Relato 125 - Las Pastillas
—Tienes que venir esta noche.—La chica, de rizados cabellos castaños y ojos expresivos, miró a su amigo y frunció el ceño.
—Ya sabes que no me van todas esas mierdas, Oliver, y tú deberías dejarlas. Un día lo vas a lamentar.—El chico, de cabellera oscura cual plumaje de cuervo, guiñó un ojo a la joven mientras se encendía un cigarrillo.
—¿No te gustaría poder experimentar en primera persona una auténtica pesadilla? ¿Como si estuvieras en una película de terror? Me dan escalofríos solo de pensarlo—comentó Oliver, saboreando el humo del cigarro.
La muchacha le miró y negó con la cabeza:
—Prefiero no darte mi opinión al respecto.
—Vamos, Rosi. Son solo unas pastillas, y están de moda. ¿Has oído en las noticias que alguien haya muerto por consumirlas? No es lo mismo que la droga caníbal que tanto bombo tuvo durante una buena temporada.
—Ah, bueno, si esa nueva droga no te hace querer comer gente entonces no hay peligro. Entendido, chaval.—El tono sarcástico de la chica se hizo claro entonces—. Hay muchas drogas que no matan al consumirlas por primera vez, Oli. Eso no significa que sean inofensivas—habló de nuevo, sintiendo como el sarcasmo se hacía a un lado para dar paso al enfado.
—Por favor, preciosa. Si me acompañas esta vez prometo dejar las drogas para siempre.
—Esto también es un droga—dijo Rosi, quitándole el cigarro a su amigo de entre los labios.
—Lo prometo. No volveré a probar nada. Me reformaré y seré… Seré tan bueno como tú.—Oliver puso gesto suplicante, hizo una cruz en el corazón con su mano y segundos después Rosi asintió.
—¡Estupendo! Nos vemos aquí a las 22.00 ¡Te quiero!—El joven se marchó corriendo, tras besar a su amiga en la mejilla, y la chica se quedó quieta, contemplándole hasta que desapareció de su vista.
Rosi preparó su mochila y, tras despedirse de su madre, se dirigió hacia la puerta principal. Ojeó a su abuelo, quien yacía durmiendo en el sofá del salón, y le dirigió una sonrisa llena de amor y tristeza. Estaba enfermo, y sabía que no le quedaba mucho tiempo. Cerró los ojos, rezando porque pudiera estar con él aún mucho más, y salió de casa sin hacer ruido.
Caminó por las calles solitarias de su barrio y se abrochó la chaqueta. Era otoño pero ya podía apreciarse el duro frío que no tardaría en llegar y ocupar su lugar de manera tajante y firme, dando paso a la siguiente estación.
Su reloj marcaba las 21.45. Ojeó su móvil: Oliver ya estaba en el punto de quedada.
—Será impaciente…- se quejó, malhumorada.
Aceleró la marcha y tras 10 minutos levantó la mano para saludar a su amigo, quien se acercó a ella con premura.
Caminaron juntos hasta la casa abandonada en donde tendría lugar la fiesta que albergaría las tan codiciadas pastillas.
—No es que tenga curiosidad, pero ¿se puede saber cuáles son exactamente los efectos de las dichosas pastillas?—preguntó Rosi, observando la preciosa luna llena que iluminaba el cielo. Entonces le vino a la mente la película de terror El hombre Lobo, que Oliver y ella habían visto en el Halloween del año anterior.
El joven la miró de reojo y sonrió:
—Al parecer pueden hacernos ver aquello que más temor nos causa. Activa una parte del cerebro que gestiona los miedos, o algo así, y crea visiones en base a ellos.—La chica observó a su amigo y sintió como su piel se erizaba.
—No entiendo cómo puede haber gente que quiera experimentar eso…—balbuceó Rosi.
—Desde que vi la película de It le he tenido pánico a los payasos—habló ahora Oliver, ante la atenta escucha de su amiga, quien conocía bien la historia—. Sé que es un tópico de cojones, pero ese jodido payaso me ha amargado muchas noches desde entonces.
—¿Y quieres verlo como si fuera real porque…?—La joven puso gesto de incomprensión al tiempo que se detenía de sopetón.
