Relato 64- El ascenso
He tenido un sueño sin tormenta. Un sueño que apenas tenía ruido. Y me ha parecido aterrador. Las hojas crujen bajo mi cuerpo, me he quedado tumbada boca arriba con los ojos abiertos esperando a que algo sucediese, pero nada. Nada, grillos sonando de fondo. El silencio no es calmado, oigo pasos que no son pasos, que son las ramas chocando entre ellas, tapándome suavemente el sol de la mañana. No son pasos, son animales pequeños, supongo que la mayoría inofensivos, que buscan comida. El silencio me alerta más que el estruendo, con la cabeza aún pegada a la tierra oigo los mil crujidos de mis propios pensamientos además de mi fuero interno. Me levanto despacio, compruebo que solo siento dolor en una parte del costado. La bolsa bajo mi cabeza está aplastada. Ya de pie, observo que las hojas que apilé bajo mi cuerpo para alejar la humedad del suelo están desperdigadas por todas partes, como si hubiese caído una y otra vez sobre ellas y hubiese dado manotazos para estirarlas a mi alrededor. Sh, calla, otro crujido. Estiro los hombros, los tobillos aún me aguantan dentro de las botas, ni siquiera se me han desatado los cordones. Me coloco la mochila en la espalda de un solo gesto. Hay tanto frío concentrado en pequeñas gotas de agua en el aire que la humedad se puede palpar, se podría recoger en un bote y guardar para observar luego. Una especie de primera prueba testimonial del día de hoy. Quiero hacerme una bola en el suelo y esperar hasta la noche, pero eso no puede ser. “No hay que llegar demasiado temprano a los sitios”, me dijo ella. Aún no me toca esperar. Me atrevo a mirar de reojo el reloj por primera vez desde anoche, casi las siete en punto. Comienzo el camino hacia abajo, más y más abajo. Acampé de improviso ayer un poco apartada, y he de encontrar de nuevo la rumbo. La colina desciende suavemente entre árboles amarillos, el suelo está cubierto de las hojas más bajas a las que no les llega el sol. Busco un riachuelo pequeño que dejé atrás anoche al pasar. ¿Quién sabe supervivencia? No sé orientarme aquí. Pero bajo un poco más y lo encuentro. Me agacho con cierto entusiasmo, solo quiero lavarme la cara y que el agua muy fría me despeje. Los nervios me tienen acorralado el estómago pero he de comer algo. Solo un poco. Abro la mochila y relleno la pequeña botella metálica, la seco antes de volverla a guardar. En el fondo de la bolsa, un plástico reflecta la luz de fuera. Lo saco y compruebo que sigue bien cerrado, la túnica debe de estar limpia para esta noche. El pequeño móvil aún apagado, cojo una barra de cereales y me siento en el suelo. Hay una pequeña cota de liberación entre todo el nerviosismo que siento. Estar aquí sola y tan tranquila es abrumador. Los árboles se extienden hasta que ya no se ve nada. Son altos como gigantes.
“No hay que llegar temprano a los sitios”, me dice ella mientras paga la cuenta. He insistido en que no hacía falta, pero ya no insisto más.
- Gracias por la comida – respondo.
- No te preocupes, procura pagar tú la próxima vez.
- He de irme ya, mañana salgo temprano y tengo que descansar.
- Anda ya, mujer. No vas a poder dormir esta noche – una camarera con delantal negro impecable recoge el plato -, ¿no es cierto? Yo no podría, al menos. Cuéntame algo más.
- No tengo nada más creo... No sé cuándo volveré, esperemos que no pronto – me río suavemente pero a ella no le hace gracia.
- ¿Has avisado a alguien?
- No, no, es un lío. Lo sabes tú, ya está.
La camarera vuelve con el cambio. Hay intercambio de sonrisas. Ella guarda el cambio en el monedero pero no parece que tenga intención de ir a ningún lado, está dando sorbos al café como si fuese a durar para siempre. Me siento incómoda en este sitio tan bonito con todas estas personas manteniendo conversaciones tan serias y centradas. Soy una embustera. Ahora está mirando el móvil. Mis manos descansan sobre las piernas, he de dejar el anillo escondido en alguna parte, no puedo llevar nada. Me dijeron que, que no tuviese tatuajes reconocibles ayudaba, era una manera sencilla de reconocer a las personas. “¡Qué tontería!”, pensé. “¿Has visto mi nariz?, qué más necesitas para reconocerme”. La gente sigue concentrada en sus conversaciones algo sinceras. Veo sus rostros iluminarse, pocos se están riendo. Ella levanta la cabeza del móvil y me sonríe un solo segundo.
