Relato 70 - Permanece conmigo
Permanece conmigo
Desde que vi el certamen de cuentos de terror sentí la necesidad de contar mi historia. Supongo que nadie creerá lo que aquí relato, quizás los que han vivido por una experiencia similar, pero no quiero dejarlo pasar.
Siempre he sido una persona con mucha percepción. Y con percepción no me refiero a que me parezca al niño de "El sexto sentido". Yo no veo muertos ni siento su helado aliento en mi cogote. Mi percepción es como si pudiera leer en el aire, o más bien, como si alguien me susurrara al oído. Ya sé que puede sonar a locura y muchas veces pienso que realmente la roza, pero es así. Soy capaz de saber cosas mucho antes de que sucedan.
Una tarde, cuando era joven, estaba tranquilamente sentada y se me vino a la cabeza el número 76.
-¿Setenta y seis? ¿Qué significará?
Y entonces la voz me dijo, "es la edad con la que va a morir tu abuelo". Aunque aún faltaban algunos años para esa fecha, no olvidé ese pensamiento hasta comprobar que efectivamente, al mes de estrenar los 76, su corazón decidió dejar de funcionar mientras le veíamos asfixiarse con sus débiles pulmones encharcados.
No todo lo que percibo es negativo. Hay veces que cuando veo pasar a una amiga esa voz me susurra "Está embarazada" y al poco tiempo descubro que es así.
El origen de esta "cualidad", por llamarlo de alguna manera, lo sitúo tras la muerte de mi padre. Él falleció cuando yo entraba en la adolescencia, una mala época. Murió de un cáncer, después de sufrir intrusivos tratamientos que le quitaron la poca calidad de vida con la que cualquier persona debe morir. Durante todo el proceso de su enfermedad recé encarecidamente a quién quiera que fuera que pudiera salvarle, que lo dejara un poco más con nosotros. Sin embargo, las últimas semanas de su vida, mis rezos se transformaron en súplicas, para que se acabara tal sufrimiento. Por eso, después de su muerte me sentí muy culpable por haber deseado que falleciera. Hasta que una noche, justo antes de dormirme, una voz sonó en mi cabeza y me dijo:
-"No te tortures más. No has hecho nada que no hubiera hecho cualquiera en tu lugar. En realidad rezabas para que dejara de sufrir. Por eso te pido que dejes atrás esa angustia"
Sé que esa voz sólo suena en mi cabeza, y aunque no sé si es mi padre o no, me reconforta.
Cuando comencé a estudiar me trasladé a otra ciudad. Me fui a vivir a un barrio de estudiantes, en un típico piso de estudiantes. Quien haya estudiado fuera sabrá lo que es eso. Un piso compartido, normalmente en un bloque de más de 40 años, en la última planta y sin ascensor. Casi todos los vecinos o son también estudiantes o son muy mayores, personas que han vivido toda su vida allí. Dos polos totalmente opuestos obligados a convivir. Ironías de la vida.
Finalizábamos el primer semestre. Casi todos habían acabado ya sus exámenes y a mí aún me quedaban un par antes de poder descansar. Mis compañeras de piso se habían ido esa mañana, después de dos días de juerga continuada, así que el silencio lo recibí como una bendición, algo que echaba en falta después de tantos botellones, cánticos y por supuesto sexo en las habitaciones contiguas. Abrí un poco la ventana, porque aunque era febrero y aún hacía frío, la mañana era tan luminosa que los rayos de sol, que auguraban la cercana primavera, se agradecían. Comencé a repetir por enésima vez los ejercicios del último tema de álgebra, porque en matemáticas sabiendo los últimos temas indudablemente has asimilado lo inicial, cuando un golpe seco me sacó de mis cálculos mentales. Había sido un golpe demasiado fuerte como para no ser nada. Y entonces un grito de mujer me hizo estremecer.
-¡Ah! ¡Se ha caído!
Como por resorte salté de la silla y me asomé a la ventana. Y allí tumbado en el suelo, con los ojos excesivamente abiertos y fijos en mí, con su bata azul de cuadros, estaba el vecino de abajo con la cabeza abierta. Aquello me pilló tan de sorpresa que seguí asomada a la ventana, mirando el delgado cuerpo del anciano tumbado en la acera sobre una mancha oscura, su sangre. El brutal impacto había sido suficientemente para matarlo en el acto, sin embargo parecía que me miraba, suplicante. No puedo recordar muy bien qué hice después, pero aún con el paso de los años, no soy capaz de borrar de mi memoria esa imagen, ni esa mirada.
