Vivo en una de esas casas próximas al centro de Santiago, prestas a cumplir un siglo, pero que soportan su vejez con dignidad y que se han liberado de la absorción vegetativa de los edificios en altura porque se las considera “pintorescas”. Los edificios altos, monótonos y grises, han pasado por el lado, dejando esos sectores como islas casi deshabitadas en comparación, donde viven a veces personas solas, como en mi caso. Son casas de un piso que, pese al paso del tiempo, se sostienen en pie con dignidad apoyándose unas contra otras, que exhiben con orgullo hacia la calle una fachada continua de estuco, o revestida de piedra, pero que al interior languidecen por falta de cuidado. Esa fachada a veces muestra una que otra puerta cochera de madera noble adornada con herrajes remachados, oxidados por los años, un par de ventanas bajas, y por cierto, una sólida puerta peatonal en el centro, que permite el paso a un reducido espacio, donde uno se encuentra con la infaltable mampara acristalada que permite una generosa vista al interior. En mi casa lo que se observa desde allí es un largo corredor, que al costado derecho permite adivinar habitaciones y a la izquierda, primero un pórtico que da a la sala de estar, el espacio más formal de la casa, destinado a recibir a las escasas visitas que llegan a golpear a mi puerta, más allá un patio interior cercado por ventanales altos, donde crecen numerosas plantas de flor, y donde se apoya en el muro del vecino una frondosa buganvilia, que en verano llena de un tono cálido el derredor. La primera habitación de la derecha es mi dormitorio, que da a la calle, desde donde puedo ver el paso continuo de peatones; tendido en el lecho escucho sus voces cuando van acompañados o el taconeo que se acerca y se aleja intermitente, el grito de un niño que me encanta y el ruidoso paso de un auto por la calzada de adoquines. Más adentro, siempre al costado derecho, hay otro dormitorio, vacío, aunque dispuesto para recibir alguna visita de parientes de provincia que vienen de paso a la capital; luego el comedor, con una amplia mesa de roble al centro. Estos dos últimos recintos se iluminan solo a través de ventanas hacia el patio de luz. Después hay otros dormitorios, y para terminar la cocina, que se encuentra al fondo a la izquierda, pues en la época de la construcción del inmueble se acostumbraba a separarla prudentemente del comedor, evitando así las escuchas indiscretas de la servidumbre. La casa concluye en un patio embaldosado cubierto por un antiguo parrón. Pero, frente a la cocina se encuentra un cuarto angosto, donde cabe apenas la cama y el velador, que se ilumina solo por una puerta acristalada. Allí está él.
Desde niño recuerdo que pasaba corriendo hacia el patio y miraba de reojo al interior de ese cuarto, con un poco de temor, debido a la oscuridad del recinto; a no ser que se encontrara encendida la solitaria y desnuda bombilla que colgaba del cielo raso, permitiendo entrever tras los visillos a Judit, la cocinera, que sentada en el lecho leía con fruición una novela rosa. Una noche, después de la cena familiar, vi la luz encendida y me acerqué. La parte vidriada empezaba justo a la altura de mis ojos, por lo que debí empinarme un poco para mirar el interior. Judit se encontraba apoyada en el espaldar de la cama con los pechos desnudos, inmóvil, los ojos semicerrados. De pronto levantó la vista y me vio, pegado al cristal de la puerta. Se cubrió rápidamente. Al día siguiente la encontré en el patio desplumando una gallina. Me apuntó con un dedo y se rio nerviosamente, sin decir una palabra. Esa noche los cristales de la puerta aparecieron cuidadosamente tapiados con cartón. El cuarto recibió con los años varios ocupantes, pero un día tuvimos que prescindir de cualquier servicio doméstico: mi padre había quedado sin empleo, y en lo sucesivo debió conformarse con trabajos ocasionales, que le ofrecían principalmente antiguos conocidos.
