Relato 16 - Algo insignificante

 

Cinco horas, cinco largas horas le esperaban para llegar hasta su destino. A mediados de junio, como le había prometido a su mujer, pasarían el fin de semana cerca del pueblo de unos familiares de ella en Portugal. No le apetecía nada, pero accedió haciendo de tripas corazón, ya que le debía una, y nunca habían visitado a esos parientes. El día anterior había pasado toda la tarde buscando un hostal económico cercano, así como restaurantes y algún lugar de ocio que pudieran ver con los niños.

Las maletas están listas y dispuestas con armonía y meticulosidad en el maletero, ponen rumbo desde Segovia hacia Figueiró dos Vinhos.

De camino, abandonando la A50, hacen una breve parada en uno de los paradores de carretera de Salamanca para desayunar y estirar un poco las piernas. Calcula que llegarán a tiempo para la hora de la comida. Han salido muy temprano, y con suerte los tres revoltosos han pasado el primer tramo durmiendo, después de zamparse cada uno un buen tazón de cereales con miel. Sin hacer mucho ruido, sale del coche dejando a su mujer a cargo del silencio narcótico de sus niños. Sorbiendo lentamente café, sentado en uno de los recovecos de la barra, se deleita con el silencio, con la quietud, con los sonidos monótonos del bar, con el tibio roce de la cerámica de su taza, con el aroma embriagador de su contenido. Antes de irse, compra unos dulces y batidos para los pequeños, también para su mujer; todavía siguen dormidos. Y para tener un escueto detalle con los familiares, compró un botillo, para suavizar con el embutido el recelo y las asperezas que, a buen seguro, despertarían con su llegada. A medida que avanzan hacia los límites entre España y Portugal, los tres pequeños cachorros despiertan. Ella coloca una memoria USB en los reproductores de los asientos traseros del vehículo. Mientras busca una película infantil con la que distraer a sus hijos, ellos van imponiendo a voces la que le gustaría ver. Sus gritos cada vez son más estridentes y su madre, atropellada por tanta indecisión, no para de cambiar los títulos sin saber cuál escoger. Él tiene que intervenir. Sin permitir réplicas, ordena a su mujer que ponga una cualquiera y les dice a sus hijos que callen o que no les dará los pastelitos que compró. Esta vez la amenaza ha surtido efecto. Los niños guardan silencio y ella clickea en una de las primeras películas de la lista: Bambi.

Una vez pasada la frontera llegan a la altura del parque natural de Serra de Estrela, donde ha pensado pasar la mañana del domingo antes de su viaje de vuelta. Se lo comenta a los niños con ilusión, y ellos responden entusiasmados. Pero de ahí en adelante, sus hijos comienzan a impacientarse. El pequeño cervatillo de Walt Disney ha crecido, la película ha terminado, y ni las consolas logran aplacar el nerviosismo de los tres, al contrario, provocan riñas entre ellos. Su mujer no es capaz de calmarlos, y su intranquilidad va en aumento. Pero debe sosegarse y no perder de vista el asfalto. Nunca ha soportado la poca fuerza de voluntad y la falta de firmeza de su mujer con respecto a la crianza de sus tres varones. Sabía que tarde o temprano la desesperación acabaría por hundirla. Hubo una vez en la que tuvo que intervenir en una de sus discusiones, casi acaba en accidente mortal. No podía permitirse el lujo de dejar escapar su rabia. Tragando bilis siguió pendiente del trayecto que les quedaba por recorrer, aguantando kilómetro tras kilómetro hasta pasar por Castelo Branco. Allí, su mujer vuelve a poner otra película, un leve paréntesis de paz para el último tramo del viaje.

Tras un estresante trayecto, llegan por fin al hotel. Van a alojarse en el Rota Malhoa, un hostal rural, coqueto y lleno de arbustos coloridos y de diversas formas. A la izquierda hay un curioso quiosco de música que inmediatamente se convierte en improvisado parque de juegos para los niños. No disponen de mucho tiempo. Mientras él descarga las maletas y confirma la reserva con la recepcionista, la cual le entrega la llave de su habitación, su mujer se encarga de vigilar a sus hijos que se distraen haciendo carreras circulares eternas, como si anduvieran montados en un tiovivo.

No había mucho tiempo para titubear, los parientes de su mujer querrían verlos temprano, después de comer. Había que encontrar un lugar para almorzar, y aunque había visto un par de churrasquerías cercanas con muy buena pinta, decide llevar a su familia al restaurante A Briosa. Había leído que era ideal para niños, y no quedaba lejos. Subieron por la N237 y torcieron a la derecha. Ya estaban en el restaurante, por suerte no había que reservar. Eligieron una gran mesa rústica de madera, junto a una caldera negra. Una vez acomodados, entre charlas atropelladas de sus hijos que no paraban de explicarle las maravillas de los pokémon legendarios, logró encargar un menú infantil a cada uno. Mientras, se pidió una bien merecida jarra de cerveza. Cuando preguntó a su mujer si quería otra, ella le soltó una enigmática negativa, quizás estuviera cansada de tanto ajetreo y no le apeteciera en ese momento, de todas formas lo dejó dubitativo.

De vuelta al hotel, intentó descansar al menos media hora escasa antes de reunirse con los familiares de su mujer, pero no logró hacerlo. Su cabeza no paraba de dar vueltas a su situación, estaba harto de tener que liderar hasta los detalles más ínfimos de su familia. Debía arreglar y solventar hasta los problemas más insignificantes. Su mujer no tenía iniciativa, no podía ayudarle, y sus hijos solo se dedicaban a tensar más la cuerda que notaba ya rodeando su cuello. Se asfixiaba, se desesperaba, le invadía una sensación de apatía que no había experimentado nunca, y eso le asustaba. Nunca se había planteado la posibilidad de separarse, de abandonar los proyectos e ilusiones de futuro con su familia. Pero el hastío y la desgana parecían estar ganando la batalla. Entonces tomó la decisión de dejar que su mujer y sus hijos pasaran la tarde solos con los parientes que tenían que visitar, y él alegaría una fuerte jaqueca.