“Respira tranquila”, me digo, “siempre llegas con tiempo a los sitios”. Con el envoltorio vacío entre las manos me incorporo de un salto. Miro a mi alrededor, caben un millón de historias en este sitio, seguro que nadie podría escucharme a unos metros de aquí. La corriente desprende toda su fuerza, lo que creí riachuelo se ha vuelto corriente durante la noche. Y baja y baja, el río termina en un pequeño lago donde van de acampada muchos turistas. Pero eso me queda lejos, no vengo de visita. Tengo que seguir el río hacia arriba hasta que vea más rocas que árboles. Las indicaciones tampoco son muy claras. Empiezo a subir suavemente, con las manos entre mi cuerpo y los tirantes de la mochila, que aún no pesa demasiado, pero ya vendrá. Ya vendrá el dolor de espalda luego. Aún con el regusto a las semillas en mi boca, intento recordar, cómo era, intento recordar la frase de entrada. “Desde arriba somos fuertes”, algo así, algo así era. No recuerdo nada claro, tengo que empezar a concentrarme en las cosas, que la tensión me tiene nublada entera. El río sigue sonando, lo memoricé todo en coros. “Desde lo alto, hacemos la fuerza”, digo en voz alta, no demasiado. Me lo escuché mil veces durante todas las noches antes de atreverme siquiera a realizar la llamada. Fueron varias las llamadas. Con confianza, fuerte, “desde lo alto, hacemos la fuerza”, repito en un tono normal. Parece el saludo de una empresa tras contestar, parece la sintonía repetitiva del tren al acercarse a una parada. “Desde lo alto, hacemos la fuerza”. Casi parecen frases desmontadas, me pregunto si habrá serpientes por aquí cerca, frases que han intentado unir no sin que parezcan un poco retorcidas. Serpientes escondidas tras los matorrales. Nunca he sido de soltar citas célebres, ni siquiera las apuntaba con frecuencia, quizá esa costumbre me hubiese ayudado ahora. “Desde lo alto, hacemos la fuerza”, más o menos.
Se escuchan mis huellas más que el río, se vuelve hilo de agua ahora que llega la pendiente. “DESDE LO ALTO HACEMOS LA FUERZA”. ¿Preparada para tu llegada?”, me preguntan al otro lado del teléfono. “Sí, claro”. Si, claro, mala respuesta. Tengo ese primer encuentro, no presencial, fresco en la memoria, que no todo lo demás. Me he esforzado por olvidar los mil trámites de las últimas semanas con poco éxito. De las esperas de correo, de la expectación por cada cosa que he metido con sumo cuidado en la mochila, como si fuesen las últimas cosas que consideraré mías en el planeta. No he pensado mucho en lo que pasará luego - no es cierto - me han dicho que todo sucederá poco a poco, que no me costará nada adaptarme a la normalidad del grupo. “El recinto es amplio”, avisaron. “Podrás estar en unión con los demás o retirarte a descansar y meditar por tu cuenta”. Lo que sonó en mi cabeza al oír estas palabras fue que había bastante espacio para esconderme de los otros. No esconderme, quiero decir estar sola. No creo que se sepa cómo se va a reaccionar en según qué situaciones, y esta es una de ellas. No anticipo a saber cómo me voy a comportar cuando esté dentro y la verdad es que eso me preocupa. Estoy en tensión porque mi ilusión no consigue superar mi inseguridad, y por mucho que esté aquí por voluntad propia, me asusta, me asusta que me atraiga esto que desconozco. Pero es una oportunidad y yo quería una oportunidad. Estaba cansada de ocasiones vacías, que no hacían más que resignarme. Siempre he querido permanecer, casi pertenecer, a algo fuerte y sostenido. Algo que fuese prácticamente mío. Aunque lo “mío” se va a terminar. El agotamiento no da muestra de vida, incluso ahora que el sol ya está bien arriba, mi cuerpo se mantiene fuerte. No debía comer nada hasta mediodía, pero hago otro descanso. Mis piernas han descubierto que no necesitan mucho para reponerse y me empujan a seguir cuesta arriba un poco más, hasta el siguiente desvío. Y de ahí, al siguiente. No diría que es entusiasmo, sino una especie de voz competitiva gritándole al cuerpo que un par más de pasas puede soportar. Desde hace un rato las botas se me aprietan a los tobillos y las suelas me pesan más que antes pero me siento entera. Mi cabeza se ha estado agitando a sí misma, “tranquila, tranquila, no pasa nada”.
