Relato 53 - Max

 

  No hay forma fácil de decir esto, así que solo lo diré: mi gato Max está muerto.

  Trato de recordar los detalles -tal cómo me lo pidió el doctor- trato de recordar aquí encerrado en esta habitación de paredes acolchadas. Se me hace difícil organizar mis pensamientos al no poder escribir pues el chaleco de fuerza  me impide moverme casi por completo. 

  —Pero el Doctor me dijo:

­  —Tranquilo Lorenzo, es por su bien,  la próxima sesión quiero que me cuente un poco más del acontecimiento, quiero que me cuente todo lo que recuerde.  

  Y en eso estoy.

  A él seguramente  le deben gustar los gatos, por eso me pregunta.

  A mí ya no me gustan más, desde aquella noche en la que tuve que llamar a Emergencias luego de que Max explotara destrozando la biblioteca que tanto me había costado armar y su cabecita de pelo perlada llegara rodando hasta mis pies: me hizo acordar al pobre perro de «La cosa de otro mundo».

  Trato de recordar, tal como me lo pidió el doctor, quizás les debería contar como comenzó todo esto.

  Es verdad que desde hace mucho tiempo me obsesiona la idea del fin del mundo, pero fue exactamente una mañana hace dos años que desperté con esta extraña sensación como un terror recorriéndome el cuerpo desde la planta de los pies hasta la mollera de la cabeza, el concepto era  tan simple que daba miedo: un error, un estúpido error, un accidente, un estúpido accidente y… ¡Chau! ¡Si te he visto no me acuerdo! …

  Alguien comiendo un murciélago en un remoto pueblo de China o comprando un cerdo  en un mercado contaminado, o un residuo espacial que jugando al billar en el cosmos hace la carambola que no debe y a tres bandas nos manda un meteorito que iba para otro lado y listo… ¡Sanseacabó!

 

  Encima, vi todos esos documentales que pasan por streaming: el de los terremotos, el de la epidemia, la pandemia y  pos pandemia… ¿Puede ser que un virus sea tan incontrolable que nos haga volver a la época de las cavernas? …Vi el de los volcanes, el de los alienígenas, el de los alimentos contaminados, el de los medicamentos que nos enferman en vez de curarnos para vendernos otro medicamento que nos cura la enfermedad que el otro nos produjo… ¡Ah!... Y también el de las vacunas que contienen metales pesados, arsénico… ¡Y hasta imanes!

 

  Pero lo que más me obsesionó siempre es que algún loco pulse el botón rojo – y me refiero al verdadero botón rojo, el de la  guerra fría- eso sí me da terror.  Quizás algún arma nuclear de esas que se perdieron cuando se desmembró la Unión Soviética, o los coreanos del norte en conflicto con su vecino del sur, o los hindúes, o los de Pakistán… ¿Y si consigue la bomba algún grupo terrorista ultra fundamentalista? ¿O algunos narcotraficantes que se quieran vengar de la policía y nosotros en el medio? ¿O una secta esotérica que se crea la herramienta del fin del mundo?... ¿Y si  algún presidente norteamericano como en la novela La Zona Muerta desvaría y  ¡Bum!, que los misiles vuelen, aleluya?... Justo ésta noche pasaron por el cable «On the Beach», esa película donde la tripulación de un submarino nuclear norteamericano pierde contacto con el mundo exterior, solo para enterarse luego que «La Bomba» explotó. En consecuencia, van huyendo por las profundidades oceánicas hasta Australia, el último reducto adonde irremediablemente llegará la ola radiactiva y todos morirán de forma espantosa. A no ser, claro, que se suiciden en masa. Creo que peor a morir es saber que en siete días vas a morir, inexorablemente. Al final, todos se  suicidan con las pastillas que les provee el gobierno. Un dramón que me eriza los pelos de la piel y me hace llorar a mares cada vez que lo veo… Yo, ¡Ni siquiera tengo un submarino para tirar siete días más!