Luego mi hermana se casó y se fue al campo. Con mis padres emigramos a las habitaciones hacia la calle dejando un poco abandonada a su suerte el resto de la casa. Mamá siempre se quejó de que sus dolores de espalda le impedían hacer la limpieza completa. Mis padres fallecieron muy próximos uno del otro; mi única hermana ya no me visita. Hace veinte años que me encuentro solo, o sólo con él desde hace tres meses. Él jamás sale de su habitación y a decir verdad no lo veo casi nunca. Cuando paso al patio por cualquier motivo, evito mirar al interior, pese a que hace mucho que la puerta vidriada ya no tiene visillos, y acelero el paso con el corazón palpitante, por lo que debo sentarme en una banca bajo el parrón a recuperar el aliento. Voy tan poco por allí que la uva madura y cae, descomponiéndose rápida, aprovechada tan solo por abejas y hormigas, hasta que se seca en el suelo. Antes de que él llegara les ofrecía a los muchachos de la cuadra que entraran a coger los racimos, pero ya no más.
Supe de él por primera vez, como dije, hace tres meses. Me encontraba en la cocina, al anochecer, lavando los pocos platos y la escasa vajilla que utilizo, con el ruido característico del entrechocar de platos en el fregadero, que siempre me ha parecido demasiado intenso, y me hiere los oídos, por lo que pongo extremo cuidado al manipularlos. Entonces escuché que alguien hablaba. No fue una frase completa, sino una sola palabra, pero muy nítida, dicha con gran precisión, que no pude entender. La voz venía de fuera, quizás del corredor. Asomé con cuidado la cabeza abriendo a medias la puerta de la cocina. No había nadie. Pero, de pronto la escuché nuevamente, la misma palabra enrevesada, incomprensible. Venía del cuarto del fondo, no cabía duda. Desde allí alcanzaba a ver diagonalmente la puerta acristalada. El cuarto estaba completamente oscuro, como siempre, por lo que aun si la luz hubiera estado encendida habría podido observar solo parte del interior. No soy un hombre cobarde, nunca lo he sido. Aun de niño podía soportar estoicamente los golpes de mis compañeros mayores en la escuela, sin emitir un quejido, con la cabeza en alto. Pero ahora temblé de espanto; la sangre parecía haberme abandonado. Miré la puerta del cuarto durante un tiempo interminable, quizás por una hora, sin moverme, atreviéndome apenas a respirar. Hasta que repentinamente escuché de nuevo la extraña palabra, pero esta vez seguida de mi nombre. Ya no me cupo duda: era un llamado, una invitación a que me acercara. Corrí hasta mi pieza y cerré con llave por dentro.
Afortunadamente mi dormitorio está lejos del cuarto del fondo, por lo que, si no fuera por leves indicios, no sabría de su existencia. A veces lo he escuchado toser y en la noche gritar o quizás quejarse, es difícil saberlo. Una vez lo vi, fugazmente. Por un impulso irrefrenable giré la cabeza cuando pasaba frente al cuarto y lo miré. Es increíble lo que uno puede captar, en fracciones de segundo cuando tiene miedo. Sí, no me avergüenza decirlo: miedo, terror paralizante. Esa vez lo vi sobre la cama; no acostado o sentado, sino en cuclillas. Estaba desnudo, con las manos juntas frente a sus rodillas, los cabellos largos y pajizos, y me miraba. Su piel era muy blanca por lo que se destacaba en la penumbra del cuarto. Tardé varias horas, sentado en el banquillo del patio, antes de decidirme a retornar, y pasar nuevamente frente a su cuarto.
