Relato 61 - Kilómetro veinte
Compartir coche para ir al trabajo es una buena forma de ahorrar, sobre todo cuando debes desplazarte a varios kilómetros de distancia hasta un pueblo cercano. Nuestros cuatro protagonistas se ven sorprendidos una madrugada de invierno por una misteriosa niebla de color purpura que les impide continuar el camino. Completamente inmovilizados en el borde de la carretera comienzan a tomar decisiones erróneas mientras perciben que están siendo vigilados.
Salió como cada madrugada de su piso en régimen de alquiler compartido de la avenida Pero Niño, se miró en el espejo antes de abrir la puerta de la calle, agarró su mochila Rip Curl con locos dibujos semejantes a un crucigrama sin sentido y bajó con perceptible malhumor las cinco plantas de un edificio sin ascensor hasta el pórtico de la entrada. Una vez abajo apretó con fuerza un botón redondo y negro mientras ladeaba su cabeza para volverse a mirar de nuevo en la pulida superficie marmórea de una de las columnas mientras se decía a sí misma refunfuñando en un colérico arrebato —Si hoy no se lanza a por mí voy a tener que ir con un vestido de fiesta al trabajo.
El sonido del interruptor reverberó en el zaguán como el canto de una cigarra gigante y el pesado portalón negro de hierro y cristal que daba a la calle oscura se abrió entonces produciendo un metálico chasquido. Llevaba puesta su sudadera Gap fucsia, recuerdo y cortesía de un antiguo imbécil, algo gastada ya de tantos lavados pero muy favorecedora aún. Subida la cremallera a media altura, como solía gustarle, pelo recogido en una cola, una camiseta blanca con escote en u y sus vaqueros más ajustados.
El chico que le quitaba el sueño era Ricardo o Ricky, como todos lo llamaban. Aunque vivían en la misma ciudad Lola no lo conoció hasta que entró a trabajar en el matadero de un pueblo cercano el año anterior, pero pese al tiempo transcurrido y los sutiles esfuerzos que había hecho por coincidir con él lo había visto más bien poco. No era nada extraño en absoluto si tenemos en cuenta que la fábrica era enorme. Además tenían puestos muy distintos, mientras que ella trabajaba en la envasadora de carne él lo hacía al otro lado del complejo en los muelles de carga y descarga.
Ahora, dos semanas antes, Lola comenzó en el turno de madrugada y el cambio la entusiasmó sobremanera. Podía aprovechar mejor el resto del día y compartir vehículo y gastos con tres compañeros de su misma ciudad y lo mejor, Ricardo era uno de ellos. Por si fuera poco, fue el mismo Ricardo quien le propuso lo de ir juntos al trabajo al enterarse del nuevo horario de Dolores. Visiblemente nervioso tomó como escusa que podrían ahorrar gastos, pero su voz se tornó temblorosa y su tez se sonrojó demasiado, lo que delató claramente su interés por ella.
De todas formas aunque Ricky parecía haberse envalentonado últimamente la cosa seguía más o menos igual entre ellos dos. Decididamente el chico se lo tomaba con calma, quizás influenciado por su entorno más cercano, es decir, su hermana y un gran grupo de amistades en el cual era difícil integrarse. Dolores estaba comenzando a odiarlos a todos, pero debía tratarlos con simpatía. Al modo de entender de ella, la actitud de Ricky empezaba a ser cobarde y no entendía la tardanza en declarársele —Todos los guapos son iguales— farfulló en voz alta después de cerrar el negro portalón.
Encontró una calle desolada y silenciosa. La luz amarilla de una lejana farola atornillada a una fachada se reflejaba brillante en el suelo negro y humedecido por el relente nocturno. La niebla disipaba las ondas de luz entre la humareda como en las películas de Jack el destripador. Miró entonces su reloj. Las seis y media. —Se retrasan mucho— se dijo. La impaciencia la llevó a bordear la esquina justo cuando un Opel Meriva gris marengo se aproximó despacio por el otro lado de la calle. En su interior apareció Miguel conduciendo con una sonrisa bastante estúpida en su rostro. Miguel “el gordo” y Lilia eran sus otros dos compañeros de viaje.
