Relato 7 - La silla

 

La Silla

     Un hombre adusto y elegante avanzaba por la calle Patricio Lynch, en la ciudad de Osorno. Don Esculapio Abedrapo Viehmeister provenía de una familia ilustre de la ciudad y su porte era el de un aristócrata. Gustaba de salir a caminar por las tardes para despejarse y estirar las piernas, pues después de un día de trabajo en su oficina, manejando las cuentas de los múltiples negocios de su familia, necesitaba con urgencia recorrer las calles de su amada ciudad. 

     La calle Lynch, por donde transitaba, era un lugar donde generalmente se colocaban negocios pequeños y algunos bazares humildes que vendían todo tipo de cachureos; a Esculapio le agradaba visitarlos porque su ojo experimentado en más de una oportunidad había descubierto algún tesoro entre los artículos usados y antigüedades que algunos ofrecían. Caminó con tranquilidad, moviendo su bastón con mango de marfil; de uso decorativo más que por necesidad, cuando se encontró con una tienda que no había visto antes, un pequeño anticuario que parecía mostrar artículos muy valiosos que atrajeron de inmediato su atención. Entró en aquella tienda, moviendo la puerta rechinante con delicadeza, que de inmediato hizo sonar una campanilla allí dispuesta, dando aviso a un hombre de pelo cano y mirada amable. 

      —Distinguido caballero —saludó con tono jovial — ¿qué trae lo trae por mi humilde negocio? 

  Esculapio dio una ojeada rápida a las múltiples antigüedades que había a su alrededor, escrutándolas de forma crítica con sus pequeños ojos marrones. 

     —Me atrajo la diversidad de sus artículos, buen señor, tal parece que tiene usted una interesante colección de antigüedades en este lugar —respondió de forma solemne Don Esculapio. 

     —Usted es sin duda un conocedor de estos asuntos, imagino que busca algo en particular —replicó su interlocutor. 

     —Piezas de arte o quizás mueblería antigua —terció Esculapio.

     —Por favor —hizo señas el vendedor para que lo siguiera.

     De inmediato recorrió la tienda, a pesar de las valiosas piezas que podía detectar, parecía un lugar polvoriento y algo tétrico, aunque era la imagen típica de una tienda de este tipo, pensándolo mejor. Mientras caminaba pudo ver algunas monedas de pesos antiguos, de 1890 si su memoria no le fallaba, monedas que ya tenía en su colección. Vio también armas antiguas, como la Parabellum Pistole, mejor conocida como Luger que usaban los alemanes; observó también algunas condecoraciones militares chilenas antiguas y una que otra foto histórica donde se veía a Allende o Pinochet, juntos o separados. 

     Llegaron frente a algunos cuadros, de atractiva belleza, el vendedor se detuvo frente a uno de ellos.

     —Este es un paisaje antiguo de Valdivia, pintado por el artista Roberto Echenique Pinilla —expresó con voz suave. 

    —Lo conozco —comentó Esculapio —tengo dos de sus paisajes, obras exquisitas sin duda, pero busco algo diferente está vez, ya no me queda más espacio para cuadros en las paredes. 

     —Comprendo, comprendo —replicó el vendedor. 