Cuando fui capaz de recuperar el control de mi cuerpo, volvía a sentarme en la silla. Estaba temblando y respiraba aceleradamente. Las lágrimas inundaban mis ojos y comencé a llorar. Lloraba como una cría y no era capaz de consolarme. ¡Pero si levemente le conocía!, ¿por qué lloraba? Daba igual, ese hombre estaba allí, estrellado contra la acera.
Pasaron horas hasta que conseguí tranquilizarme. Bajé a la calle y ya me enteré de que sospechaban que se había suicidado porque había colocada una silla junto a la barandilla de la terraza.
Ese día casi no pude estudiar, no podía quitarme de la cabeza a ese hombre que apenas me había cruzado un par de veces en las escaleras regando las macetas del descansillo. No salía muy a menudo, cosa que entiendo viviendo en un tercero sin ascensor. ¿Qué podía haberle pasado por la cabeza? ¿La maldita soledad? ¿La pesada vejez tal vez?
Resignada a no estudiar al menos ese día, decidí acostarme temprano. Aunque los días eran templados las noches seguían siendo frías, así que encendí un poco el calentador para caldear la habitación mientras cenaba. Sin duda alguna ese piso había sido el más frío de todos los que había vivido en mi vida. Más tarde, cuando llegaran los exámenes de junio, descubriría que también sería el piso más caluroso de mi vida.
Estaba ya dormida cuando una sensación extraña me despertó. No era un ruido lo que había oído, pero sabía que algo o alguien estaba en el piso. Agarré el edredón con fuerza tratando de cubrirme y agudicé el oído. La sensación permanecía, así que armándome de valor, me senté en la cama y grité
-¿Quién hay ahí?
Cuando dormía sola siempre dejaba la puerta de mi dormitorio abierta. Era una manía o un miedo infantil, así que desde la cama podía ver hasta el final del pasillo que daba al salón. Y entonces lo vi. Allí, al fondo del salón, había un resplandor que avanzaba hacia el pasillo. Sentí mi corazón dispararse en aceleradas pulsaciones. Cuando la luz cruzó el umbral de la puerta del salón pude ver que era el anciano de abajo, el que se había muerto esa mañana. Parecía una imagen proyectada pero era él y seguía avanzando en mi dirección. Y digo avanzando porque no andaba, era un movimiento sin altibajos, como si fuera rodando, sin rozar el suelo. Cuando iba por la mitad del pasillo, el miedo que tenía era tan grande que no era capaz ni de gritar. Alargó la mano hacia mí. ¿Qué quería? Era como si quisiera llevarme con él. Sentía cómo me levantaba de la cama. Nunca he visto películas de miedo, por lo que no puedo comparar lo que me sucedía con ninguna escena que antes hubiese visto. Pero la sensación era esa, como si tirara de mis pies y me estuviera llevando hacia él. Agarré el nórdico con más fuerzas y cuando comprendí que me iba a llevar, que no podía hacer nada, no me explico aún porqué, comencé a gritar:
-¡Papá! ¡Papá ayúdame! ¡Papá! ¡Papá!
Y creedme lo que os cuento porque es cierto, nada me invento. Las ventanas se abrieron de par en par y el espectro de mi vecino, con su mano extendida hacia mí, se alejó como si una corriente de aire se lo llevara. Yo sólo pude escuchar el rechinar del somier de muelles cuando el peso de mi cuerpo cayó bruscamente sobre la cama. Entonces me dio igual si servía o no servía de mucho, pero me tapé la cabeza y me escondí debajo de las sábanas muerta de miedo y llorando, hasta que el cansancio pudo conmigo y me dormí.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, aún tenía el miedo en el cuerpo pero empecé a plantearme que podía haber sido un mal sueño. Y casi me había convencido de ello, cuando descubrí que la ventana del dormitorio estaba abierta. Yo la había dejado cerrada la noche anterior, de eso estaba segura. Era una ventana de esas viejas, de dos hojas con un mango que cierra cuando lo giras hacia abajo. No se abren solas. Recordaba haber puesto el calentador antes de acostarme, no me iba a dejar la ventana abierta ¿no?.
Una mezcla de sensaciones me embriagaban. No sabía si reír o llorar, porque aunque había pasado mucho, muchísimo miedo, es cierto que mi padre había venido a salvarme. Mi padre seguía conmigo. Fuera como fuese permanecía conmigo, me vigilaba y cuidaba. Y eso, a día de hoy, sigue dándome fuerzas.