Las cuatro y diecisiete. Una nota sencilla, dos líneas y un teléfono de contacto. Me veo de pie en medio de la pequeña sala, mirando un papel casi en blanco. Ya está, eso era lo que dejaba sobre la mesa. Quizá mejor pegado en el frigorífico. Lo que más temo es que el correo deje de recibir mensajes por sobrecarga. Eso tiene solución. Ahora lo recuerdo, “tranquila, tranquila”, han pasado tres días desde que salí con un portazo suave y eché el doble pestillo, he dejado la llave bien escondida por si decido volver antes. Pero eso no puede ser, no puedo ni pensar en el regreso. Han cortado el agua en mi piso mientras el riachuelo vuelve a volverse ancho. Ancho y profundo. Mil pequeños bichos lo cruzan de un lado a otro mientras los árboles se mueven con la brisa, siento frío en todo el cuerpo, mi cuello empieza a estirarse hacia arriba, siento un quemazón en la clavícula. Me resiento. Mi cuerpo empieza a reclinarse mientras mi cabeza me incrimina cosas. Siento no haber dado más señales de despedida. Unas pocas llamadas, no tenía que hacerlo, pero debí dejar unas notas. Unas pocas notas sin demasiados detalles clave, solo unas pocas palabras, alguien puede reclamarlas pronto. “Está bien, está bien, tranquila, todo está bien”. He cumplido con todas las normas, lo he hecho todo bien hasta ahora. No tengo los datos exactos pero lo que estaba en mi mano lo he cumplido, toda la información me apuntaba a que debía cumplir las normas antes de la llegada. “Que no vengo en balde”, me digo. “Que no tengo detalles pero sí muchos hechos”.
Uno de ellos, que el autobús 102 es cogido hasta el final de esta línea por 5.698 personas al año. La línea tiene cuatro paradas y la última deja justo al lado del lago de los excursionistas. La mayoría de los excursionistas coge el mismo autobús de vuelta, sobre todo el de las seis y media, justo antes del anochecer. Para ser exactos, solo veintitrés personas no se registraron para regresar de este monte, sin acceso a los coches, al menos para conductores normales. Por lo tanto, o los datos del servicio de autobuses de rutas de montes protegidos de esta zona están mal, o veintitrés personas, el año pasado, abandonaron este monte por otros medios que no fueron ese autobús. El responsable de seguridad se rió en mi cara cuando le pregunté por esa gente. “No tenemos constancia de su regreso pero debió producirse”. Su teoría era que la gente volvía caminando por una carretera vertiginosa y sin arcén de casi una hora de recorrido, no sé cuánto se tardaría en bajar andando, o que conocían alguien de la zona. Al preguntarle por esto, me dijo que no sabía nada. Otro dato curioso, es la obligación de registrarse al comprar en billete, pero una vez dentro, nadie te pide el billete. Así que 23 personas registradas consiguen cruzar este monte protegido sin que nadie sepa qué ha sido de ellas. Me paro un segundo para coger aliento, me he tapado la boca con la chaqueta para evitar enfriamientos, pero apenas puedo respirar. La mochila, ya casi vacía, no es más que una pequeña molestia más de todos mis dolores.
Comienzo a quedarme sin monte que escalar, apenas queda nada para que los árboles se conviertan en escasos habitantes dentro del mar de rocas. Miro atrás, más bien abajo, y la caída se convierte en un paisaje algo terrorífico de luces a lo lejos y cada vez más sombras. La noche empieza a asomar desde lejos, pensaba que tardaría menos en oscurecer del todo pero el día aguanta. No quiero detenerme por miedo a congelarme de frío o de temor. Llevo más de una hora pensando que sí, que es probable. Es probable que alguien que me siga, ¿no es cierto?, hay alguien que sabe que llevo dos días dando vueltas en este bosque deseando dejar de sentirme perdida. Sería lo natural, controlar no solo tu propiedad sino todo lo que la rodea. Que no me haya encontrado con nadie en dos días me hace pensar en mí misma como un punto rojo que se mueve despacio en un plano vacío. Un punto que sigue el camino que le han marcado. Mientras doy los últimos diez pasos de subida, siento la necesidad de quitarme la mochila de un manotazo, de tirar la chaqueta al suelo, de buscar en mi cuerpo algo que les esté sirviendo de localizador. Cada vez veo más sombras que cualquier otra cosa. Si la luna no empieza a iluminar pronto me quedaré ciega en medio de la nada hasta mañana. Y no puedo llegar mañana, debo llegar a las nueve. “Desde lo alto, hacemos la fuerza”, existe el lema pero no encuentro el camino. ¿Has avisado a alguien?, “no, no, es un lío”. Eso dije yo misma hace dos días. “Sería un lío”, condené yo. Y aquí estoy ahora, con el frío de cara y la noche cada vez más encima. A dónde he de tirar ahora. Ya no hay más árboles, no encuentro nada entre las rocas. Se han vuelto siluetas deformes que se vuelven puntiagudas si te acercas. Me apoyo en ellas para comenzar lo que creo que debe ser “rodear la cumbre” en búsqueda de cualquier señal de aviso. Debí dejar una marca en la primera roca que toqué por si vuelvo a encontrarme con ella, que al menos yo sepa que estoy perdida. Si de verdad soy un punto rojo en un mapa vigilado por alguien, ese alguien debe de estar dando unas buenas carcajadas ahora mismo. El frío ya me ha congelado las manos, las rocas ya tienen mi misma temperatura. Paro en seco y busco en el fondo de la mochila un caramelo. “Tranquila, tranquila. Sin perder los nervios”. Pongo el papel dorado del caramelo en el suelo y le pongo una piedra encima, mala señal para dar un aviso, pero al menos yo podré reconocerla. Me sigo apoyando en las aristas de las piedras, cada vez más altas, que voy dejando atrás una a una, despacio, pisando suave antes que fuerte por si hay agujeros en el suelo. Hay barro, eso sí, algún agua llega hasta aquí, o algo se está descongelando, porque el suelo está lleno de barro.