     Posteriormente le mostró un escritorio, de manufactura alemana, del siglo XIX aproximadamente, era hermoso y estaba bien conservado, pero Esculapio ya contaba con un mueble similar en su casa, no necesitaba otro. Finalmente, tras ver más cuadros, muebles y uno que otro busto pequeño, sus ojos se posaron en una obra que lo dejó boquiabierto. Era una silla de madera marrón oscuro con asiento forrado en cuero y una palmeta circular y sobresalienta en el respaldo de la silla, con un claro estilo colonial español; quizás siglo XVII o XVIII, perfectamente conservada. Pero lo que había dejado a don Esculapio tan anonadado no había sido el hecho de encontrar una silla de ese tipo, que ya tenía varias, sino los adornos tallados que esta poseía.  Podían verse diferentes escenas sacadas de lo que reconoció como la mitología de Chiloé, pues en aquel sector circular del espaldar se podía visualizar una escena que mostraba, sin duda, al Trauko con sus horrendas transfiguraciones y enorme sombrero de paja sobre una mujer desnuda con el rostro deformado por el horror. Admiró con deleite esa escena tallada con exquisita morbosidad, le asqueaba de la misma forma que le fascinaba, pero no era la única. El respaldo estaba dividido en tres peinazos unidos a los largueros. Estos últimos tenían tallados cada uno una grotesca serpiente, que casi parecía real y capaz de huir de la silla en cualquier momento. Ambas eran diferentes, una parecía de aspecto convencional, aunque con detalles tan perfectos que le daban escalofríos a Esculapio, la otra se veía diferente, pues parecía tener una cola de pez. Ambas cabezas de serpiente se formaban en la parte superior de la silla, sobresaliendo y formando los pomos de la misma. Y mientras más la miraba, más escenas de horror mitológico se mostraban ante sus ojos. La cabeza flotante de un brujo tue tue con sus repugnantes orejas largas haciendo de alas en un cráneo horrendo y rostro de rasgos deformes. Un basilisco chilote o culebrón con su cuerpo alargado y cabeza de gallo cuyos delicados detalles parecían impregnados con todo el horror que sentía el autor por las historias de sus abuelos; era una silla maravillosa que expresaba todos los sentimientos de miedo y morbosidad que le provocaban las viejas leyendas al mueblista que la había fabricado con tanta pasión.  

      —Es espléndida —dijo Esculapio, aun boquiabierto — ¿quién es el creador de tan maravillosa obra?

   —Lo ignoro —respondió el anticuario. —La obtuve por una ganga luego de que su dueño, sin herederos, falleciera y ha estado conmigo desde entonces, aunque; si he de ser sincero, he querido siempre deshacerme de ella, pero cada vez que alguien la compra, suceden cosas extrañas y la silla termina volviendo a mí; nunca me he atrevido a sentarme en ella y es mi deber advertirle a cada posible comprador que no lo haga tampoco.

    — ¿Es usted supersticioso? —Le preguntó Esculapio, quien no creía en historias de fantasmas ni mucho menos en leyendas del folclor local, pero debía admitir que aquellos cuentos le fascinaban. 

     —No, buen señor, no soy supersticioso, pero en mi vida he visto muchas cosas que han puesto a prueba mi escepticismo, pero; después de todo, esos son los peligros de trabajar con antigüedades —sonrió de manera afable. 

     —Entiendo —musitó Esculapio, quien miraba la silla tratando de distinguir la madera que habían utilizado; sospechó que se trataba de madera nativa, canelo probablemente. 

     —Me la llevo —dijo de pronto —, con la promesa que ni yo ni nadie se sentará en ella; no será difícil convencer a mis visitas, después de todo, es una reliquia antigua y hay que cuidarla; el vendedor asintió amable y luego de firmar algunos papeles y entregarle un apetitoso cheque, don  Esculapio se retiró indicando que enviaría alguien a buscar la pieza. 

     No pasó mucho tiempo cuando llegó una camioneta a la casa de don Esculapio. Vivía en el sector de Pilauco, en una enorme casona de amplio jardín trasero. Un Mercedes Benz todo terreno era el auto estacionado afuera de su casa; sus asientos forrados en cuero mostraban un gusto por la elegancia y una que otra extravagancia. Un hombre robusto y desaseado bajó del transporte y desató las cuerdas que sostenían la silla en el pickup de la camioneta. Don Esculapio le señaló con entusiasmo el lugar en que dejar la silla, por el momento sería en su propia habitación, pues debía reordenar algunas cosas de su hogar. El operario la depositó en una esquina cuidadosamente despejada para tal propósito y luego se retiró a sus quehaceres normales, pues trabajaba en uno de los negocios de don Esculapio. 

