Relato 2 - Febril y cansado

 

 

Rothschild se sentía febril y cansado, a un paso del andén del tren de madrugada a S*. Aquella noche, por alguna razón que escapaba a su memoria, se le había negado el sueño de los justos y había pasado horas respirando despacio, con los ojos cerrados y cubierto de mantas hasta el cuello. Se había negado volver a encender una cerilla para consultar el reloj, que descansaba en la mesilla, y que habría llegado a jurar que en algún momento de la noche retrocedió un par de horas, de lo insufrible que se le había hecho.

Además, parecía ser víctima de algún complejo sabotaje biológico, pues, mientras, su imaginación había encontrado pastos verdísimos y no dejaba de despotricarse en los cerros más inesperados. Le daba por ver en las sabanas las mortajas de los muertos y ente ellas y su cuerpo desnudo, los aceites que habían acompañado a faraones olvidados ya hacía mucho.

En este estado no había dejado de dar vueltas durante horas y, cuando por fin lo saludaron las primeras luces del amanecer, se embutió en su ropa de magistrado, recogió el reloj y, en reprimenda, lo metió sin más miramientos en el maletín. Bajó malhumorado al comedor de la posada y, haciendo caso omiso a la costumbre rusa, no desayunó nada más que un bocado de pan con mantequilla y alguna mermelada.

Siguió recordando la horrible noche mientras cruzaba el pueblo. No había mucho más allá del puesto de guardavías, los almacenes y el andén. Pensó en su trabajo de legislador y en el merecido descanso que esperaba recibir en casa de su hermano tras aquella visita. No lo había visto desde que eran unos críos y él se había marchado del pueblo para poder proseguir sus estudios. Los dos conformaban un ejemplo muy logrado de antonomasia por comparación. Suplían diametralmente las carencias del otro en su propio cuerpo: mientras que ahora él mostraba un cuerpo alto y estilizado, su hermano nunca se había terminado de desarrollar, y las largas temporadas sin atender ningún oficio lo habían enrollado en sus propias carnes de forma opulenta, casi que desagradable.

Sin embargo, en lo que más se diferenciaban no era apreciable a simple vista. Las capacidades intelectuales de su hermano eran tranquilas, casi que embotadas. Y es que, por alguna clase de mal,de pequeño nunca había terminado de desenvolver una conciencia plena de sí mismo y dedicaba largas horas a balancearse en una mecedora o a sentarse al sol, en completo silencio, manteniendo la mirada perdida durante largos periodo de tiempo.

A Rothschild esto no le importunaba demasiado. Es más, reconocía, no sin dificultad, que, de haber tenido un hermano sano, no contemplaría su relación con tanta compasión, sino que quizás se dejase llevar por lindes más competitivas y, por lo tanto, menos familiares. De esta forma, sin embargo, sentía una hermandad obligada, ya no solo por la sangre, si no por la imagen desvalida que le transmitía.

Así andaba el hombre, sumido en sus pasatiempos, cuando el silbato del tren anunciando su llegada reclamó su atención. En la galería de este se asomaba un hombre con la gorra reglamentaria del uniforme ferroviario muy ceñida sobre los ojos, de forma que apenas se le podía distinguir el rostro más allá de una nariz alargada. Este, escudriñando el andén poco iluminado reparó en la solitaria figura de Rothschild y, haciendo acopio, soplo el silbato dos veces más, haciendo detener finalmente a la locomotora.

Al inminente pasajero le dio la sensación, entre pensamientos amortiguados por el mal despertar, de que el revisor olisqueaba el aire al bajarse frente a él y tenderle una enguantada mano, de forma inquisitiva. Rebuscó el billete en el apretado abrigo y, cuando lo encontró, aliviado, recogió el maletín a sus pies y pudo subir al vagón, franqueado por el operario de ferrocarril. Este mismo, tras inspeccionar el billete con unos ojos que no alcanzaba a ver desde el andén, siseó algo en lo que Rothschild quiso entrever un saludo y le señalo el vagón vacío, dándole a entender que se sentase donde creyese conveniente.