La mirada de Dolores se deslizó hacia el lado del copiloto donde encontró a Ricardo. Los cuarenta y tantos minutos de flirteo en el asiento trasero junto a él se acababan de esfumar —Fuf, increíble— volvió a farfullar.
—Buenos días— dijo, y su voz sonó con una fuerza inesperada retumbando en el interior del coche mientras se sentaba. Lilia estaba a su lado toqueteando su teléfono que dejó por un segundo para saludar y proporcionarle una cortés sonrisa a su compañera, todo lo cortés que podía ser a aquella hora de la mañana. —¿Vamos algo justos de tiempo no?— señaló con un tono de voz que sonó a reproche. —Vamos bien— dijo Ricardo en el asiento delantero. Miguel ignoró por completo la queja de Dolores y continuó hablando con Ricky con la desagradable voz de quién está recién levantado. A Lola no le caía nada bien aquel chico, pero lo cierto es que a ninguna mujer le gustaba demasiado aquel fofo bocazas.
Miguel era bastante dubitativo para orientarse y comenzó a dar vueltas sin ton ni son por toda la ciudad eligiendo cada vez un recorrido más incoherente hacia su destino mientras la conversación entre él y Ricky parecía no tener fin. Era absurda la forma en la que aquel hombre gestionaba en su cabeza la ruta a seguir. Carecía de la más mínima noción de maximizar lo que fuera que tuviera que maximizar, o tal vez era minimizar… ¡bah! daba igual. Dolores se rindió rápidamente de la tarea de buscar el adverbio correcto, era demasiado temprano. Al cabo de un rato de idas y venidas Lilia se removió en el asiento, miró su reloj y en un acto de nerviosismo resopló fuertemente.
Tardaron una desesperante eternidad en llegar a la salida del pueblo y coger al fin el desvío a la carretera 170, una vía secundaría de doble sentido con ridículo arcén y llena de tramos zigzagueantes, alternados con rectas kilométricas y baches una y mil veces asfaltados. Los camiones siempre pasaban a la vuelta del trabajo como jumbo-reactores de una aerolínea, pero a esa hora de la mañana el tráfico era más bien escaso. De hecho algunos días podían hacer el recorrido completo sin encontrar ni un solo vehículo en ambos sentidos.
Al entrar en el desvío a la 170 la oscuridad más extrema se cernió sobre aquella maldita vía en la que todos los años, sobre todo en invierno, perecían decenas de personas debido a las malas condiciones de la carretera y la meteorología, pero al contrario de lo que Lola esperaba, aquella mañana no había ni la más tenue neblina —Incluso puede que me dé lugar de desayunar en el restaurante del trabajo— pensó agitándose en el asiento.
Miguel puso “las largas” y un precioso piloto azul se encendió en el salpicadero del coche mientras la carretera se extendía de repente cientos de metros ante sus ojos. Estaba elegante, recta, oscuramente asfaltada y con un impoluto y resplandeciente trazado de líneas blancas recién pintadas que iban dejando rítmicamente atrás como si de los gráficos de un juego de ordenador se tratase. A partir del km 4 el dibujo rectilíneo, sin embargo, empezó a dar paso a una erosionada calzada blanquecina con confuso trazo que iba a ser la tónica dominante el resto del viaje. Los dos carriles se constreñían y apretaban y las malas hierbas y arbustos amenazaban a ambos lados con tomar lo que era suyo por derecho propio, apoderándose a veces totalmente del escuálido arcén desquebrajado como el lecho de un rio seco. Pese a ello los vehículos solían circular a una endiablada velocidad.
