algo la atrajera, como si alguien la estuviera llamando, y entonces comenzó a girarse despacio, sintiendo las manos heladas que caían a ambos lados de su frágil cuerpo, el cabello ondulado y grisáceo moviéndose despacio, acompañando sus movimientos.
Cuando estuvo girada del todo sintió que el corazón se aceleraba otra vez, el jadeo volvía, el estómago se le contrajo, los nervios volvían a viajar por su sangre, dejando una estela de pánico a su paso.
Aquella mujer, la misma que había visto en la calle, desde el escaparate de la perfumería, de la peluquería, del portal, estaba allí, mirándola fijamente desde el espejo, tenía el pelo enmaraño y de color blanco, los labios parecían haber estado pintados de rosa, pero ahora se desdibujaban bajo lo que parecía agua, sus ojos azules eran como los de un animal asustado, frenéticos, casi dementes.
Mariana sintió que su mente se nublaba y que todo a su alrededor desaparecía.
—Doctor, soy yo, Daniel Alonso. Ha vuelto a suceder. Mi madre ha vuelto a tener uno de sus ataques de demencia. Se ha marchado esta tarde, mientras yo trabajaba. No sé cuanto tiempo habrá estado fuera, pero he recibido una llamada del dueño de la cafetería cuando estaba en la oficina. Al parecer ha vuelto a ir allí, se ha sentado en la misma mesa donde se sentaba con sus amigas a merendar, después ha vuelto a casa y al verme se ha asustado muchísimo. Ahora está encerrada en su habitación.
El doctor Canales asintió al otro lado. En sus años ejerciendo la medicina había tratado a cientos de pacientes como Mariana. La edad comenzaba a hacer estragos en su cerebro. La demencia senil iba comiéndose sus recuerdos, su vida, su pasado, incluso su presente.
—Hoy no me ha reconocido, creo que incluso no sé ha reconocido a ella misma.
El médico asintió apesadumbrado.
—Como te he comentado en otras ocasiones Daniel, no hay nada que podamos hacer por ella. Habrá veces que ni siquiera se reconozca al mirarse en el espejo, sentirá hasta miedo de si misma. Es muy duro, pero es la mente humana. No se puede hacer nada por parar el proceso.
Daniel colgó el teléfono y se quedó mirándolo durante varios minutos, esperando una respuesta que nunca llegaría.
A la mañana siguiente seguramente su madre recordaría todo, que tenía un hijo, que vivía allí, que era esa mujer que le miraba desde los espejos, pero poco a poco todo aquello desaparecería. No podía imaginar nada más aterrador que no poder reconocerse a uno mismo al mirarse. Y lo peor era que como había dicho el doctor nada ni nadie podría ayudarla. Y que quizá en el futuro fuera él quien viera un fantasma en cada escaparate, en cada cristal.
Una sombra en el cristal.