     — ¡Ah qué magnifica pieza! —exclamó para sí el anciano, pues ya no quedaba nadie junto a él para escucharlo.

     La casa del viejo Abedrapo era un museo por sí solo, si él quisiera, podría poner su propia tienda de antigüedades. Cuadros de pintores nacionales como Roberto Echenique, Ricardo Anwandter o Alberto Westermeyer, entre otros, adornaban las paredes de su casa como si de una galería de arte se tratara. También contaba con una delicada biblioteca con libros antiguos de ediciones exquisitas; un tomo con las obras completas de Guy de Maupassant, varios libros con la obra completa de Sheridan  Le Fanu,  todos los tomos de Adiós al séptimo de línea de Inostrosa e incluso la primera edición de los Altísimos de Hugo Correa con dedicatoria del autor; entre muchos otros libros que sería interminable nombrar. También podían verse vitrinas con monedas de plata y oro, medallas de la guerra del pacífico e incluso un sable del ejercito de aquella época. Además de pistolas y revólveres antiguos de origen estadounidense o alemán; la mayoría todavía funcionales. En fin, todo se resumía a que aquella silla venía a formar parte de una población de antigüedades e incluso otras obras de mueblería antigua por lo que no era extraño para el vecindario que llegara un nuevo artículo para el excéntrico anciano. Lo único que provocó algo de extrañeza en la gente, fue aquella corriente helada que pareció llegar al barrio junto con esa silla. 

     Aquella misma tarde acudieron a la casa de don Esculapio un pequeño grupo de amistades. Personas que solían reunirse periódicamente para conversar diversos temas de interés para todos, era una especie de tertulia y ese día el viejo Abedrapo había ofrecido su casa, pues estaba ansioso de mostrar a sus invitados su nueva adquisición. A eso de las 3 P.M comenzaron a llegar los primeros invitados. Primero llegó don Antonino Dubois Araya, un académico de la universidad de los Lagos que se desempeñaba como profesor en la carrera de pedagogía en historia y también el magister relacionado; los siguientes en llegar fueron Hans “el suizo” Keller; que trabajaba como gerente de procesos en la planta de Nestlé, y Federico Opitz de la Hoz quien se desenvolvía como director de la feria ganadera de Osorno y como profesor de economía agrícola del instituto Adolfo Matthei. Finalmente, el último en llegar fue Lautaro Grossmann Leuquén, doctor en filosofía y reconocido literato del país que además ejercía como director del centro cultural Sofía Hott. Eran todos ellos, incluido don Esculapio; cuya profesión era la de abogado, personajes insignes de la ciudad de Osorno y, como se mencionó anteriormente, disfrutaban de sus reuniones periódicas en casa de alguno de ellos o en algún café de la ciudad. Estas les servían para mantener la amistad y disfrutar de amenas y cultas conversaciones sobre los temas más diversos, pues todos ellos eran personas muy letradas y de amplios conocimientos en lo que a cultura general se refería. El más viejo del grupo era Antonino, seguido de cerca por don Esculapio, los más jóvenes eran Federico y Hans, pero ambos con 60 años ya cumplidos; los demás eran jubilados que se negaban a admitirlo.  

      Se sentaron todos tranquilamente en una mesa pequeña de madera que se encontraba junto a una estufa a leña construida especialmente para Esculapio. Los sirvientes les sirvieron café y don Abedrapo buscó además una botella de fino coñac para que fuera con “malicia”. También sirvieron un trozo de torta del Rhenania para cada uno de ellos. 

     —Andan malas las cosas en el campo —comentó Federico Opitz quién además era dueño de un predio agrícola camino a Purranque.

     —Anda escasa la lluvia, se nos viene sequía este verano —continuó con el característico pesimismo del agricultor sureño. 

     —Todos los años dices lo mismo, y siempre se sale adelante —se burló Antonino —, a estas alturas, uno esperaría que ya conocieras los caprichos climáticos de la región. 