Súbitamente arrebatado por la expectativa de un viaje tranquilo, se apresuró a acomodarse en uno de los reservados butacones de raído cuero negro y,una vez sintió que la maquina volvía a emprender la marcha, dejó escapar un suspiro de alivio y se estiró, dejando que la sangre le llegase hasta la punta de los pies. Lentamente, y arrimado como había procurado estar a la estufa del vagón, fue quedándose dormido. Tuvo un sueño ligero, solo interrumpido por algún traqueteo más fuerte de lo habitual, que lo hacía desperezarse malhumorado, asegurándose de tener el cuerpo bien cubierto por el enorme abrigo negro, mientras intentaba reconciliar esa especie de duermevela que pretendía mantener todo lo que le dejase aquel compartimento providencialmente vacío.

Soñó con endiabladas maquinas del movimiento. Jinetes de metal que, echando espumarajos de vapor, se batían en una honda cuchillada al espacio, del que en ningún momento lograban zafarse. En estos sueños, recordaba pasajes de libros prohibidos en los que se había iniciado y no pocas veces, era capaz de visitar las Zonas Tranquilas, que ya le eran conocidas, donde no alcanzan los demonios de la velocidad y las cosas, no tocadas por ellos, perduran y permanecen.

Ensimismado en estas ensoñaciones, no percibía más cambio en su exterior inmediato que los parpadeos que provocaban las perezosas lámparas que parecían haberse confabulado para acariciarle la cara en los traspiés que daba el tren sobre los cambios de aguja. Esto hacía que Rothschild refunfuñase, sin saber o importarle que tuviese alguien alrededor, pues no había abierto los ojos desde que el tren había reanudado la marcha y tenía los oídos cómodamente embotados en una gruesa bufanda de chal que, junto con la estufa, le brindaba un pacífico reposo que para nada había esperado encontrar aquel día en los servicios de ferrocarril, pues los rápidos de primera hora siempre se le habían mostrado recelosos, bajo la forma de charlatanes compañeros de viaje o insoportables retrasos.

Aun así, lo seguía intentado, refugiando una mayor parte del rostro en la bufanda, pues a través de los cristales comenzaba a bañar el vagón un incipiente amanecer, y peleaba inmóvil por conservar esa valiosísima modorra y lo habría conseguido por lo menos una hora más, de no ser por la tos que le anunció un para nada bien recibido acompañante.

Entreabrió un ojo para poder vislumbrar a un esperpento de hombre, sentado enfrente suya, a la francesa. Apostó cuanto tiempo tardaría en entonar la Marsellesa. Había vivido bastante, en aquel plano y fuera de él, y no dudaba al juzgar por arquetipos y mucho menos dudaba al juzgar a un hombre por sus portes, y, como tantas otras veces, estaba seguro. El hombre, como si escuchase un pitido de salida, se ajustó una vieja boina sobre la cabellera y se ciñó el abrigo al cuello, tarareando la dichosa melodía. Sonrió. El pequeño vistazo de Rothschild, además de haber confirmado sus peores sospechas, también le había permitido distinguir, a través de la cristalera, los contornos redondeados de las montañas, que ya empezaban a recortarse contra un sol cada vez más alto. Esto hizo que se plantease los pros de atusarse la bufanda por encima de los ojos incluso, negando cualquier canal de comunicación y permitiéndole quizás arrancarle al viaje una última cabezada, antes de que se atestase de viajeros más matutinos.

Sin embargo, la para nada aprobada cantarela iba en crescendo y llegaba a colársele a través de las mullidas trincheras que había colocado a ambos lados de su cabeza así que, desistiendo de forma tácita, bajó la bufanda, sacó una pipa, que despertaba casi tanta consideración como el personaje que la fumaba –una pipa que parecía servir a la atmósfera del tren tanto como Rothschild- y se puso a fumar entre sorbo y sorbo, chupada tras chupada. Era un precioso ejemplar tallado en espuma de mar con el que un cliente agradecido había tenido en buena hora obsequiarle. Miro a su acompañante y soltó una especie de reproche camuflado en el humo.

No lo hacía por antojo, ya que era un hombre disciplinado y solo fumaba en el trabajo, pero sabía cómo eran las pipas francesas, alargadas, con una boquilla raquítica que tardaba diez minutos en llenarse, cinco en conjuntarse y dos chupadas en vaciarse. Por primera vez en aquel día Rothschild sonrió. En una maniobra claramente germana había conseguido tornar aquel aparente infortunio en una oportunidad de regodearse en la manufactura natal, que nada tenía que ver con los países de aquellos mozos imberbes, con esos rapides franceses, que eran el significante perdido del tren de oruga y que aparecían descarrilados tras una noche de viaje, como un gigantesco esqueleto de metal, con los hierros como agujas.