Tal como él esperaba, ella no puso impedimento a su petición, tal era su poca fuerza de voluntad. Cada vez soportaba menos su pasividad y su desinterés, su patético conformismo. A las puertas del caserón de los familiares, él dejó que ellos bajaran y se adentraran solos. No le apetecía bajar y saludarlos, intentando en vano aparentar cordialidad. Cuando vio que ya habían entrado, puso rumbo a cualquier parte. Por el camino divisó un establecimiento, el Bar de Moinho, ese sería su próximo destino y el paño de lamentos que usaría para descargar todo lo que estaba sintiendo. Tras un par de cervezas y varias tapas de degustación, los ánimos volvieron a su ser. Mientras jugueteaba con la base de agua redondeada que se había formado en la barra del bar, bajo su bebida, buscaba en el móvil posibles excursiones en Serra de Estrela. Había una muy interesante que le llamó la atención: la Ruta de las 25 Lagunas. En ella podrían refrescarse y desfogar antes de volver a casa. Con esa idea nueva en su mente, volvió a por su familia.

Esta vez tuvo que hacer acto de presencia y pasar un rato charlando con aquellos parientes portugueses. No parecían malas personas, pero sentía la misma sensación en ellos de neutralidad y poca sustancia que la de su mujer. Quizá fuese hereditario, quizás ella lo habría mamado desde pequeña, quizás esa actitud le vino de nacimiento. Procurando ser cortés, recogió a los niños y los introdujo en el coche con la excusa de que los veía muy cansados, aprovechando para acortar lo máximo posible su estancia en esa casa. De hecho, no era nada más lejos de la realidad, ya que los tres cayeron dormidos nada más arrancar el vehículo.

Cuando llegaron al hotel, habiendo ya caído la noche, los acostaron entre los dos y bajaron al bar a cenar y tomar unas copas. Su mujer comió poco, y bebió menos aún. Entonces él le preguntó por el motivo de su inapetencia, y ella confesó que estaba embarazada. ¿Embarazada? ¿Cómo podía ser? Él había intentado tener el máximo cuidado en sus relaciones, ya que veía que con los tres vástagos era más que suficiente. Y se suponía que ella tomaba la píldora. No pudo resistir su indignación y comenzó a reprocharle su falta de cuidado y las consecuencias de su estado. Ella, como era de esperar, rompió a llorar desconsolada, y él no tuvo más remedio que recular e intentar aplacar su desdicha, aunque ardiera de rabia en su interior.

De nuevo, no pudo conciliar bien el sueño esa noche, y para colmo una sensación de ahogo se alojó en su habitación. Cuando amaneció, vio que la falta de aire no era fruto de su ansiedad, sino que provenía del exterior. Una humareda oscura había inundado el ambiente, al parecer se había producido en la noche algún foco de fuego cerca de allí. Eso le alarmó e hizo que pusiera en marcha a su familia lo más rápido posible para abandonar el lugar. Estaban rodeados de bosques y, aunque no habían aparecido bomberos en el hotel, decidió irse sin demora. Los pocos clientes que quedaban, también salían atropelladamente cada uno hacia el aparcamiento, el hombre y su familia, aun medio dormidos, siguió la corriente agarrando como podían sus maletas. Una vez en el coche, subió la N236-1 hacia Fragas de Säo Simäo en un intento de acortar camino hacia el norte de Portugal, pero pronto descubrió que fue un error fatal. De repente, el poco cielo que aún se divisaba se oscureció por completo. Una columna de humo negro empañó la carretera y las aceras laterales. De ellas surgieron llamaradas furiosas e incontenibles que amenazaban con introducirse en el camino, y los coches formaron una caravana imposible de superar. El caos surgió entre las flamas y los conductores de los otros vehículos intentaron escapar campo a través. Algunos corrían desorientados introduciéndose en el bosque, otros intentaban seguir la carretera hacia delante o hacia atrás, sin saber a ciencia cierta cuál era el camino más seguro. Desconcertado, el hombre no supo reaccionar, y quedó paralizado siendo testigo de la horripilante escena. Sus hijos lloraban desconsolados, y su mujer intentaba calmarlos, pero lo miraba pidiendo en silencio que los salvara, que recobrase la cordura, que hiciera algo por ellos. Él intentó abrir la puerta de su parte del coche, pero ardía como el rincón más profundo del infierno.

No habían pasado ni dos minutos cuando ya eran pasto de la ira del fuego. El calor era tan insoportable que les costaba respirar. Uno a uno, sus hijos fueron desmayando, y su mujer no sabía qué hacer, totalmente histérica. Impotente, aquel hombre desgastó sus últimas fuerzas intentando romper los cristales para poder salir. Fue entonces cuando se dio cuenta del tesoro que tenía y que iba a perder en pocos segundos, que todo lo que le había preocupado el día anterior se convertía en algo insignificante. Esos tres pequeños duendes traviesos iban cayendo en el sueño eterno, y él no podía devolverlos a la vida. Y su mujer brillaba como un ángel, empapada en el sudor de su muerte. Estaba más bella que nunca. El hombre se acercó a ella, acarició su vientre y le dio un último beso.

Al atardecer, varios bomberos lograron llegar hasta el lugar del incidente. En un vano intento por encontrar supervivientes, abrieron con dificultad uno de los vehículos, totalmente calcinado. Entre las cenizas de su interior, lograron distinguir cinco cuerpos abrazados en los asientos traseros.

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