La conversación siguió rondando en torno a la misma temática hasta que don Esculapio decidió que no quería hablar de ello y mencionó su nueva adquisición a sus comensales, quienes de buena gana accedieron ir a apreciar el artículo tras finalizar sus respectivos cafés y trozos de fina pastelería. Don Abedrapo los llevó a su habitación donde yacía temporalmente aquella silla, perpendicular a la cama  y recibiendo luz directa de una ventana frente a la cual se encontraba, justo al otro lado de la habitación. De inmediato, la fascinación llenó a esos hombres que se sintieron sorprendidos por los detalles morbosos de aquella obra de arte de un autor desconocido.

     — ¡Espléndida! —Exclamó Lautaro Grossmann —, jamás pensé que existiría una obra de esta temática y mucho menos que llegase a ser tan sorprendente. 

      —Sin lugar a dudas es una belleza —agregó Hans con su marcado acento afuerino. 

Federico asintió ante la afirmación de sus dos amigos.

    —Me es extrañamente familiar —terció Antonino Dubois —Estoy casi seguro de haber visto mueblería con este mismo estilo, o al menos similar, en algún libro. 

      — ¿Estás seguro? —Le preguntó Esculapio Abedrapo —, yo tampoco había visto jamás algo como esto, de haber sabido que existían artículos como este, hace ya muchos años que habría comenzado a buscarlos para comprarlos. 

Sus amigos rieron ante esa idea, sabían que era verdad y no solo un comentario para llenar el silencio. Lautaro se acercó más a la silla, escrutándola con mirada analítica. 

        — ¿Canelo? —preguntó.

Esculapio asintió.

       —Ponte cuidado, hueón, mira que fabricar cosas con la madera del árbol sagrado puede ser tanto una bendición como una maldición —el comentario era serio, Lautaro no bromeaba cuando se trataba de la espiritualidad de su pueblo. 

    —Tranquilo, no creo que tan bella obra fuese resultado de alguna profanación —replicó don Esculapio para tranquilizarlo. 

        —Es sublime, es verdad, pero la belleza está en su perversidad, no lo olvides. 

     Esculapio asintió solo para terminar la discusión, pues aunque respetaba las creencias de sus amigos, él no era un creyente de esas cosas. 

     La tarde continuó con una once liviana y conversaciones sobre arte y mueblería clásica. Cercano al anochecer y ya finalizada la velada, los invitados se despidieron de su anfitrión.

      —Te llamaré si averiguo cualquier cosa de esa silla —prometió Antonino.  

     Don Esculapio, algo agotado por la reunión, acudió a su biblioteca con la idea de llevarse un libro a la cama, decidiéndose por Cabo de Hornos de Francisco Coloane. Ya recostado, y con vista a la majestuosa silla, se dispuso a leer con ayuda de la escasa luz de su velador, pero más pronto que tarde el sueño lo tomó en sus brazos y lo acunó; ni siquiera se dio cuenta de haber apagado la luz. 

A mitad de la noche, se despertó misteriosamente, no estaba cansado, es más, se sentía extrañamente sin sueño, a pesar de ser en general una persona diurna. Sintió una brisa fresca entrando por la ventana, lo que llamó su atención, pues no recordaba haberla dejado separada así que abrió los ojos de forma perezosa. Una pálida luz lunar atravesaba las ventanas a medida que los visillos blancos se elevaban por la corriente cual fantasma de una vieja tradición literaria. El brillo que provocaba el satélite natural de la tierra iba a parar justo donde se encontraba la silla. Don Esculapio tuvo que refregarse los ojos con brusquedad, ya que pensó que estos lo engañaban, mas sin importar cuanto se esforzara, la imagen frente a él no desaparecía. Una mujer desnuda se encontraba sentada en aquella silla, mirando pasivamente las cortinas que se removían con el viento nocturno. Poseía una larga y oscura cabellera que se deslizaba por sus amplias curvas y ocultaba los senos, don Abedrapo solo alcanzaba a visualizar uno de sus ojos, pero era un enorme ópalo negro que parecía contener un universo propio en su interior; su belleza era tal que Esculapio quedó paralizado ante esa imagen, sintió un fuego en su interior que no había sentido en décadas, pues hace ya mucho que había enviudado y jamás había buscado pareja después de aquello, ni siquiera un encuentro fugaz para satisfacer los deseos de la carne. Aquella mujer de exótica belleza parecía emitir un aura mística, como si su piel acanelada brillara con una magia primigenia, tan antigua como la tierra misma donde se encontraban. La mirada que su único ojo visible reflejaba parecía triste, melancólica y Esculapio sintió un profundo deseo de consolarla, abrazarla y decirle que todo estaría bien, que ya nada ni nadie podría hacerle daño jamás. El anciano se levantó de la cama y se acercó a aquella imagen de fantasmal y exótica hermosura, pero cuando iba a colocar su mano en el hombro de aquella doncella, con el fin de llamar su atención, la mirada de la mujer se posó en él.

