Relato 90 - El encanto de la sirena

La ciudad de Ptolemais, situada en el cráter Ptolomeo, se había levantado sobre las ruinas de la antigua Atlantis. Algunos de los edificios más antiguos de su acrópolis databan de los tiempos de los atlantes, pero eran sólo la punta del iceberg, por decirlo así. En los pantanos circundantes, conocidos por el incongruente nombre de Mar de las Sirenas, yacían los restos de sus antiguas ciudades, hundidas en el olvido.

Corrían muchas teorías en Marte sobre el misterioso pueblo de los atlantes. Algunos decían que simplemente habían sido una rama de los grecomarcianos, pero otros sostenían que ya llevaban milenios en el planeta rojo cuando llegaron los griegos, en el siglo IV a.C. Entre los que creían esto, también había división de opiniones. Para algunos, los atlantes fueron los primeros humanos en formar una colonia en Marte, huyendo del desastre de la Atlántida original. Para otros, los atlantes no fueron humanos, sino un pueblo extraterrestre, natural de Marte, y la legendaria Atlántida de la Tierra no fue sino una de sus muchas colonias. Había opiniones para todos los gustos, pues, y cada sabio y erudito de Ptolemais defendía su propia teoría. Para complicar más la cosa, en el siglo XXII habían llegado los norteamericanos con sus naves y se habían asentado en esa región desolada que nadie reclamaba, adoptando ellos mismos el nombre de atlantes. Pero la Atlantis norteamericana también había acabado sucumbiendo, en una terrible guerra contra el reino de Olimpia.

Ptolemais había sido fundada por los macedonios de Hefestión, en tiempos de la colonización griega de Marte, siendo poblada por griegos procedentes del Egipto ptolemaico. Cuando los Ptolomeos estaban en la cúspide de su poder, la colonia había mantenido estrechas relaciones comerciales con su ciudad madre, Alejandría, a través de los Portales de Hermes. Sólo al entrar el Egipto ptolemaico en decadencia y convertirse en una provincia más del Imperio Romano, se cortaron definitivamente las comunicaciones entre la Tierra y Marte. Muchos libros de la biblioteca de Alejandría hablaban extensamente de esta olvidada colonia marciana, pero como supuestamente se perdieron en sucesivos incendios y saqueos, ya nadie puede consultarlos en la Tierra... Aunque hay que señalar que, en realidad, buena parte de esos textos se pusieron a salvo en Ptolemais, donde además ya existían copias de muchos de sus títulos. Cuando el Imperio Marciano fundado por Hefestión se desmembró (un proceso lento y complejo que duró varios siglos), la urbe se convirtió en una poderosa ciudad-estado gobernada por un descendiente de los Lágidas. Luego, con la llegada de los norteamericanos, se había convertido en una ciudad vasalla de su efímero imperio, para volver a recuperar su independencia tras la caída de la nueva Atlantis.

Ptolomeo (un nombre muy común en esa ciudad que había sido gobernada por una larga serie de ellos) era un verdadero experto en estos temas, pues era uno de los historiadores con mayor reputación de la ciudad. Pero su verdadera obsesión era la Era Atlante, aunque era una especialidad muy frustrante. Había dedicado buena parte de su vida a investigar concienzudamente todo lo referente a la misteriosa civilización atlante y estaba casi igual que al principio. Se sabía tan poco realmente de aquella época remota y del pueblo que había vivido originalmente en esas tierras... ¿Quiénes habían sido realmente los atlantes? ¿Por qué se había hundido su civilización, tanto en la Tierra como en Marte? ¿Cuál era el secreto que las ruinas de sus ciudades se resistían a revelar? Atlantis le llamaba con irresistibles cantos de sirena desde las profundidades de las ciénagas, pero persistía en ocultar sus encantos a los ojos de los hombres...

En su día, había participado en varias expediciones organizadas por la Academia de Ptolemais, excavando en distintos yacimientos arqueológicos, pero los resultados le habían parecido pobres para tanto esfuerzo. Nada más que unos cuantos templos y palacios derruidos, cuyos frisos y estatuas se habían deteriorado irremisiblemente por el paso implacable del tiempo y la humedad de los pantanos; y algunos mausoleos igualmente ruinosos, cuyos ocupantes se habían convertido en papilla por la acción de las ciénagas. Por todo esto, nadie sabía realmente qué aspecto habían tenido los atlantes. Era comprensible que muchos dudaran que hubieran sido humanos.

El folklore acerca de los atlantes era igualmente interesante y desconcertante a la vez. El pueblo llano tenía sus propias historias y teorías sobre los atlantes. Los pescadores, sobre todo, decían que todavía había descendientes degenerados de los atlantes ocultos en los pantanos, a los que llamaban sirenas y tritones (dependiendo del sexo), y también hablaban de ciudades submarinas en las que moraban dichosos, lejos de los hombres. Por supuesto, Ptolomeo, un hombre de ciencia, no creía en esas paparruchas, pero le parecía que tenían su encanto. Reflejaban a su manera el hechizo que envolvía toda la región, donde la invisible presencia de sus antiguos habitantes todavía se dejaba sentir como una sombra fantasmal.