La atmosfera interior del coche se volvió soporífera e hizo enmudecer progresivamente a sus ocupantes. El monótono ruido del aire criogénico del exterior que friccionaba con la carrocería metalizada del Meriva era interrumpido cada cierto tiempo por el sordo traqueteo de los baches. Lola estaba empezando a divagar medio dormida por el silencio y el calor que desprendía la calefacción exageradamente alta. El tiempo para intimar con Ricardo se le agotaba y aunque por un momento pensó en sacar algún liviano tema de conversación Miguel se le adelantó preguntando una tontería similar a Lilia.
De todos era sabido que Miguel, un tipo rechoncho y más bien dejado en el vestir y en la higiene corporal, iba tras de Lilia. Ella tenía un carácter mucho más fuerte. Además Lilia era una chica con un buen tipo. El estilo de hombre que le gustaba no era precisamente el de aquel conductor desaliñado. El último novio que Lola le había conocido fue un rapado musculoso con algunos tatuajes y pinta de boxeador enfadado bastante parco en palabras con los extraños. Nada que se acercara lo más mínimo a ese “plasta” pasado de sobrepeso que raramente cerraba la boca.
Lola y Ricky, sin embargo, encajaban físicamente como un guante. Él era moreno, con músculos bien trabajados. Era elegante y educado en el trato, lo que le hacía gozar de mucha popularidad. Las chicas acaloradas en la fábrica solían asaltarlo con procacidad y en los corrillos se le apodaba con risas y desvergüenza como el morenazo. Lola era rubia, su piel era dorada y tenía una linda carita que denotaba, sin embargo, algo de genio y armas tomar. Su pecho no era excesivamente agraciado pero tampoco podía considerarse en absoluto escaso. Sin embargo, tenía un espectacular poder de seducción que estribaba en otras partes de su anatomía. Se podía decir de Lola que tenía un enorme tipazo que hacia soñar a la mitad masculina de la fábrica. Llevaba siempre unos vaqueros ajustados que destrozaban al instante cualquier otra competencia femenina, fuera cual fuera. Casi todas las chicas la envidiaban por su físico, salvo Lilia, que casi le iba a la par.
Lilia contestó con desdén a Miguel y acto seguido miró a los ojos de Dolores resoplando silenciosamente esta vez. Lola le respondió arqueando las cejas y sonriendo levemente mientras agachaba la cabeza. Fue en ese justo momento cuando Ricky dijo con su voz masculina «¡Vaya hombre! no podemos tener un día tranquilo». Las chicas miraron adelante alertadas por la intrigante exclamación y encontraron una neblina que empezaba a empañar visiblemente el cristal delantero. Lola miró el reloj y dijo para sí «¡Ea adiós al desayuno!» La niebla se volvía espesa a cada instante en la misma proporción en la que la aguja del cuentakilómetros se venía abajo. A Miguel le pareció entonces una buena idea poner a todo volumen el vals de Shostakovich suite Nº2 que empezaba con un compás lento acompañando a la perfección el ritmo al que se había visto avocado el coche. Una más de sus inmaduras ocurrencias. No es que a Miguel le fuera este tipo de música ni mucho menos y ni que decir tiene que no había oído hablar de Shostakovich en su vida, pero al escuchar el vals en una película de Tom Cruise unos días antes se le metió en la cabeza aquella pieza hasta tal punto que la grabó en un CD y no perdía oportunidad de que todos a su alrededor la escuchasen. Lola, de los nervios, exclamó —¿Pero que vas a ponernos música ahora? —¡Anda y música clásica, lo que nos hacía falta Gordo!— dijo Ricky intentando demostrar acuerdo con Dolores.
A medida que el vals nº2 de Shostakovich iba avanzando la niebla se hacía más y más espesa. De repente una luz cegadora apareció en el espejo retrovisor iluminando todo el interior del coche y un segundo después la enorme masa de un camión cisterna los adelantó precipitándose por la izquierda del coche mientras ejecutaba un diabólico efecto Doppler con el estruendo de su bocina. Los corazones de los cuatro ocupantes se sobresaltaron al tiempo que el camión se alejaba escandalosamente y desaparecía entre la niebla tan rápido como había llegado. No hubo ninguno que no se estremeciera en su asiento.