Para el que solía ser su estado de ánimo actual, con los nervios cerca de desbocarse al más mínimo contratiempo, pensó que no se le estaba haciendo tan insufrible la travesía y que, si la mayor treta que debía afrontar era aquel intento de barítono, podía considerarse no tan desafortunado, quizás, incluso, si no le hablaba, pudiese soñar.

Contemplaba deshacerse las volutas de humo, que se rizaban sobre los portaequipajes según chocaban lentamente contra estos. Se fijó en el periódico que había dejado en la mesita su nuevo compañero. La mitad que lucía a la vista, cada vez más clara según ascendía el sol, rezaba en titular sobre el extraño descarrilamiento que había ocurrido hacía escasos días en la región de S* y de la providencial salvación de la mayoría de pasajeros, que, sin saber por qué, habían decidido abandonar una parada antes la maquinaria, aunque eso significase pasar la noche al escaso abrigo de la estación. Pensó en la naturaleza de ciertas cosas, pero el tabaco ya comenzaba a llegarle a la cabeza y no le dio mayor importancia.

En esto andaba cuando la luz que ya se colaba con toda facilidad en el vagón le alcanzó la cara, arrancándole un bufido y, en retirada, trató de formar un pacto tácito con la esquina del reposacabezas, que aún le podría ofrecer una ligera duermevela. Sin embargo, el suave correr de la portezuela del vagón volvió a reclamarle los oídos.

Unos pasos comedidos le hicieron pensar en los elegantes zapatos de cuero del uniforme ferroviario. Efectivamente, tras una breve pausa, una sombra se detuvo a su derecha, reconoció, entrecerrando los ojos la gorra reglamentaria del cobrador. No llegó a verle la cara, de lo ceñida que llevaba esta. Tras extenderle el billete de vuelta, algo extrañado, no le dedicó más de un pensamiento y, remolón, volvió a buscarle una postura cómoda al cuello y, con la pipa ya acabada, dejó crecer el efecto de esta dentro de él. Acogió al sueño, mientras creía oír un par de palabras en francés enfrente suya.

En algún vistazo entre cabezadas, que cada vez se hacían más pesadas, distinguió como se llenaban un par más de asientos, pero nada más. Se sentía cansado y le daba la sensación de que el cuerpo le pesaba más cada vez que hacía un intento por despejarse. No se sentía capaz de soñar. Con una persona aún lo contemplaba, pero no podía arrastrar a más a su sueño. A las Zonas. Además, al francés le habría venido bien, a ver si aprendía a dejar tranquilo a su alrededor. En una de estas, algo más despierto, dio un golpecito debajo del asiento, para comprobar que el maletín seguía allí. No siéndole suficiente, se lo subió a las rodillas y mientras tanteaba con la yema de los dedos el grabado de la cerradura, que correspondía fielmente al Signo de Amarillo, se sintió resguardado por el retumbar en perfecta sincronía, casi hechizado, de las ruedas de acero sobre la vía metálica.

Había tomado ese tren muchas otras veces. Le gustaba viajar temprano, pues sentía que le sacaba provecho a una hora en el que la mayoría de cosas aún no se habían despertado. Desde que había montado en uno, los coches se le hacían monótonos, y completamente lejos de la verdadera dimensión que ocupaba el tren y su velocidad.

El tren también lo hacía sentir seguro, a pesar de las historias que se oían de el en los pueblos, fruto de campesinos no acostumbrados a su estruendoso pase. El armazón de hierro se le parecía a un capullo que lo salvaguardase en la distancia que lo separaba de su destino. Allí no le alcanzaban los nervios que lo asaltaban en el despacho y en casa, pues conocía las Zonas Tranquilas y podía recurrir a estas, evadiéndose de cualquier infortunio que lo intentase alcanzar a bordo del coloso de metal.