Sé que él está allí, siempre, y que no podré nunca enfrentarlo. Sé que si entro a ese lugar el mal me invadirá, como una marea incontenible, como la muerte misma. Para no tener que ir hasta la cocina, que está casi al frente, he instalado un anafe en mi cuarto, y lavo los trastos y la ropa sucia en el baño que se encuentra junto a mi pieza. Ahora que empieza el verano salgo al primer patio, el de luz, y me siento en una silla de paja a contemplar las plantas. La buganvilia está florecida y su intenso color me da ánimo; pero, a decir verdad, no estoy tranquilo, aun a pleno sol siento frío. ¿Se puede ser feliz sabiendo que en un lugar tan próximo está él, esperando? Es su presencia, su permanente presencia lo que me enferma; el hecho que esté allí, en ese agujero negro, inmóvil pero increíblemente fuerte. Es un punto de corrupción en un mundo tranquilo, una podredumbre que asoma a la superficie de una fruta.
Sin embargo, salgo poco. El ruido de la ciudad y el movimiento incesante de la gente me marea; siento ganas de decirles a todos: “Deténganse un momento y miren en derredor, solo un momento”. Solo salgo a la feria libre, que se instala a una cuadra, una vez a la semana. Allí encuentro frutas y verduras frescas; con una bolsa de mano me alcanza para traer todo lo que necesito. No es que la feria me agrade: los gritos y pregones destemplados de los insistentes vendedores me hieren los oídos. Podría decir que volver a casa sería un alivio, si no supiera que allí está él.
Hace unos días me sorprendió el timbre de la puerta de calle. Como he dicho no acostumbro a recibir visitas, por eso lo primero que pensé fue que se trataba de un vendedor y decidí seguir leyendo la novela que tenía en mis manos. Pero escuché nuevamente el timbre, presionado tres veces, demostrando que el visitante se impacientaba y no estaba dispuesto a una demora. Me aproximé a la ventana y pude ver frente a la puerta el perfil del esposo de mi hermana. Me apresuré a salir. Allí estaba José, con un bolso de viaje en una mano y un paquete de papel kraft atado con cordel de cáñamo, que me pareció ocultaba una canastilla.
Esbozó de forma algo torpe un medio abrazo.
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- Mira, suprimí el teléfono fijo para cambiarlo por uno móvil; hay que estar acorde con los tiempos, ¿no crees? – contesté.
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Lo hice pasar a la sala de estar.
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- ¿Qué te trae por aquí?
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- Vengo a Santiago de carrera a ver un médico. Me han dado unos dolores atroces en el costado derecho. Parece que son cálculos renales … pero eso tendrá que decirlo el médico. Yo quería alojar en un hotel, pero Clarita insistió en que viniera a tu casa. Al fin será una sola noche, espero.
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- Pero hombre, a tu casa llegas no más. A fin de cuentas, tengo habitaciones de sobra.
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- Te traigo unas cositas del campo – me dijo entregándome el paquete -, tienen el mérito de que son cultivadas por estas manos, pues, y por cierto por las de Clarita.
Lo acomodé lo mejor que pude en la habitación vecina a la mía. Afortunadamente no aceptó una cena en regla, sino un vaso de vino y un sándwich, que preparé en mi pieza. Terminamos con algunas frutas del canastillo que traía de regalo. Me estuvo hablando hasta media noche, relatando minuciosamente su vida en el campo, mientras se me cerraban lo ojos de sueño y tomaba una taza de café tras otra para conservarme despierto.
A la mañana siguiente salí temprano, pues era día de feria. Nunca me demoro en ello más de una hora, por lo que esperaba encontrarlo todavía en cama. Su cita con el médico era a medio día. Sin embargo, lo busqué a mi vuelta por toda la casa sin encontrarlo. Incluso me atreví a llegar hasta el patio, llamándolo. ¿Habrá salido a comprar algo? Su cama se veía desordenada y la chaqueta y pantalones que usaba el día anterior se encontraban cuidadosamente colgados en el ropero. Esto hizo que mi corazón diera un vuelco. Estaba seguro de que en el maletín de mano no cabría otro traje. Fui hasta el mueble donde había puesto sus cosas. Efectivamente en el maletín encontré solo una toalla, pasta dental, una billetera con sus documentos, una libreta de apuntes negra algo ajada, un frasco de colonia, artículos para rasurarse y una muda de ropa interior. Eso era todo y no cabía nada más allí, excepto quizás un pijama. Sentí una corriente de hielo que recorría todo mi cuerpo. Me fui al dormitorio a pensar. Sentado en el sillón, con la cabeza entre mis manos, trataba de entender qué pasaba. Pero en realidad no podía pensar, el cuarto entero daba vueltas en torno mío y tenía una sensación de debilidad y nauseas irrefrenables que emergían de mi estómago. Corrí al baño y vomité largo rato. Muy en mi interior, aunque me resistía a creerlo, pensaba que José había entrado al cuarto del fondo en mi ausencia.