—¡Que hijo puta!— gritó Ricardo. Miguel miró de soslayo por el retrovisor. —¿Las señoritas están bien?— preguntó riendo. Lilia le enseñó su dedo a la altura del espejo. —Los camioneros van así siempre, se conocen las carreteras y tienen prisa— repuso Miguel dando sensación de control, aunque su cara se había vuelto gris. Las chicas se habían quedado frías en la parte trasera y aún estaban tranquilizando su respiración cuando una bocanada de vaho fue lanzado sobre el cristal delantero y todo se tornó blanco. La niebla era tan espesa que no se veía a una cuarta de distancia.
— ¡Joder Ricky ahora sí que no veo nada tío! —¡Tranquilízate y aminora!— respondió Ricardo. La situación comenzó a ponerse seria. Miguel quitó la música y accionó el limpiaparabrisas que produjo un sonido espeluznantemente en el cristal. —¡Frena!— gritó Ricardo con nerviosismo. —¿Que frene? ¿Y si viene otro camión detrás?— contestó Miguel. El pánico se apoderó de ellos, que parecían estar conduciendo con una sábana blanca tapando el cristal delantero. La sensación de ir totalmente a ciegas era aterradora. — ¡Frena te digo!— volvió a repetir Ricardo —¡Mira, hay un camino de tierra ahí al lado, para y mete el coche. Saldremos de la carretera hasta que se vaya la niebla!— Miguel, asustado, obedeció girando el volante hacia donde Ricardo le indicó.
Sin apenas reponerse del susto los cuatro ocupantes presenciaron un inmenso fogonazo que apareció entre la oscuridad nublada. Todo se volvió de una blancura inesperada y después apareció una llamarada de fuego brillante que se elevó hacia el cielo. — ¡Joder es el camión cisterna, ha explotado delante de nosotros!— exclamó Miguel. —No jodas— replicó Lola. Ricardo, acto seguido dijo —Se ha tenido que salir de la carretera y ha explotado, no puede ser otra cosa. En ese momento la niebla se tornó morada y aparecieron unos delgados hilos negros, como cabellos largos, que ondulaban crepitando sobre el parabrisas. — ¡Veis, es humo! ¡Os estoy diciendo que ha explotado justo delante de nosotros!— gritó Miguel. —Quita la calefacción y cierra el circuito de afuera o nos asfixiaremos. ¡Um, encima ni siquiera hay cobertura! —contestó Ricky todo seguido mirando su teléfono. —Tampoco yo tengo— dijo Miguel en su asiento. Las chicas miraron sus respectivos móviles agitándose en la parte trasera del coche. —¿Qué hacemos ahora? —Si nos quedamos aquí otro coche podría pasar y haber otro accidente, quizás el camión esté en mitad de la vía— expuso Ricardo al grupo.
— ¿Y qué podemos hacer? no se ve nada.
Pasados un par de minutos el humo se volvió más claro y homogéneo como una pintura acrílica diluida en agua, hasta que se tornó de un color rosa fuerte o purpura. Entonces Ricardo dijo «Voy a ir» y cogió el chaleco reflectante de la guantera aunque fuera algo testimonial pues la bruma purpura no dejaba ver nada a un palmo de distancia.
— Escuchad, seguiré el borde de la carretera, no tiene perdida. No os mováis de aquí por nada del mundo.
Miguel frunció el ceño al instante —Tío puede que el accidente esté a más de 100 metros o a un kilómetro, no hay forma de saberlo, además esta niebla morada puede ser tóxica.
—No me pasará nada— Entonces Ricky abrió la puerta y salió velozmente del coche. Era muy impulsivo, lo que las chicas admiraron y temieron al mismo tiempo.
………………
Los minutos en el interior del coche se hacían eternos.
