Relato 78 - Jaquecas

Los haces de luz del vehículo acristalado serpentearon entre la arboleda del camino de entrada a la casa en medio de la noche opaca. El sonido del motor eléctrico era casi imperceptible entre los hipnotizadores sonidos nocturnos. Una vez delante de la puerta de entrada se detuvo, y bajando de él, Martín, apenas embriagado por el sucedáneo de alcohol -pero menos dañino que el original-, tambaleó ligeramente al apearse. Una jaqueca, de tantas como sufría en los últimos tiempos, pretendía y casi conseguía romper la magia de su llegada. El coche autónomo abandonó el lugar, y el aire fresco logró espabilarle lo suficiente como para acercarse con dignidad a la puerta y pasar el preceptivo test de retina previo a internarse en su morada. Vivir en una casa en mitad de la naturaleza era un lujo entonces al alcance de unos pocos; la superpoblación había dejado pocos rincones del planeta libres de viviendas. El suave chirrido de un columpio meciéndose al compás de la brisa, colgado de una rama y obviado por Martín, se imponía sobre el resto de los soniquetes. Debía estar allí desde antes de que comprara la casa, o eso es lo que él presuponía. Pero Martín no lo percibía. Tenía ganas de tirarse sobre el sofá y descansar mientras escuchaba algo de música, esperando que le hurtara aquel dolor de cabeza. 

Recostado, sin prestar atención a las notas musicales que colmaban la sala, se preguntaba si aquella mansión: salón con cocina americana, un recibidor impresionante, tres baños, y tres habitaciones en el piso superior; no sería demasiada vivienda para un hombre soltero como él. Llevaba dos años en un nuevo trabajo, que si bien estaba peor remunerado que el anterior, le dejaba más tiempo libre y le provocaba mucho menos estrés. Resopló, y subiendo los escalones de dos en dos fue directo a su despacho, la menor de todas las habitaciones. Aún olía a pintura, pero no recordaba el lapso transcurrido entre aquel momento y el presente, así que abrió la ventana de par en par para que se aireara y encendió su computadora. La decisión estaba tomada ya, era momento de vender la casa y, tal vez, buscarse un ático en la urbe; algo mas cómodo para quedar con los compañeros de trabajo o intentar socializar algo más. Mientras tanto, aquella jaqueca intermitente le saludaba de nuevo. Primero estudió el mercado para tasar, grosso modo, el inmueble actual. Quedando gratamente sorprendido, pues el valor estaba muy por encima de lo que había estimado. Acto seguido, continuó con las cuentas bancarias personales. Tenía un par de fondos de inversión a los que no quería echarles el guante, siempre había que ser precavido por si el futuro no fuera tan halagüeño como uno quisiera. En la cuenta corriente los números diferían mucho de sus cálculos, pero en esta ocasión, muy por debajo de sus cábalas. ¿Cómo podía ser tan bajo con el salario que tenía? No salía mucho a cenar o tomar algo. Tampoco gastaba créditos en hobbies superfluos. Carecía de sentido. Martín se dispuso a comprobar cada gasto en la cuenta bancaria hasta dar con el motivo de su falta de liquidez.

Facturas, compras desde casa y más facturas. Ningún movimiento extraño y ya había retrocedido casi dos años indagando en los extractos del banco. Es más, durante todo ese periodo sus ahorros habían ido creciendo constante y uniformemente. Desencantado, observó a través de la ventana la negrura del exterior, escuchando el casi imperceptible sonido de algún insecto -o eso creía él- que vestía la oscuridad con fina seda, mientras la jaqueca aquella, compañera fiel, comenzaba a acentuarse.

Y al fin, cruel, desvergonzada e irreverente, apareció la anomalía. Cincuenta mil créditos, nada más y nada menos. Un gasto desmedido. Martín se reclinó sobre el sillón ergonómico, mirando estupefacto la pantalla. Cincuenta mil. No daba crédito a lo que veía. ¿De qué era aquella factura? Abrió el documento anexo con un click del ratón, con la esperanza de una respuesta. “I.T.M..”. La jaqueca le asestó un nuevo golpe certero a la sien. Cincuenta mil créditos y solo un acrónimo solitario y sin sentido. ¿Había sido estafado? Los mecanismos de control de las estafas eran suficientemente seguros por aquel entonces. No podía ser, no, no podía.

Iracundo, llamó al banco. La persona al otro lado del teléfono resistió con aplomo estoico cada uno de los ataques verbales que Martín proyectó con rabia incontrolada. Pero la contestación fue tan clara como sorprendente: él mismo había ordenado ese pago y había sido validado por huella y retina. Dos años atrás había despilfarrado casi todo el dinero de la cuenta corriente y no sabía en qué o para qué. Maldita jaqueca. Continuó sus pesquisas en internet. Aquella empresa existía, o más bien era un conglomerado de empresas que abarcaban desde la farmacia a la tecnología, e incluso la cultura. ¿Cómo saber cual de sus ramificaciones era la que recibió semejante dádiva? Llamó al teléfono de contacto, el número general, y les expuso su problema algo mas calmo. Pero no pudieron ni supieron darle una respuesta. Enrabietado cortó la llamada, se puso en pie y golpeó la pared con fuerza mientras un alarido de impotencia era regurgitado. Una escama de pintura blanca de la pared se desprendió, mostrando un tono rosa debajo. Se miró los nudillos buscando sangre en ellos, pero intactos, solo tenían restos de la pintura. Volvió a mirar la hendidura en la pared: era de un rosa chicle. Y otra vez la jaqueca, más fuerte esta vez si cabe.