—Porque tiene que ser la leche. ¿Te imaginas?—Rosi resopló ante la respuesta de su amigo y continuó caminando, con la mirada perdida en la luna.
Tras un tiempo llegaron al lugar en donde tenía lugar la fiesta. La música provenía del interior de la vieja casa abandonada y medio derruida y un grupo de chicos les salieron al encuentro con rapidez. Ambos amigos marcharon con ellos y, tras una hora bebiendo y riendo, uno de los jóvenes, que llevaba puesta una vieja gorra de baloncesto, sacó de un bolsillo de su pantalón una bolsa llena de pastillas amarillas fluorescentes.
—¿Quién quiere una?—preguntó el chico, cogiendo con cuidado una de las pastillas.
Oliver la miró con admiración y levantó la mano. Rosi, a su lado, le golpeó con el codo.
—No seas tan mojigata, Rosita. Deja que al menos Oliver se divierta esta noche—comentó el dueño de las pastillas, sonriendo de manera chulesca.
—Eres un gilipollas, Tomás—respondió la chica, con cara de pocos amigos.
Oliver alargó la mano, cogió la pastilla y se la metió en la boca sin dudar.
—Recuera que a la primera invito yo—dijo Tomás, altivo.
Oliver tragó la pastilla y un nuevo escalofrío recorrió su cuerpo.
—¿Cuánto tarda en hacer efecto?—preguntó Oliver, quitándose un mechón negro de la cara.
—Muy poco, así que prepárate—respondió Tomás—. Aunque te aconsejaría que te pusieras cómodo y en lugar seguro. No subas a la zona de arriba. Es peligrosa. Más de un payaso ha tenido un accidente por estar jugando donde no debía y no me gustaría cargar con una pierna o brazo roto en mi conciencia.
Al oír la palabra “payaso” Oliver sintió un escalofrío.
—Es curioso que le digas eso a alguien a quien le acabas de dar una droga que a saber qué efectos tiene—comentó Rosi con gesto desafiante. Tomás la miró y esta vez su expresión denotó una clara molestia.
Tras un par de minutos, la chica dejó a un lado su refresco y siguió a su amigo, quien se estaba dirigiendo hacia una zona alejada de las ruinas de la casa en donde se habían sentado a tomar algo.
—Trae mi bebida, por favor, Rosi… Me ha entrado muchísima sed de repente—habló Oliver, con voz entrecortada.
La chica asintió y marchó corriendo. Tras coger la bebida de su amigo y también la suya, dio la vuelta para reunirse con Oliver. Fue entonces cuando vio algo que le hizo detenerse: su amigo movía las manos en un gesto extraño y grotesco. Los brazos, extendidos hacia delante, con las manos abiertas y las palmas hacia abajo, realizaban movimientos distorsionados, como si estuvieran intentando tocar algo que en realidad no estaba allí. Miró a Tomás y este levantó los hombros.
Rosi dio un sorbo a su refresco y, a continuación, Oliver miró a un lado y a otro, para salir corriendo hacia una arboleda lejana instantes después.
—Pero ¿qué coño hace ese idiota?—preguntó la muchacha, dejando caer las bebidas al suelo.
Corrió en busca de su amigo, quien ya la llevaba bastante ventaja, y al entrar en el bosque le perdió de vista.
Oliver sintió la boca quedársele seca. Como si llevara largas horas sin beber mientras caminaba bajo el sol abrasador de un desierto. El sudor comenzó a caerle por la nuca cuando lo vio: un payaso, con la mandíbula rota y desencajada, mostrando una fila de dientes amarillos, le sonrió. Era alto, y corpulento. Se asemejaba más a JW Gacy, apodado Pogo, el payaso asesino que en la década de los 70 violó y mató a más de 30 jóvenes, que al siniestro protagonista de It. La imagen icónica del cine, basada en este asesino, había quedado relegada a un segundo plano, teniendo en cuenta la historia real que había tras aquella imagen que cada vez se hacía más cercana y real.
—Es solo producto de la pastilla—balbuceó Oliver, mientras extendía los brazos, intentando comprobar si aquello que veía con tanta claridad era también corpóreo al tacto.