— ¿Cuanto hace que se ha ido este hombre?— preguntó ásperamente Lilia mordiéndose las uñas mientras el día comenzaba a clarear levemente. Lola dijo con preocupación que habían pasado más de veinte minutos ya.
—Esperaremos cinco minutos más y después iré a buscarlo —dijo Miguel.
—De eso nada, no te muevas de aquí— replicó Lilia dando un manotazo en el asiento. Dolores abrió la puerta del coche a ver si podía ver algo pero al mirar hacia el suelo sus propios pies desaparecían entre la bruma. Solo podía verse un humo rosa con ondulantes hilos gaseosos, negros y delgados. La sensación de un frio atroz les embargaba, sin embargo no olía a nada extraño, ni siquiera a quemado. Lola se incorporó y dio varias voces al vacio —Ricardo, Ricky, Ricky— gritó, pero no hubo respuesta. Lilia, por su parte, ni siquiera se atrevió a abrir la puerta. Le daba miedo aquella extraña bruma que parecía envolverlos “ad hoc” como un depredador que atrapa a sus débiles presas inmovilizándolas para después digerirlas lentamente. Miguel al ver a Lola vociferando pulsó el claxon varias veces.
A los pocos minutos de aquello Lilia empezó a parecer ausente. Hablaba poco y solo miraba a través del cristal mordiéndose las uñas. Rompió su silencio diciendo de pronto:
—Ahí hay alguien.
—¿Dónde? ¿Es Ricky?— pregunto Miguel.
—No— respondió.
—¿Cómo lo sabes?— dijo Lola.
—Porque son muchos— volvió a contestar.
Lilia se encontraba pálida, con la respiración entrecortada pero sin moverse un ápice en el asiento, y volvió a decir:
—Nos están vigilando.
—Pues yo no veo a nadie— dijo Miguel sin hacerle mucho caso.
—¡He dicho que nos están vigilando y que hay más de uno. Los estoy viendo ahí mismo, están cerca, están aquí al lado, estoy segura!
—¡Oh por Dios, ya lo que me faltaba Emilia por favor, no estoy para bromas!— gritó Dolores nerviosa y enfadada.
—Se acabó— dijo Miguel dando un golpe en el volante. Cogió el otro chaleco reflectante, abrió la puerta y dijo «voy a buscarlo».
Lilia volvió a intentar convencerlo de que era mala idea, ésta vez en un tono más alto y asustado.
— ¡No vayas, ahí hay gente! ¡Nos están mirando! Dolores que no podía aguantar más la situación y le dijo a Lilia que estaba loca. El comportamiento de su compañera la estaba desconcertado ¿quién demonios iba a estar en mitad de una niebla así allí fuera?
Miguel cerró la puerta, rodeó el coche y encontró la línea lateral del arcén que usó como referencia para caminar. A los dos o tres metros recorridos el coche ya solo era una forma camuflada para él, pero ahora no podía volverse atrás y que las chicas pensaran que era más cobarde que Ricardo. Miró adelante y desapareció por completo entre la morada bruma.
Emilia, mientras tanto, solo miraba por la ventana sin hablar y continuaba mordiéndose las uñas de forma compulsiva. Se la notaba realmente aterrada. A los cinco minutos de la ida de Miguel, Dolores salió del coche y abrió la puerta del conductor para tocar de nuevo el claxon un par de veces, pero no hubo respuesta de ningún tipo. Pensó entonces en aventurarse también por la carretera y tuvo la idea de poner el cronómetro de su teléfono móvil a cero para tener la referencia del tiempo que caminaba ¡genial idea! seguro que a los chicos no se les había ocurrido. Entró en el coche y le dijo a Lilia que no se moviera que iba también a buscarlos. Lilia ni siquiera la miró. Estaba totalmente bloqueada.