Llego el punto en el que recibió aquellos encargos indeseables, de visitas a clientes lejanos, con una dicha que ocultaba a los ojos de todos, pues sabía que se lo arrebatarían si lograban descifrar el significado que se ocultaba tras los asientos de cuero y los chirridos del carbón al bañar las tuberías de vapor, que le embriagaban el cerebro y le ofrecían un alivio que ya no sabía encontrar en nada más.

No podía dejar que nadie descubriese sus viajes, los que realizaba cuando no había nadie más en el vagón y este se adentraba en las Dimensiones del Movimiento y, si tenía suerte, conseguía detenerlo en las Zonas Tranquilas, donde nadie llegaba de forma indeseada y, por lo tanto, Rothschild tenía la potestad de invocar a espíritus extraordinarios, de los que aprendía y recordaba. El sol, cada vez más alto, parecía haberse topado con un banco de nubes, concediendo a Rothschild una tregua momentánea, que usó para adentrarse aún más en sus recuerdos.

Gran parte de los ritos los había aprendido en la Universidad, gracias a haber invertido la mayor parte del tiempo en la taberna, en especial en las partes ahumadas por el opio. Ya para entonces, gracias a la heredada biblioteca de un tío de K*, se había iniciado en la lectura de libros bastante codiciados por el sector ocultista. Entre ellos, la joya de la corona era una cuidada edición del UnaussprechlichenKulten de von Jutz. Allí, en el dormitorio abuhardillado de una pensión de una asegurada mala fama, había realizado su primer viaje, bien cargado del opio negro que muy de vez en cuando llegaba en remesas celosamente guardadas por barqueros de pocas palabras.

Aquel primer viaje le causó una honda impresión. Ya se había hecho a la idea de que espíritus que pudiera encontrase, aún lastrados a la tierra, pero cuando se adentró en las Tierras del Sueño por primera vez aún no conocía siquiera su nombre. Pese a eso, había leído lo suficiente para cuidarse de los sabuesos que guardaban la Vía Muerta, y no permaneció mucho allí. Tan solo se encontró con el alma de un viejo alquimista, con el que tuvo ocasión de hablar sobre las regiones que le rodeaban.

Resulta que, por suerte para un iniciado, había ido a parar a los Reinos Incompletos, no muy lejos de los bosques exteriores, que eran su objetivo. Una densa masa forestal, fronteriza con el paso, por lo que no le complicaría demasiado la vuelta. Allí quiso aterrizar en su siguiente viaje, y, habiendo leído ya profusamente sobre el lenguaje de sus habitantes, fue capaz de articular algo parecido a su llamada, que no recibió respuesta hasta el tercer intento. Acudieron un par de criaturas no muy ancianas, seguramente destinadas a los puestos de centinelas más alejados del nido. Es conocido que los soñadores despiertan simpatía en los gules, quizás por compartir, aun de forma olvidada, una misma ascendencia.

Aquella excursión se había desarrollado sin mayor percance para Rothschild, y, tras ser guiado hasta el lago Hastur y poder contemplar Carcosa, recortada a lo lejos, se sintió satisfecho y pudo atravesar de vuelta los muros con ayuda de sus acompañantes. No sería la última vez que se los encontraría. Tras varios viajes más, comenzó a ganar soltura al comunicarse con ellos y, gracias a esto, fue capaz de concebir conceptos más complejos en su lenguaje, como el de los embadurnados, o el de las Zonas. Este último llamó la atención del soñador en especial. Las Zonas eran el espacio puro sometido, por una vez, a la voluntad del navegante y, en el caso de Rothschild, esto se traducía en un oasis que no alcanzaban los demonios de la multitud ni los de ruido. Sin embargo, existía una restricción. Desde aquel día que había montado entren por primera vez, ya no se sentía seguro en una habitación, y no conseguía la profundidad necesaria como para soñar a menos que estuviera en un vagón, y, con la edad, comenzó a necesitar que estuviese desierto. Pero había llegado ese dichoso francés. Y el revisor también había hecho lo posible por incordiarle. Panda de cretinos.

Abrió los ojos y vio, alarmado, como el sol caía tras las montañas, como si se hubiera visto sin fuerzas para recorrer el tramo celeste y volviera a esconderse, fatigado. Era la clase de cosas que le gustaría imaginar dormido. Pero no estaba soñando. Era imposible. El vagón comenzaba a estar atestado de gente. Miró el reloj y le pareció que su cara se torcía intentando seguir las agujas. Sintió que lo alcanzaban los nervios allí, de entre todos los lugares. Contuvo el aliento cuando escuchó el tintineo de las lámparas al volver a encenderse y se aferró a los brazos del asiento al ver que ahí fuera ya no se distinguía nada de lo cerrada que era la noche.