Había un viejo pescador de los pantanos llamado Nearco, al que le encantaba referirle toda suerte de historias fantásticas acerca de sirenas y tritones. De vez en cuando, también le traía objetos raros que encontraba en las ciénagas, de supuesta factura atlante (aunque casi siempre resultaban ser de la Era Alejandrina). Ese día, traía un ánfora, asegurándole una vez más que procedía de la antigua Atlantis. Pero lo único maravilloso de aquella pieza, en opinión de Ptolomeo, era su perfecto estado de conservación, algo raro por esos lares. La examinó de cerca, admirando los dibujos que la decoraban, que parecían de carácter mitológico. Le llamó la atención una figura en especial. Representaba una sirena, pero no lo que los habitantes de Ptolemais entendían por tal actualmente por influencia de los colonos americanos (es decir, una mujer con cola de pez), sino una sirena griega, más parecida a una harpía alada. Nearco se había referido a ella como pajarraco, pero el historiador la encontró extrañamente atractiva. En el ánfora, aparecía abalanzándose sobre el pecho desnudo de un hombre joven, con las garras extendidas.

-¿Dónde has encontrado esto, Nearco? –preguntó al pescador, fascinado.

-En la Hoya del Marinero, cerca de la Fosa de las Sirenas.

A Ptolomeo le pareció un dato sumamente interesante. La Hoya del Marinero (el cráter Mariner, llamado así por el Mariner 4, una vieja sonda de los americanos que había aterrizado en ese lugar décadas antes que sus naves) se hallaba en una de las partes del Mar de las Sirenas situadas a mayor profundidad, y los arqueólogos habían encontrado ruinas atlantes en los alrededores. En cuanto a la Fosa de las Sirenas, era una gran grieta en la tierra que cruzaba en diagonal el corazón de la antigua Atlantis, y según las leyendas locales, era uno de los lugares donde las sirenas tenían sus cubiles. Algunos también creían que esa gran falla tenía su origen en el terrible cataclismo que había acabado con la civilización atlante. Ptolomeo era partidario de esa teoría.

Le habría gustado creer que aquella ánfora era atlante. Pero, por su estilo, estaba seguro de que la pieza debía de ser del siglo II, del III como mucho. Muy posterior a la Era Atlante, por tanto. Aún así, se quedó con ella y le dio a Nearco unas monedas por su hallazgo. No dejaba de ser un objeto hermoso, pese a todo.

Ptolomeo colocó el ánfora en su estudio. Siempre la tenía a la vista cuando trabajaba, y de vez en cuando no podía evitar mirarla durante un largo rato, atraído por el encanto de la sirena. Había algo en su rostro... tan femenino, y a la vez tan inhumano. ¿Representaría a una criatura de la antigua Atlantis, después de todo? ¡Pero qué disparates se le ocurrían! Estaba claro que el artista había representado a una sirena de la mitología clásica, simplemente.

Después de entregarse a estas fantasías, volvía al trabajo, pero según pasaban los días, cada vez le costaba más concentrarse. Estaba intentando escribir un libro sobre los atlantes. Pretendía que su obra fuera el texto definitivo sobre el tema, pero según avanzaba en su labor, cada vez le resultaba más evidente que en realidad no sabía nada de nada y se limitaba a hacer especulaciones, como todos. Se sentía muy frustrado, y empezaba a sentir la tentación de renunciar y olvidarse del tema.

Pero entonces, cuando más desanimado se sentía, su atención volvía a la sirena del ánfora, como si ésta le estuviera indicando el camino a seguir. Cogía el ánfora entre sus manos y la miraba de cerca. Y empezó a hablarle a la sirena.

-¿Quién eres tú? Me estás intentando decir algo, ¿verdad? ¿Tal vez algo relacionado con tu antiguo hogar? Sí, tiene que ser eso... ¿Crees que debería ir a la Hoya del Marinero, a ver lo que me encuentro ahí?

Al cabo de varios días sin conseguir escribir ni una sola línea, finalmente decidió hacerle caso a la sirena. Iría a la Hoya del Marinero, a desenterrar la verdad acerca de los atlantes.

 

Nunca había estado antes en la Hoya del Marinero, así que le pidió a Nearco que le hiciera de guía. El viejo pescador accedió, como siempre que le pedía algo, aunque le advirtió que era una región en la que era aventurado adentrarse.

-¿Qué quieres decir? –le preguntó Ptolomeo.

-Es fácil perderse en ese sitio, sobre todo si uno no conoce bien el terreno. Hay que andarse con cuidado. Pero tranquilo, profesor, yo he estado muchas veces. Simplemente no se separe de mí.