Lola comenzó a andar sola por la carretera con las manos metidas en los bolsillos de su sudadera. La helada no era ningún problema, pasaba nueve horas diarias bajo un frio industrial en la envasadora. Estaba clareando pero no podía ver nada a un metro y medio. Andados apenas veinte metros miró atrás y vio lo mismo que hacia adelante y hacia los lados. Nadie sabe lo difícil y aterrador que es caminar sin tener una referencia. Cuando habían pasado cuarentaicinco segundos interminables miró su cronómetro. Debía estar en una de las rectas kilométricas del camino porque no se curvaba en absoluto. De pronto escuchó la bocina del coche. Debía ser Lilia que estaba asustada. Lola se dijo a sí misma que seguiría adelante. El cronómetro pasaba ahora de un minuto y treinta segundos, treinta y uno, treinta y dos… una eternidad y seguía sin ver nada. —Llegaré hasta los dos minutos, solo tengo que seguir la línea del arcén hacia atrás después. No hay pérdida.
Llegó a los dos minutos y decidió seguir hasta los tres. En ese momento encontró una señal metálica en la carretera que marcaba el Km 21. Conocía la carretera perfectamente puesto que iba a diario al trabajo, aunque esta vez era el viaje más extraño que había hecho jamás por ella. ¿Cómo podía haberse salido el camión en una recta? se preguntó. Si no recordaba mal a la mitad del kilómetro 21 había una ligera curva y si era ahí donde fue el accidente Ricardo y Miguel debían andar aún bastante lejos. Agarrada a la señal metálica sintió de repente un pequeño escalofrío y miró en derredor. Pareció ver fugazmente unas figuras difusas que desaparecieron rápidamente. Se acordó entonces de las palabras de advertencia de Emilia. “Nos están vigilando” Lola paró de inmediato el cronómetro y volvió a ponerlo a cero. Los nervios se empezaron a apoderar de ella, y se dijo a sí misma —Quizás estén cerca pero no voy a continuar, puedo perderme, mejor esperaré en el coche— Y volvió poner el cronómetro en marcha para andar el camino inverso.
El móvil marcaba ahora los tres minutos de vuelta y la bruma se tornó de un color rosa chicle. Llegado a los cuatro minutos seguía sin haber rastro del coche en el arcén. No podía habérsele pasado —No lo entiendo, el coche estaba pegado a la carretera— pensó. Se calmó un instante diciéndose a sí misma que el cronómetro era solo una referencia. —Habré andado más rápido a la ida— volvió a decirse. Pero llevaba caminando cinco minutos cuando quedó claro que de alguna forma se había pasado de largo, así que decidió volver sobre sus pasos y continuar todo recto hasta la señal del kilometro 21 y usarla de nuevo como referencia para volver otra vez. —Mala idea la de haber dejado el coche— pensó asustada. Llevaba ya en total quince minutos andando a la intemperie bajo un frio hostigador cuando de pronto encontró de nuevo la señal. ¡Dios, menos mal! exclamó con alivio. Creía haberse desorientado. Es increíble lo rápido que se pierde la orientación en la niebla y las dudas que te asaltan incluso cuando sigues una línea recta. Es aterrador y te llena de inseguridad pero hasta ahora había estado más o menos tranquila porque sabía que Lilia estaba en una dirección y los chicos en la otra.
—¿Debería seguir y buscar a Ricky o andar otra vez tres minutos de vuelta?— Miró hacia el lugar del supuesto accidente y de pronto escuchó un susurro de una voz lejana. «¡No te vayas!» pareció decir, aunque no lo escuchó con claridad.
—¿Quién hay ahí? —gritó.
Acto seguido volvió a oír otros susurros ininteligibles que parecían hacer un reproche a la primera voz por delatar su presencia.