Y entonces lo veo, la veo. Una verja, alta y verde, que aparece un poco más abajo. Me acerco lentamente, un muro de tela que protege una alambrada. De tres metros y sin entrada visible, comienzo a merodear por la zona buscando algo que parezca una entrada. Y la encuentro, no tardo nada en ver una amplia cancela, también cubierta de tela verde. “XX” bien grande en la puerta. Y no solo eso, aquí se ve más claro, y lo que veo y sobre todo escucho son pasos acercándose.
Me alejo lo que puedo y me tiro detrás de un árbol de media altura rodeado de arbustos con pinchos. Desde allí, desde detrás del árbol, con un solo ojo, observo como las túnicas blancas van entrando una a una. Todas calmadas, caminando con pasos cortos y en silencio. Me imagino sus caras sonrientes bajo los gorros blancos pero quizás estén asustados también. No sé si me mentirían si les preguntase qué sienten de este momento. Qué sucede detrás de esas puertas. Me encantaría poder hablar con ellos ahora, “Dime, dime”, les diría “dime de nuevo, cómo has llegado hasta aquí. Cómo fue cruzar la verja del espanto y encontrar algo brillante detrás”. Lo de brillante fueron también palabras suyas. Supongo que más una metáfora que otra cosa pero quizás me tope con una pared brillante nada más cruzar esas puertas. Una pared de la altura de un edificio, oculta entre los árboles, con Desde lo alto, hacemos la fuerza escrita en grandes letras. Solo han sido tres los que han cruzado, el primero mucho más alto y fue un hombre joven el que les abrió la puerta. No he escuchado pronunciar una sola palabra, ni siquiera el lema, solo personas que pacíficamente entran sin nada más que sus túnicas blancas y, aparentemente, todas las buenas intenciones del mundo. Parece como si ya lo hubiesen hecho mil veces antes.
Una vez cerrada las puertas de nuevo, me escurro hasta el suelo. Desde aquí no se puede ver más que las espléndidas puertas de un portón de madera que se camufla perfectamente entre los arbustos. A cada lado de las puertas, una valla cubierta por lona marrón que se alarga hasta que ya no consigo ver nada. “El recinto es amplio”, recito en susurros. Hay un camino de unos veinte metros pintado con cal blanca. Parece como si hubiesen rociado el espeso esmalte con grumos sobre la tierra y ya nunca pudiese volver a ser rojiza. Ahora veo como en un momento dado tendría que haberme desviado del riachuelo, quizá cuando se volvió fino, y quizá habría llegado hasta aquí. Debí de perderme alguna señalización. O quizá las instrucciones sean para personas más curtidas en bosques que yo. El temor de mi estómago se ha vuelto una culebra que no para de recorrerme el cuerpo a gran velocidad. Siento que de un solo espasmo caería fulminada al suelo. Miro el reloj por no última vez, las ocho y veinte, ¿qué hago aquí? ¿Esta es la oportunidad que buscaba, no? ¿Realmente no debería sentirme más atraída por lo que me espera? Solo siento ganas de desplomarme, no creo que tuviese fuerzas para descender de nuevo hasta donde llegué ayer. Pero a penas hay tiempo para eso, más pasos, más susurros se acercan. Escucho voces aunque no sé quién viene. Saco a prisa la túnica blanca del plástico, y lo guardo de nuevo en mi mochila, la que escondo deprisa entre las ramas, quizá en un sitio poco seguro, no sé cuándo volveré a salir. Justo antes, ya veo de nuevo sombras blancas viniendo, el camino de cal las ilumina como si fuesen resplandecientes, justo antes de saltar fuera del árbol y unirme a ellas, saco el teléfono. “Que la batería aguante lo que pueda”, pienso, “tiene que grabar todo lo que pueda”. Lo activo y lo escondo dentro de mis mallas, bajo la túnica. Con la cara aterrorizada y algo baja, me uno a la fila de tres personas. Aún no es la hora, se abre el portón. Un hombre sonríe dentro, entramos en silencio. Pronuncio suavemente, “Desde lo alto, hago la fuerza”.