     El horror y la desesperación llenaron al viejo Abedrapo, sintió un frío espantoso recorriendo su médula, pues aquella bella dama que parecía ser una encarnación de la vida misma, carecía totalmente de aquella energía vital en la silueta, anteriormente oculta, de su cuerpo y rostro. Solo huesos y telarañas repulsivas era lo que quedaba de esta mitad opuesta, únicamente hojas y ramas secas parecían colgar de ella como si fuesen adornos de una ninfa profanada por el Hades. La cuenca vacía de su ojo derecho parecía contener también un universo propio, solo que este no era de vida, belleza y poesía; sino un oscuro inframundo del que nada podía escapar, ni siquiera la luz; como si se tratara del agujero negro que formaba el centro de la galaxia. El viejo Esculapio retrocedió espantado y se desvaneció en el suelo junto a su cama, hundiéndose en una profunda inconsciencia. 

A la mañana siguiente, los sirvientes lo encontraron en el suelo de su cuarto y, pensando que su patrón se había caído de la cama, llamaron una ambulancia por miedo a alguna fractura. Esculapio Abedrapo despertó en la clínica alemana, se encontraba bien aunque se había golpeado la cabeza por lo que lo mantenían en observación. Se encontraba echado en su cama, ensimismado en sus pensamientos. Tenía dudas respecto a su visión nocturna, pues comenzaba a sospechar que había sido una pesadilla y que simplemente había provocado una caída brusca de la cama. Había tenido pesadillas antes y muy vividas, incluso sufría a veces de parálisis de sueño donde veía y sentía algún demonio o ser malévolo encima de él que provocaba inmovilidad. Aquello tenía una explicación totalmente lógica, eran sucesos psicológicos normales producidos en el sueño, mucha gente los sufría y se solían relacionar al estrés. Esculapio solía estar sometido a elevados niveles de este debido a sus negocios, así que no era raro que le pasara, ni tampoco lo era el suceso de esa noche. 

Una enfermera entró a su cuarto para informarle que tenía una visita. Esculapio se sorprendió de ver a su amigo Antonino Dubois. 

     —Amigo mío ¡que rápido corren las noticias! —Comentó con alegría don Abedrapo.

     —Tu hija me llamó, por lo visto estaba preocupada y no confiaba en lo que tú le dijiste cuando te llamó —replicó él.

      —Siempre preocupándose de más esa muchacha —contestó Esculapio, aunque sonreía.

     Su hija le había llamado más temprano, posiblemente puesta de aviso por los sirvientes de la casa, preguntándole como estaba y sugiriéndole viajar desde Valdivia para ir a cuidarlo. Esculapio le había dicho que no se preocupara, que lo peor ya había pasado y que no necesitaba pedir días libres en su trabajo para ir a cuidar un vejestorio, bien podría ir a verlo a la casa ese fin de semana junto a su nieto y su yerno Francisco Aguilar Melinao, un eminente académico de la universidad Austral. 

     —En fin, te veo bastante bien —comentó Dubois.