  Demasiadas cosas en las que pensar. Por esta paranoia me amanecía, ya no navegando sino naufragando en internet, en donde además de enterarme que mi dolor de cabeza crónico  se debía a una extraña mutación mortal que solo padece el 0,005% de la población mundial terminé enredado en las profecías de Benjamín Solari Parravicini[1]: sí, sé que Nostradamus suena más aristocrático, pero  sí  de profecías apocalípticas se trata… ¿Para qué le vamos a hacer propaganda a un foráneo teniendo a un brillante exponente local?

  Tanto se mencionaba la palabra apocalíptico en infinidad de lugares que fui directamente a la fuente, la Biblia, a su último libro el Apocalipsis de San Juan.

  Averigüé que lo escribió uno de los discípulos de Jesús, un tipo llamado Juan al que exiliaron en una isla pedregosa en forma de ocho llamada Patmos, en Grecia. La cosa es que en el año 97 de nuestra era éste Juan predijo acontecimientos futuros aterradores con tal lujo de detalles que uno se pregunta si en esa isla del Dodecaneso no había algún tipo de dispositivo para viajar en el tiempo: pestes, hambre, guerra, terremotos, explosiones, todo está allí anticipado con pasmosa precisión.  Un gran documentalista el tipo, sin duda.

  Pero lo que más me llamó la atención de todo lo que escribió es esa parte que dice:

 

  «Y hace que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se les dé una marca en la mano derecha o en la frente,  y que nadie pueda comprar ni vender, sino el que tenga la marca: el nombre de la bestia o el número de su nombre.»

 

  Hace dos semanas fui a comprar al supermercado en plena pandemia.

  El señor de la  vigilancia me detuvo en la puerta y me preguntó:

  —¿Va a comprar señor?  

  —Sí —respondí— ¿Puedo?

  —No puede pasar si no le tomamos la temperatura… ¿Prefiere en la mano o en la frente? —me preguntó mientras me apuntaba con una pistola infrarroja.

  Recordé lo que escribió el tal Juan…nadie pueda comprarsin la marca en la mano o en la frente…. no puede ser tanta casualidad, yo no creo en las casualidades…

  Creo que a partir de allí comenzó el desenlace de todo: compre tantas provisiones como pude, me fui a casa, tranqué la puerta, cerré las ventanas y asustado le dije a Max:

  —No vamos a salir por un tiempo, nos quedamos acá guardados.

  Me sentía abrumado lo confieso y creo que pagó el pato el pobre gato.

  Ahora me arrepiento de haberlo usarlo de confidente, de haberle contado todas éstas cosas. Incluso el veía conmigo los documentales sentado arriba de un pequeño modular que tengo –o tenía- enfrente del televisor.

  Esa misma semana en que nos encerramos comenzaron los problemas: primero, las luces de la casa parpadeaban cada tanto como si hubiera baja tensión. Después, empezaron a fallar los celulares; se quedaban sin señal y se escuchaba como si quien llamaba lo hacía desde adentro de una cloaca.  Recién a los dos días me percaté que Max no había comido ni dormido, tampoco había cagado, incluso ni se había movido de su lugar arriba del aparador y en vez de ronronear emitía un sonido sibilante y perturbador -solo perceptible cuando te acercabas a él- muy parecido al sonido del brazalete de autodestrucción del «Depredador». Por lo demás parecía gozar de buena salud, incluso parecía disfrutar más de la televisión que antes.

  A los pocos días me acostumbre a  la baja de tensión ya que solía durar unos pocos minutos y cómo al celular lo usaba con el Wi-Fi de la compañía de cable tampoco me preocupaba demasiado.

  Finalmente cómo todo lo que puede salir mal termina saliendo mal, empezaron los problemas con el cable: lluvia en la pantalla, cortes, interrupciones de internet, tuve que llamar a la compañía para que envíen un técnico a revisar.

  Max seguía arriba del modular, lamiéndose las patas sin signos de disfunción alguna.

  El lunes siguiente, llegó el técnico del cable y comenzó a revisar las instalaciones: comenzó desde el poste exterior, estaba bien, luego revisó la instalación de la casa y estaba bien:

  —Qué raro… —me dijo—  realmente no encuentro nada, solo que aquí dentro hay algo que hace interferencia.