Pasé el día en un estado de ánimo miserable, incapaz de comer, ni siquiera de beber algo. Mi primera preocupación fue ¿cómo se lo cuento a Clara? ¿Le digo todo o debo prepararla gradualmente para la terrible noticia? Me debatía en estas interrogantes cuando me vino a la cabeza otra idea, la certeza de que debía hacer algo que no podía postergar: llamar a la policía. Por ello cogí el teléfono y marqué el número.
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- Policía de investigaciones, diga – escuché una neutra voz femenina.
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- Debo dar cuenta de una desaparición – dije.
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- ¿Su nombre? – dijo con la misma vos neutra.
Me interrogó, sin prisa, dándose tiempo entre una pregunta y otra para tomar nota, por mi número de cédula de identidad, dirección particular, edad, y otros datos que no vienen al caso. Luego pidió información de la persona desaparecida, de forma algo más breve.
Noté al otro costado de la línea un ligero chasquido de impaciencia realizado con la lengua.
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- Señor, no podemos hacernos cargo de una denuncia por desaparición de personas hasta pasado cuarenta y ocho horas del hecho; probablemente su pariente aparezca pronto; se habrá extraviado o se le ha presentado un imprevisto.
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- Señorita, le repito que todas sus cosas están en su habitación – dije recalcando la palabra “todas” – incluso su traje, billetera y documentos personales.
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- ¿Su cuñado sufre de alguna enfermedad mental? – preguntó.
Luego me indicó que debía esperar los dos días habituales en estos casos y cortó. No quise insistir. Habría sido raro decirle que se perdió en el interior de la casa. Me di cuenta de que había planteado mal el problema, pero ya no podía volver atrás. Decidí, entonces llamar a Clarita. Si le contaba todos los hechos el golpe podría ser terrible, por lo que preferí suavizar el relato.
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- Clarita, hermanita, ¿cómo estás?
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- ¡Por fin llamas, animal! El teléfono de José no contesta y en el tuyo me indica una grabación que el número no existe, estoy desesperada, marcando todo el día. ¿Él está bien? Porque, ¿pasó la noche en tu casa, no?
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- Sí, querida, se alojó aquí. Pero … debes saber que me cambié a un teléfono celular, que es éste del que te llamo. Pero tengo que contarte algo…
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- ¿Y no podías llamar para dar tu nuevo número?
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-…
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- ¡Contesta!
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- Mira, hay algo importante que debo decirte … José … no sé dónde está. Volví a casa hoy temprano y no estaba, no lo encuentro.
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- ¿Cómo que no lo encuentras?
Repetí lo dicho a la policía, pero con más detalles, sin mencionarlo a él, ni al cuarto del fondo.
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- Me voy de inmediato para Santiago – la escuché decir con voz ahogada -, mi problema es con quién dejo a la niña.
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- Con tus vecinos, me has dicho que son muy amables.
Me cortó, sin despedirse.
Volví a sumirme en la desesperación, echado en el sillón de mi pieza, prestando oído sólo a algún posible ruido proveniente del fondo de la casa. Quizá me dormí de pronto, pues desperté sobresaltado y vi que ya se encontraba encendida la luz del poste de la acera del frente. Decidí llamar de nuevo a la policía, pero contarles la historia de otro modo, algo que los hiciera venir, pronto.
La voz femenina me pareció más humana que la anterior.