Puso el cronómetro de nuevo y volvió sobre sus pasos en dirección al coche mirando hacia el campo, intentando escrudiñar con su mirada alguna silueta humana. Estaba segura de que había oído susurros provenientes de algún lugar entre las agrestes laderas empapadas por el relente. Esta vez empezó a apresurarse porque algo le decía en su cabeza que no era bueno permanecer mucho más tiempo allí. 00:03:00 minutos, nada; 00:04:00 minutos, nada; 00:05:00 minutos, nada. No era posible. ¿Se había pasado de nuevo? Empezaba a parecer una pesadilla. No había podido pasar de largo dos veces. Estaba cansada, tenía frío y la visión fatigada. El pánico comenzó a apoderarse de ella. Allí sola parada en mitad de la carretera miró en todas direcciones y empezó a gritar —¡Lilia, Miguel, Ricardo!— pero nada, nadie contestaba. Gritó desesperada hasta que su garganta comenzó a dolerle. —¡Lilia, Miguel, Ricky! Me he perdido y no veo nada— Paró y volvió a escuchar una voz, ésta vez más fuerte que dijo. —¡Ven con nosotros!— sonó imperativa y maligna. Quedó pálida, fría y al borde del pánico. Con el corazón en vilo volvió a escuchar esa voz de forma aún más clara. El mismo grito —¡Ven!—.
—Esta vez la he oído de verdad— dijo Dolores con un tono vibrante. Era la voz de un hombre. —¿Quién eres? ¿Ricardo? ¿Quién coño hay ahí? ¡Ricardo déjate de coñas tío estoy muy asustada!
En ese momento aparecieron unas figuras tenues que se movían entre la neblina. Anduvo unos pasos hacia ellas y al ver que se le acercaban comenzó a alejarse. Eran muchas. Al volver la mirada pudo contar más de quince y seguían apareciendo más y más. Dolores empezó a correr pero las siluetas la perseguían, incluso se empezó a escuchar el estruendo de las pisadas de una muchedumbre en el asfalto tras de ella.
De pronto paró de correr súbitamente al oír el vals de Shostakovich. Las siluetas parecían haber desistido de su persecución y habían desaparecido repentinamente. Entre lágrimas fue en la dirección de la música. Cada vez podía oírla con más fuerza pero extrañamente el sonido venía del lado opuesto de la carretera donde había dejado el coche.
—Esta imbécil de Lilia lo ha movido de sitio— se dijo entre sollozos— Lo puedo esperar del idiota de Miguel pero no de ella, no se lo voy a perdonar nunca.
Ahora podía verse a unos tres metros de distancia y la niebla era casi blanca. La música se oía cercana pero el sonido salía de la carretera y se internaba en un sendero de grava. ¡Miguel, Lilia! llamaba mientras comenzó a andar por el húmedo terrizo. La grava crujía bajo sus deportivas cuando un espantoso hedor a carne y grasa quemada vino a su paladar revolviéndole el estómago por completo. Aún así continuó.
……………..
El terreno que rodea el camino es oscuro, casi negro. Brillan en él, como dorados confetis la paja cortada. Aparece de pronto un pequeño terraplén con trozos de parachoques y cristales rotos del intermitente y los faros esparcidos por todas partes. Una luz parpadea entre las tinieblas. Abajo, se observa un coche grisáceo, volcado bocarriba y con la puerta del conductor abierta y medio colgando. Los cristales están empañados pero se observa sangre en ellos. Miguel yace tendido en mitad del terreno negro a unos diez metros del coche, como si hubiera salido herido de él y caído de bruces.
Dolores miró estremecida a su alrededor al percatarse de que no estaba sola y vio una treintena de figuras humanas grises y difuminadas por la neblina. Se acercaban lentamente rodeándola para impedir que escapase. ¡Ricardo! —gritó desesperada en un último intento. Sus manos delgadas estaban tan grises como la niebla y aunque quería seguir gritando la sequedad de su lengua le impidió pronunciar una palabra más, quedando pegada al paladar y asfixiándola —Ri, Ri—. De pronto, de entre esos seres se escuchó la voz de una mujer que dijo:
—Ricardo ha conseguido escapar del kilómetro veinte, pero tú ya no te irás de aquí nunca.