     —Solo una noche agitada —le bajó el perfil don Esculapio.

    —Apropósito, estuve recabando información respecto a esa silla y encontré información interesante —comentó de pronto Antonino. 

     El viejo Abedrapo lo miró con interés, quería saber más sobre ella, sobre su creador y por supuesto sobre la posibilidad de encontrar otros artículos del mismo artesano.

      —Encontré referencias del siglo XVIII, sobre un carpintero de Chiloé que parecía realizar trabajos de este estilo —explicó su amigo —, pero lo llamativo del asunto es que la información la conseguí en un viejo archivo sobre juicios ocurridos en aquella época, aparentemente estuvo relacionado a los brujos de la Recta Provincia, aunque el carpintero negó toda relación con aquellos a los que llamó “adoradores de divinidades inferiores” y que todo era un malentendido. 

      Antonino sacó una ruma de papeles impresos, por lo visto el documento original se encontraba digitalizado y era posible acceder a él de forma simple. Le mostró algunos dibujos de los trabajos de aquel carpintero, se veían mesas y sillas de diversos tipos, pero todos con el mismo estilo, muy similar a la silla que poseía Esculapio. Todas eran de estilo ibérico y con tallas dedicadas a seres mitológicos de aquella isla, todos con la misma morbosidad y regocijo por la muerte y el miedo. Una imagen era, casi con seguridad, un dibujo de la misma silla que tenía en su casa, una prueba bastante confiable de que aquel hombre era el genio detrás de ella. Su nombre, extrañamente familiar para Esculapio, había sido Mauricio Aleñanco Vidal y murió el año 1768 a la edad de 55 años.

      — ¿Qué hizo para que lo acusaran de pertenecer a la secta de brujos? —Preguntó Esculapio.

    —Lo culparon de numerosas desapariciones de personas en la localidad de Castro —respondió su amigo.

    —Me sorprende que lo descubrieran, considerando el proceso investigativo de aquella época —replicó Esculapio —, o quizás no lo hicieran y simplemente fuese apuntado por los vecinos, no es nuevo en la historia que alguien con algún talento sobresaliente sea acusado de brujería por sus coterráneos y más todavía si expresaba su arte con aquellas figuras que aterrorizaban a viejos y niños de aquella época. 

    —No es tan así, aquí dice que la evidencia apuntó a él cuando descubrieron que todos los desaparecidos habían sido clientes suyos —explicó —, todos habían comprado alguno de sus muebles extravagantes.  

      —No creerás que hay algo sobrenatural en ello —dijo en tono algo irónico don Abedrapo. 

     — ¡Patrañas! —Descartó Antonino —, simplemente debió tratarse de las personas a las que tenía acceso, quizás un modus operandi determinado de aquel asesino serial, aunque de todas formas jamás encontraron algún cuerpo.  

     —Muy raro e interesante —inquirió Esculapio, pues la historia le había intrigado.

     Después de un rato de amena charla, Antonino se excusó, pues debía ir a dictar una cátedra, por lo que dejó a su amigo en la clínica. Este, sin embargo, no debió quedarse en aquel lugar por mucho más tiempo, pues el médico fue a verlo y tras verificar que se encontraba bien y no quedaba secuela alguna del accidente, más que una magulladura, le dieron el alta por lo que rápidamente tomó un taxi que lo llevó a su casa. Sentía curiosidad sobre aquella silla y la historia de su creador, por lo que fue a su computadora. No era un experto en eso de la tecnología, pero lo poco que le había logrado enseñar su hija al respecto le había servido para administrar mejor su negocio, por lo que comprendía a grandes rasgos como utilizar internet y los programas de office, mucho mejor que la mayoría de las personas de su edad. 