Miró de reojo al resto de la gente. Había dos viejas con el pañuelo en la cabeza, dormidas. Un poco más adelante una pareja trajeada y delante suya el dichoso músico. De puro nerviosismo se planteó incluso preguntarle, aunque no supo muy bien el qué. Nadie parecía darse cuenta. No lo había notado hasta entonces, ya completamente despierto del tabaco, pero el tren no discurría con la misma suavidad sobre las vías y cada poco soltaba un ligero empellón que balanceaba las lámparas y lo empujaba contra el respaldo. ¿Sería posible que hubiera empezado a soñar sin darse cuenta? ¿Entre toda esa gente? Quizás, pensó, el tabaco había sido más fuerte de lo habitual, y lo había encauzado sin ser consciente de ello. ¿Qué otra explicación había? Sintió que desaparecían los nervios a la misma velocidad que volvía a sentirse dueño de sí mismo.

Si estaban en el tren y él lo había soñado, significaba que iban hacía su Zona, y mientras el fuese el amo de la Zona, nada podría salirse de su control. Pero nunca había arrastrado tanta gente con él. Ni a ninguna. Aquella otra vez había sido un accidente. Había llevado con él a un vagabundo que dormía sobre el vagón, donde no alcanzaba la vista. No supo que fue de él, aunque la experiencia lo caló hondamente, al ver como este huía despavorido hacia los Páramos. Al principio lo buscó, pero era de sobra conocido que no había que adentrarse allí, si uno no planeaba quedarse una eternidad. ¿Pero tanta gente? Era imposible.

Sintió una mano que se apoyaba con suavidad en su hombro y, con un respingó, vio la alargada silueta del revisor a su lado. Siseó, y tendió una mano enguantada hacía el. Pero ya le había dado el billete, dos veces. Además, se fijó en el guante y vio como algo se enroscaba y relajaba bajo él, como una serpiente en un saco. Fue como si todos los nervios que había sentido alguna vez en su vida le volviesen en ese mismo instante. Sintió como se le deshacía el cuerpo bajo el abrigo, de lo que empezaba a sudar. El revisor repitió el gesto, aunque esta vez, señaló al maletín, antes de tender el guante abierto.

Se le desbocaban los pensamientos, y antes de que pudiese entenderlos, estos iban y volvían a fragmentos de libros que creía haber olvidado. Libros sobre las Tierras y las criaturas que las guardan y los castigos que infringen a los que abusan de sus frutos. Había leído sobre el maquinista y sobre el revisor y sobre porqué nunca se conseguía ver a la locomotora desde el vagón, pues los dos eran avatares del mismo dios.

Aquello era un sueño. Tenía que serlo. Por lo tanto, el Signo del maletín era autentico, pues allí todas las representaciones que se arrastran de él son una misma. Y, por lo tanto, era la única llave capaz de cerrar la puerta. Sorprendiéndose a sí mismo, recordó que él era el amo de la Zona y, casi de forma inconsciente, deseó que el tren se detuviera. El culmen fue escuchar cómo, efectivamente, sin una pausa gradual, el tren yacía de pronto quieto. Viendo como el revisor giraba la cara, oculta por la gorra, hacía el resto de vagones, Rothschild sintió que, por un segundo tenía el control de la situación y aferrando el maletín por una vez, deseó estar fuera del tren.

Con los años, cuando volvía a recordar sus viajes, era capaz de traer fragmentos cada vez más nítidos de ellos y, poco antes de su muerte, fue capaz de recordar por completo, como, aquel día, al lado del tren, mientras recitaba la llave, con la mano en el Signo, vio al revisor asomarse a las puertas de vagón, y como este se retorcía y la espalda casi le tocaba los talones y lo señalaba con un tentáculo que ya no era guante y aullaba. Por suerte, poco tiempo después, aún en su oficina, tras un largo día, la muerte lo reclamó sin sorpresa y se acabaron los recuerdos.

 

 

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