  Comenzó a moverse por el lugar con un extraño aparato que realmente no sé qué era y cada vez que se acercaba a Max, la aguja del aparato se iba a tope cómo loca, se alejaba un poco, y el aparato volvía a la normalidad, se acercaba nuevamente al gato y la aguja repetía la exagerada medición:

  —Señor, no sé cómo decirle esto, pero parece que de su gato emana un efluvio magnético… ¿Podría decirle que se mueva para ver si efectivamente la interferencia viene de ahí?

  —Podría… —le respondí— pero hace ya casi 5 días que no me hace caso.

  —Lo siento señor, entonces voy a informar a la central a ver que se puede hacer, pero estoy seguro que la interferencia viene de su gato.

      —¿De mi gato? ¿Qué significa eso?

   —desconozco señor, esto me excede, pero cuando llegue a la compañía voy a extender un informe. Quizás también lo reporte a zoonosis por las dudas…

  —Por favor, necesito que arregle el cable urgente. —respondí—

  —Por supuesto señor, vamos a hacer todo lo posible…

  El técnico murió de un infarto masivo apenas atravesó la salida  de mi casa; es una pena porqué era el único testigo que tenía de que a Max le pasaba algo raro, lo positivo es que después de eso el cable se arregló solo y la televisión se podía ver perfectamente.

  Y Max ya había comido aunque su pelaje se había vuelto levemente fosforescente.

  Ya lo dije antes, yo no creo en las casualidades: la noche del evento -digo evento porque aún no puedo decir la palabra «explosión» ni «muerte»- estábamos viendo un documental sobre las hormigas kamikaze:

 

   «Existen unas hormigas -relataba la voz en off en un insoportable español neutro-  denominadas hormigas kamikaze…su particularidad es que cuando van a pelear y ven que son vencidas, se aferran a su oponente y explotan, esparciendo junto con sus tripas su veneno, muriendo al mismo tiempo que matan a su oponente…»

 

   Max me miró, nos miramos. Cerró los ojos y se durmió. Seguía fosforescente.

 

  Eran cómo las tres de la mañana y estaba leyendo en internet la fantástica teoría que señala que ya desde el antiguo Egipto, dónde los gatos eran sagrados, existen felinos de plasma sobre la tierra que reemplazan a los gatos verdaderos con el propósito de enviar a su nave nodriza información relevante sobre nuestra civilización a fin de preparar un ataque masivo para destruir nuestro planeta. El procedimiento es simple: esperar que el dueño o la familia se encariñe con el gato real y una noche sin que se den cuenta, lo reemplazan por un doble extraterrestre idéntico de plasma.

  Si en verdad los alienígenas recaban información sobre cómo destruir el planeta y se hubiera dado el hipotético caso de que Max hubiera sido un gato de plasma que informaba todo lo que hablaba conmigo, los seres del espacio tan solo tendrían que sentarse cómodamente en sus butacas y relajarse comiendo pochoclos estelares para ver en cinemascope la destrucción inminente del planeta sin mover un dedo.

  Lo último que recuerdo antes del… es escuchar un sonido sibilante cada vez más intenso que provenía de arriba del modular donde estaba Max: lo mire, me miró, nos miramos; el gato estaba temblando…

  Lo demás, ya lo saben: solo recuerdo la destrucción de la casa y su  cabecita de pelo sin sangre y cubierta de una baba verde  pegajosa  que llegaba rodando a mis pies…

 

  El miércoles, alrededor de las 2 de la tarde el doctor me mando a buscar para realizar la sesión semanal, vino con su perro Watson, un Golden dorado de hermoso pelaje y aspecto inteligente:

  —Pensé —me dijo— que podríamos probar una terapia con animales, espero haya hecho la tarea, Lorenzo, y pueda contarme algo nuevo sobre lo acontecido…

  —Por supuesto doctor, ¡Hice mi mejor esfuerzo por recordar!

  —¡Bravo Lorenzo, bravo! empecemos entonces… ¿Qué tiene para decirme, Lorenzo?

 

  Curiosamente, no mencioné nada sobre aquella noche. Solo atiné a decir:

 

  —Su perro está temblando, doctor…



[1] Vidente conocido como “El Nostradamus criollo (argentino)”

 

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