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- Debo denunciar un crimen … hay alguien en mi casa que tiene retenido a mi cuñado y quizás le ha hecho daño.
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- Cálmese, señor. Estamos para ayudarlo. ¿Dónde está el intruso?
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Al fondo de la casa, y yo estoy encerrado en mi dormitorio.
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- Señor, cálmese y deme sus datos. Pediremos de inmediato que una patrulla se dirija a su domicilio.
Realizó el interrogatorio consabido, y repentinamente se detuvo.
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- Aquí consta que usted llamó hace tres horas dando cuenta de una desaparición.
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- Es que … ahora me … ahora descubrí que están en la casa … al fondo,
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- ¿Quiénes están?
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- Mi cuñado y él.
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- ¿Quién es él?
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- No lo sé, cómo quiere que lo sepa.
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- Esto es raro. Pediré a un oficial que vaya ahora mismo.
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- ¿No es preferible una patrulla?
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- Mire señor, necesitamos más información. Cierre bien la puerta y espere allí.
La espera se hizo interminable; a cada rato miraba la hora en el teléfono, pero para mi sorpresa los números parecían no avanzar. En cinco minutos llamaré de nuevo, me decía. Pero no me atrevía a hacerlo. La postergación se repitió varias veces, creo que siete u ocho.
De pronto escuché el timbre y salté del asiento. A través de la puerta mampara pude ver que se trataba de un hombre solo.
No me respondió directamente, pero preguntó a su vez.
Vi con alivio que extraía un arma y sosteniéndola con ambas manos avanzó por el pasillo.
Caminamos por el corredor, ya oscuro a esa hora. Encendí la luz al pasar. Le pedí varias veces que tuviera cuidado. Él se ocupaba de mirar solo adelante, con los brazos extendidos, sosteniendo el arma. Cuando vio la puerta acristalada se pegó al muro a un costado.
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- ¡Policía, salga con las manos en alto! – gritó, y luego de un instante dirigiéndose a mi -, parece no haber nadie.
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- ¡Por favor, estoy seguro de que está allí, tenga cuidado!
Giró con rapidez y de una patada abrió la frágil puerta. Entró alumbrando con una linterna de bolsillo que no había percibido antes. Me pegué al muro del pasillo, tratando de hacerme invisible. Esperé a oír disparos, gritos o ruido de lucha. Mis piernas flaquearon y me encuclillé con la espalda pegada al muro haciéndome un ovillo. No se escuchaba un ruido. El silencio era más ominoso y terrorífico que cualquier otra cosa, por mucho que prestara oídos no escuché nada. No dejaba de mirar, de costado, hacia la puerta, esperando ver salir al policía. Mis nervios ya no resistieron más y corrí frenético por el corredor hasta mi pieza; cerré con llave por dentro, tomé el teléfono para llamar, pero mis manos no podían sostenerlo. Me miraba las manos moviéndose convulsivamente, como si se tratara de seres independientes de mí, agitados con vida propia, incapaces de marcar los tres dígitos del cuartel de policía. Sentado en el sillón, presionando los antebrazos entre las rodillas logré marcar.
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- Policía de investigaciones, ¿en qué puedo ayudarlo? – escuché.
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- Ustedes… ustedes han enviado un oficial a mi casa por … por un crimen …
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- Cálmese señor, dígame de qué se trata.
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- ¡Por favor, por favor, creo que está muerto! ¡Él lo hizo, estoy seguro, él. Vengan luego. Varios, pero armados; es peligroso, muy peligroso!
Después de pedirme que confirmara mi dirección, escuché que decía: “Vamos de inmediato”.
Estoy ahora sentado en el sillón, esperando. No sé si marcar nuevamente el número de la policía. No puedo apartar mi vista de la puerta, cerrada con llave, pero tiene una de esas cerraduras antiguas que hasta un niño podría abrir sin problemas.
Escuché un ruido; es el sonido de pasos en el corredor, pasos que se arrastran por el piso de tablas. Se acercan. Está frente a mi puerta.