     Al acceder al buscador y colocar Mauricio Aleñanco Vidal, de inmediato aparecieron algunas cosas interesantes. Vio por ejemplo que una mesa fabricada por aquel hombre se encontraba en posesión del museo municipal de Castro. Aquella mesa tenía múltiples tallas con símbolos geométricos, pero también poseía aquellas magnificas figuras mitológicas. Pudo vislumbrar al Millalobo, aquel ser mitad hombre, mitad lobo marino que gobierna los mares australes. Más que un remedo de tritón, parecía un verdadero monstruo híbrido cuyo rostro no era totalmente humano, ni totalmente animal; era un ser grotesco y espeluznante, pero al mismo tiempo era tal su detalle que el viejo Abedrapo quedó fascinado al verlo. Vio también a la Fiura grotescamente tallada y desnuda copulando con un hombre cuyo rostro parecía reflejar el terror que aquella experiencia sexual le provocaba. Había también brujos con sus sombreros y mantos negros montando caballos infernales, vio el Caleuche; el barco maldito que recorre los mares de la región. Era un espectáculo sin lugar a dudas. Buscando más y más se encontró con una imagen que le heló la sangre por un momento, pues entre las obras del carpintero chilote se encontraba una figura tallada en madera, una figura dispuesta frente a una especie de altar de piedra. Era ella. Era la mujer que se le había aparecido en la noche. 

Sintió escalofríos, pues estaba seguro que esa era la primera vez que veía la estatua ¡no podía haber soñado con algo que nunca había visto!

      Por primera vez en su vida comenzó a dudar de las leyes que manejaban el universo. Aquello no era posible ¡no tenía sentido! Respiró hondo y trato de calmarse, la lógica y la razón debían predominar ante todo. No se había dado cuenta que había anochecido y que un viento helado recorría los pasillos de su morada. De pronto sintió miedo, un terror indescriptible de ir a su pieza. Contempló por la galería principal y vio la puerta entreabierta de su habitación, supo que la corriente gélida venía desde allí. Contra todos sus instintos se encaminó hacia allá, algo tiraba de él con una fuerza sobrenatural, era el recuerdo de aquella exótica y mística belleza. Entró al cuarto y la vio allí sentada, apacible. Esta vez la tenía de frente y podía contemplar su belleza en su totalidad; no había rastro de muerte en ese rostro; solo perfección. Ella le hizo señas con la mano y Esculapio se acercó como hipnotizado. Sintió las manos suaves y cálidas en su rostro, sintió sus labios tocar los suyos con timidez y de pronto, los dedos de la doncella se le clavaron en el rostro y lo arrastraron con fuerza a la silla, pero ya no era una doncella; era aquella espeluznante ninfa del inframundo ya completa. Desapareció en la silla misma y él quedó allí sentado. Una extraña visión recorrió sus pensamientos, vio muchos árboles formando un bosque en conjunto con hongos y líquenes además de pequeñas plantas y flores, todas ellas conectadas por raíces y micelios, intercambiando información y nutrientes en un conjunto de conexiones tan complejas como el cerebro humano. Cuando abrió los ojos vio que desde la silla salían raíces y micelios a su vez, lo despertó el dolor provocado por estos al atravesar su piel y conectarse a su propio sistema nervioso. Sintió con desesperación como la silla lo absorbía, llevando su información y nutrientes a través de esta carretera natural que conectaba los bosques de la selva fría; su última visión antes de desaparecer fue la de aquella entidad, quizás una diosa, cuyo rostro reflejaba la vida y la muerte de igual manera. 

     Semanas pasaron y sus cercanos temieron lo peor, don Esculapio Abedrapo Viehmeister había desaparecido sin dejar rastro. De su colección de antigüedades, su hija conservó algunas cosas; principalmente libros y cuadros, pero otras las obsequió a los amigos de su padre, las donó a museos o simplemente las vendió a anticuarios. Solo quedaba aquella silla, la cual decidió vender en una tienda ubicada en la calle Patricio Lynch. No entendió cuando el vendedor farfulló “has vuelto conmigo de nuevo”, cuando salió contempló la tienda una vez más y le extrañó no haber visto antes aquella tienda de antigüedades llamada El Emporio de Mauricio Aleñanco

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