El payaso sonrió todavía con más amplitud al ver las manos del muchacho y rápidamente se trasladó a su lado izquierdo y después al derecho. Oliver intentó esquivarle y, aun sabiendo que todo aquello no era real, no pudo evitar comenzar a correr para alejarse de él.
Escuchó la siniestra risa en su oído, como si le estuviera acompañando en la carrera, y movió la cabeza con intensidad con ánimo de hacerlo desaparecer.
Se adentró en el bosque, sin ser consciente de ello, y desapareció de la vista de su amiga, quien lo seguía a gran velocidad, pero con mirada confusa.
Rosi se detuvo antes de la entrada a la arboleda. La carrera le había dejado sedienta. Abrió su mochila y sacó una pequeña botella de agua. Dio un gran sorbo y se secó el sudor que le caía por la frente. Observó la densa oscuridad que le daba la bienvenida y un gran temor la paralizó durante varios minutos. Observó la luna, la cual parecía mucho más grande y brillante que antes, y tragó saliva al creer escuchar una voz tras de sí. Se dio la vuelta, pero tan solo vio a Tomás y a su grupo de amigos, que parecían charlar animados.
—¡Vete de aquí! ¡Aléjate de mí!—escuchó. Esta vez se trataba de la voz de Oliver, aunque sonaba un poco distorsionada.
—Después de esta te voy a mandar a la mierda, gilipollas—comentó Rosi, pensando en la amistad que estaba a punto de romperse.
Entró en el bosque y un gélido viento revolvió sus cabellos. Comenzó a respirar entrecortadamente a causa del latir fuerte de su corazón y el vaho pronto cubrió su rostro. La temperatura había descendido en demasía y su fina chaqueta no la resguardaba del frío.
—Rosi…—una voz gutural clamó su nombre, sobresaltándola sin control.
—¡Vamos, Oliver! ¡Deja de hacer el capullo y vámonos de aquí!—exclamó la chica, nerviosa.
En ese momento, una figura bien familiar para ella se la presentó a lo lejos, haciendo aparecer primero su rostro y después su cuerpo de detrás de un árbol.
—¿Abuelo?—llamó, confusa.
La figura del abuelo de Rosi comenzó a adquirir una forma y aspecto más definidos y en tan solo unos segundos había llegado frente a su nieta, quien le miraba con temor. El rostro del anciano, demacrado por la lucha que llevaba confrontando desde hacía largo tiempo, adquirió un extraño y siniestro gesto y la sonrisa que se dibujó en él hizo que Rosi callera de espaldas contra el suelo.
—Pero ¿qué narices está pasando?—balbuceó, asustada. Extendió la mano, con intención de tocar la pierna huesuda de su abuelo, y sintió el contacto del hueso, tan real y cercano como el de la tierra bajo su cuerpo.
La muchacha se levantó con rapidez y corrió para alejarse de su abuelo, cuya sonrisa la siguió sin dilación.
Oliver esquivó el hachazo propinado por el payaso y cayó al suelo.
—¡No eres real!—gritó, intentando tranquilizarse.
Vio como el payaso se acercaba a él nuevamente con el hacha preparada para el ataque y, sabiendo que todo aquello estaba siendo producto de su cerebro manipulado por las sustancias que formaban la pastilla, se quedó quieto, a la espera, con los ojos cerrados. Los abrió instantes después al sentir un dolor indescriptible en su hombro izquierdo. Lo miró con temor y vio manar de él sangre a borbotones. Se taponó la herida con la mano e inhaló, de manera nauseabunda, el olor de la pútrida boca del payaso, cuya hacha chorreaba sangre. Su sangre.
Oliver se levantó como pudo y se alejó del payaso, quien se le quedó mirando con gesto amenazante.
Rosi cayó de bruces contra el suelo al sentir que algo le agarraba del tobillo. Se quitó la tierra del rostro y miró tras de sí: las manos de su abuelo, huesudas como el resto de su ser, se habían adherido a ella de manera antinatural. Su rostro, más cadavérico aún que antes, con una mirada enloquecida y hambrienta, se acercó a ella, olfateándola con insistencia, como si su olor fuera el más dulce y delicioso del mundo.
—¡Suéltame!—gritó aterrada la chica.
Consiguió zafarse del ser, cuya forma ya no era la de su querido abuelo, y corrió todo lo que pudo, sin saber bien el lugar al que se dirigía.