Escapó del despacho asiendo el marco de la puerta para no caer. Bajó los escalones con cuidado y se dirigió a la cocina para rebuscar en uno de los cajones, allí donde se acumulaban los medicamentos, caducados y no, desde tiempos pretéritos. Encontró un analgésico potente, recomendado entre otras cosas para dolores de regla fuertes; cosa que le hizo gracia, pero ningún músculo de su cara movió un ápice sus labios. Lo engulló con un poco de agua y se abalanzó sobre el sofá.

 Se durmió, pero su mente no paraba de pensar: dos años atrás… Dos años atrás, mas o menos es cuando había cambiado de trabajo. Dos años atrás, casi, es cuando hubo la última gran pandemia, la última, pues los avances en nanotecnología meses después habían eliminado casi por completo cualquier resquicio de enfermedad. Dos años atrás había pintado la casa, y el olor rehusaba a marcharse. Dos años atrás. Dos.

Despertó, si alguna vez llegó a algo más que dormitar, y subió los escalones atropelladamente. Iba hacía aquel cajón en el dormitorio donde guardaba algunos documentos físicos, quizá aún podría conservar alguna factura de dos años atrás. En el cajón había todo tipo de impresos: las escrituras de la casa, alguna vieja factura o las altas en algunos servicios unos cinco años atrás. Cinco años, cinco, en aquel lugar, y sin embargo no le parecía tanto tiempo. Finalmente la jaqueca vencía al analgésico en tan peculiar combate, dando saltos de alegría en el cuadrilátero de su cabeza. Se asomó por la ventana esperando que el aire de la noche llevara consigo aquel dolor de cabeza, tan agudo como insistente. Luego, se volteó y contempló los documentos esparcidos sobre el suelo, como añicos de un plato que se ha precipitado al vacío y no ha encontrado salvador. No había más “en papel” en aquella casa. Ni habían más documentos que comprobar en la aplicación del banco. No había ni una sola prueba más de la estafa a la que se había visto sometido. Aceptando la derrota a regañadientes, comenzó a recoger los papeles con cuita, pero tan airado que la carpeta con las escrituras se cayó, abriéndose las hojas en abanico sobre el suelo. “Don Martín Guerrero Paz y Doña Natalia…”, rezaba la primera página. ¿Natalia? ¿Primero descubre que le han estafado cincuenta mil créditos y ahora que se han equivocado en las escrituras? Encuadró los folios con tranquilidad mal disimulada y volvió a releer: Natalia ponía. ¡Maldita sea! Habían hecho las escrituras a nombre de dos personas y se daba cuenta ahora, un lustro después. Lo que significaba que si no podía arreglar el entuerto, solo la mitad del beneficio por la venta sería para él.

Releyó cada renglón del documento: no aparecía una vez ni dos, si no en todo momento, por lo tanto no había error documental, la vivienda estaba a nombre suyo y de la susodicha Natalia. Avanzaba páginas consternado, hasta que un papel de media cuartilla se deslizó al piso. I.T.M. ponía. Un folletín publicitario doblado con las tan ansiadas siglas que buscaba: Ingeniería para Trastornos de la Memoria. Y la jaqueca lanzó su último gran ataque descontrolado, dejándole para el arrastre. Aturdido, se sentó en entarimado y abrió la cuartilla para leer la información contenida. Un taco de fotografías se precipitó al suelo. En la primera estaba él, unos años más joven, junto a una hermosa mujer encinta, entre ellos, sonriente como un piano, una niña de pocos años abrazándoles bien fuerte, y al fondo la casa, con todas las ventanas aun cerradas. Miró atónito cada una de las instantáneas. Entonces lo recordó todo: la elección de aquella casa con la mujer que tanto había amado, para dejar crecer a sus dos hijas en un ambiente lo más parecido al que tuvieron ellos de pequeños; el columpio que fabricó como había hecho su abuelo a su madre, colgando de una rama horizontal bien sólida de un árbol; la habitación rosa chicle con las camas litera; la pandemia, aquella maldita pandemia que se adelantó al último gran avance científico: la nanotecnología aplicada a la medicina; la honda soledad y tristeza posterior a sus ausencias; el cambio de trabajo para no volver a ver a nadie de su anterior vida; y por último, la visita al centro de I.T.M. para borrar para siempre aquellos recuerdos y poder vivir sin el lacerante dolor de sus pérdidas.

La jaqueca se levantó de aquel sillón prestado y dejó su lugar a la amargura, que tomó asiento como si nunca lo hubiera abandonado.

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