Nearco le condujo hasta la Hoya del Marinero, para enseñarle el lugar donde había hallado el ánfora, cerca de unas viejas ruinas atlantes. El viaje les llevó varios días, pues el lugar quedaba lejos de la ciudad de Ptolemais. Era un paraje apartado, situado en una parte de los pantanos de aspecto especialmente insalubre. Nadie vivía por ahí, aparte de las criaturas propias de aquel ecosistema. Nearco parecía disfrutar chapoteando en aquella ciénaga infecta, aunque insistía en que el profesor pusiera los pies sólo dónde él los ponía.

-Más de uno se ha hundido para siempre en la Hoya del Marinero, ¿sabe? –decía Nearco mientras cruzaban las ciénagas-. Pero yo conozco bien el lugar. Mi madre era una bruja de los pantanos.

-Vaya, nunca me habías contado eso, Nearco. Es... una información interesante.

-No me gusta divulgarlo a los cuatro vientos, porque luego la gente piensa cosas raras, pero usted es de confianza, profesor. Un hombre de ciencia, que no se deja impresionar fácilmente, ¿eh?

Si tú supieras, se dijo Ptolomeo.

-Háblame más de tu madre.

¿Tenía alas? ¿Volaba?

-Bueno... ella decía descender del Antiguo Pueblo, ¿sabe? Aunque yo creo que lo decía para hacerse la interesante.

El Antiguo Pueblo es como llamaban los lugareños a los atlantes. Nearco escuchó con creciente interés.

-Era una mujer peculiar... Aunque no era bruja realmente, que quede claro. Simplemente sabía mucho de hierbas...

-Ya veo.

-Decía que había seducido a mi padre un día que éste estaba pescando en las lagunas del este. Esa era una de sus historias favoritas, siempre nos la estaba contando. Seduje a vuestro padre con mi encanto de sirena, decía... ¡ja! ¡Menuda estaba hecha!

Ptolomeo sintió un leve escalofrío. Justo entonces, creyó oír un sonido lejano, procedente de algún lugar de las ciénagas. Intrigado, al principio no supo identificar su naturaleza, pero paulatinamente se dio cuenta de que era un canto de una extraña belleza, melancólico y seductor a la vez. Se detuvo, cautivado.

-¿Oyes eso, Nearco?

-¿El qué, profesor? ¿Por qué pone esa cara tan rara?

-¡Esa música! ¿De verdad no la oyes?

-No, no oigo nada...

El canto se detuvo, para gran desconsuelo de Ptolomeo, quien, mohíno, le dijo a Nearco que prosiguieran con su marcha. Pero al poco rato volvió. Esta vez Ptolomeo lo sintió mucho más próximo. Se quedó paralizado, subyugado por la arrebatadora melodía. Aquel canto parecía hablarle de un tiempo anterior al hombre, cuando Marte era un mundo lleno de extraña vida, en el que florecía una civilización superior... Su alma sintió una terrible nostalgia, como si estuviera oyendo el lamento de una raza perdida.

-¡Otra vez ese canto, Nearco!

-Pues yo sigo sin oír nada... aunque en este lugar siempre se oyen y ven cosas raras. No haga caso de esa música, profesor. Si es una sirena, es mejor ignorarla, créame.

¿Por qué sólo la oía él? Ptolomeo se preguntó si no sería él quien tenía sangre atlante... Tal vez eso explicaría el efecto que esa melodía cautivadora ejercía sobre su persona, la extraña añoranza que sentía cuando la oía... ¿Le vendría de ahí la obsesión que había presidido toda su vida? ¿No sería en el fondo una búsqueda de sus raíces olvidadas? Se dio cuenta de que había estado diciendo esas cosas en voz alta cuando Nearco dijo:

-Está empezando a ponerme nervioso, profesor... Oiga, será mejor que...

Pero Nearco no pudo terminar la frase. El canto cesó súbitamente, y al mismo tiempo algo se abalanzó sobre el pescador desde los juncos de los marjales. Nearco soltó un grito desgarrador y fue arrastrado por aquella cosa al fondo de una charca, de donde ya no volvió a salir. Todo fue tan rápido que Ptolomeo no pudo distinguir qué clase de atacante se había llevado a su guía. No logró ver más que una figura borrosa.

Echó a correr, huyendo de aquel horror desconocido, pero no estaba familiarizado con ese traicionero terreno y pronto se desorientó. Estuvo a punto de hundirse en un par de ocasiones, al pisar donde no debía. Tuvo la sospecha de que estaba andando en círculos, como si un hechizo le impidiera abandonar esa hoya embrujada.

Entonces volvió a oír el canto, más hermoso que nunca, justo a su lado. De repente cayó en la cuenta de que no podía discernir si era un canto humano. Una criatura de terrible belleza salió de entre los juncos, batiendo unas alas negras. En ese preciso instante, demasiado tarde, Ptolomeo recordó lo que decían las antiguas historias acerca de las sirenas: que atraían a los incautos con sus cantos para devorarlos...

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