Miró la luna. ¿Podía en verdad parecer todavía más grande? Ahora además se veía rojiza.
Subió por una colina hasta llegar a un pequeño claro y se detuvo al comprobar que la figura, que todavía portaba las ropas del anciano, la esperaba sonriente. Su rostro estaba comenzando a descomponerse y sus cuencas, sin globos oculares, la miraban como si pudieran verla realmente a pesar de la oscuridad que las embargaba.
—¡Vete!—gritó, acercándose a él y propinándole un fuerte empujón.
Oliver ascendió por un camino de grandes rocas hasta dejar atrás el bosque. ¿Era el mismo lugar por el que había venido? Miró hacia delante y creyó ver el color del rojo fuego a lo lejos. ¿Serían sus amigos? Echó la vista atrás cuando escuchó el ruido de unos pasos: Pogo se acercaba a él a gran velocidad, y más que correr parecía estar levitando.
Sintió como el payaso le empujaba pero, antes de comenzar a caer por un vacío que antes no había visto, le cogió del lazo que portaba en su cuello, tirando de él hacia sí para que ambos cayera.
Rosi vio como el suelo, brillante y rojizo como la propia luna, se aproximaba a ella sin poder evitarlo. Instantes después todo quedó en total oscuridad.
Cuando abrió los ojos la luz brillante volvió a cegarla, aunque esta vez se trataba de una luz muy distinta.
—Estás despierta…—dijo con dulzura una voz femenina.
Rosi tragó saliva y con cierta dificultad abrió los ojos por completo. Se encontraba en la habitación de un hospital y un montón de cables y tubos estaban conectados a su cuerpo.
Intentó hablar, mas se sintió demasiado agotada como para lograrlo.
—Cariño, ¿cómo te sientes? ¿Necesitas algo?— comentó su madre, quien la miraba con los ojos llenos de lágrimas.
Rosi movió la cabeza y observó a su alrededor.
—Oli…—balbuceó.
La madre la miró y las lágrimas brotaron con fuerza por sus mejillas:
—Lo siento mucho, cariño.
A la mañana siguiente de la fiesta en la casa abandonada, una patrulla policial encontró los cuerpos de ambos amigos. Yacían sobre sendos charcos de sangre frente a las ruinas. Parecían haber caído desde el último piso. La chica estaba viva, aunque inconsciente, el joven en cambio había fallecido. Su rostro había quedado desfigurado por la caída, provocando que su mandíbula quedara desencajada formando una extraña y siniestra sonrisa, asemejada a la del payaso de su pesadilla. En su mano derecha un mechón de cabellos rizados se fijaba a ella con intensidad.
Tras un mes de cuidados, Rosi había despertado del coma y, tras otros dos meses más, había conseguido que le dejaran ir a casa.
Sentada sobre una silla de ruedas fue llevada a su hogar gracias a la ayuda de los celadores, quienes la acomodaron en el sofá en el que tantas veces su abuelo se había quedado dormido.
Rosi recordó la última vez que le había visto y ahogó un llanto. Había llorado mucho las últimas semanas.
Su madre se aproximó a ella y le cogió de la mano.
—Falleció al poco de marcharte tú aquella noche… Y doy gracias de que no estuvieras aquí, aunque he estado a punto de perderte a ti también…—La mujer comenzó a llorar y su hija le acarició el pelo.
—Lo siento, mamá. Debió de ser Tomás. Seguro que metió una de esas pastillas en mi bebida cuando fui tras Oliver. De no haberlo hecho él estaría vivo.
—Cariño, diste negativo—dijo la mujer, mirando a su hija a los ojos.
—¿Qué?
—¿Qué ocurrió esa noche, Rosita? Oliver dio altos niveles de sustancias tóxicas en sangre, pero tú no. Estabas limpia. Nadie puso nada en tu bebida.
Rosi abrió los ojos y un escalofrío recorrió su cuerpo. Al momento, el rostro cadavérico de su abuelo se le apareció, como si aquel momento hubiera sido el propicio para invocarlo.
La muerte, su mayor miedo, le había hecho presa de una pesadilla que creía haber dejado atrás, pero esta volvía y quizá ahora no tendría escapatoria.