Relato 012 - El palita
La razón por la que denuncié el robo de las escasas joyas que teníamos en casa fue para cumplir con una formalidad, simplemente por ese hábito que nos impulsa a hacer lo correcto aunque, en el fondo, creamos que no nos va a servir de nada, que la denuncia va a ir a parar a un cajón y de ahí a uno de esos archivadores que o bien acaban en la trituradora de papel o, simplemente, como pasto de gusanos y ratones en algún cuartucho con olor a humedad. Pero para sorpresa mía y también de mis hermanos, la denuncia no solo prosperó, sino que un día recibí la visita de dos policías de paisano.
Si fue una suerte que se preocupasen por la desaparición de un par de medallas de apenas trescientos euros y de un diminuto sello de niño que apenas costaba noventa, aún lo fue más que aquellos policías consiguieran que me percatase de su presencia, ya que el viejo piso de mis padres ni tenía interfono ni puerta en el postigo. Sin embargo, cuando prácticamente vives en medio de la calle la precariedad de recursos te dota de una especie de sexto sentido que puede alertarte de la presencia de extraños aunque se hallen a diez kilómetros de distancia.
El primer policía que me enseñó su placa era un joven de unos veinticinco o treinta años que irónicamente me dijo que era el mayor, pero no por edad sino por su elevada estatura y fuerte complexión física. El hecho de querer llevar la iniciativa en todo momento, tanto en sus preguntas como en sus deducciones revelaba, sin duda alguna, un carácter abierto y entusiasta que por su optimismo juvenil contrastaba con la prudencia y el carácter más reservado de su compañero, un hombre de unos treinta y ocho o cuarenta años que sin ajustarse a ese tópico del “poli malo” se limitaba a sonreír tímidamente o asentir ante la mayor parte de los razonamientos de su compañero. Sin embargo, fiel a esa típica disparidad de caracteres que era la principal baza de las parejas de policías, había veces que se mostraba un poco combativo en sus razonamientos como cuando insinuó que yo había denunciado directamente como autora del robo a la chica de la limpieza de la que habíamos sospechado en todo momento, algo que se apresuró a corregir su compañero con un “Que no te enteras. Que lo que han hecho es denunciar solo el robo. Ellos únicamente sospechan de la mujer”.
Tras mostrarles la tasación que el perito de nuestro seguro había hecho de las joyas, un dato que consideraron, por cierto, de especial importancia, ambos llegaron a la conclusión de que era más que probable que la empleada de hogar fuese la autora del robo. La misma conclusión a la que habíamos llegado nosotros.
Realmente, el caso era más que sencillo por lo que apenas necesitaron diez minutos para inspeccionar la diminuta cocina y el especiero donde guardábamos las joyas además de hacernos un par de preguntas a mi padre y a mí tan simples como habituales.
Cuando estaban a punto de marcharse, les manifesté mi satisfacción por el hecho de que mi denuncia hubiese llegado a buen puerto. Pero también les dije que pese a que ésta era la primera vez que denunciaba un hecho delictivo, podría haber sido hace treinta y dos años. El mayor de ellos quiso insinuar con su mirada y una leve sonrisa que debían irse y que tal vez nuestro próximo encuentro sería el momento más oportuno para contar anécdotas, pero el más joven, siempre en la línea de su jovialidad y su carácter extravertido, espetándome un “¿Y eso?” y esbozando una amplia sonrisa volvió a tomar asiento para escuchar mi historia.
Aquella mañana de mil novecientos ochenta y dos no teníamos clase pero debíamos ir a la biblioteca del único instituto que había entonces en la ciudad para recabar información para un trabajo sobre la Revolución Francesa. Tras tomar un par de apuntes, mis dos compañeros de clase y yo nos dirigimos al patio para revisar nuestras anotaciones y emplazarnos para un trabajo en grupo en casa de Mariano, el hijo del director de nuestro colegio, el cual además de ser el empollón de la clase disponía a su antojo de la prestigiosa Enciclopedia Británica de su padre.
En aquel momento, pude percatarme por la cara de mis compañeros que algo no muy bueno estaba pasando. Un chaval de unos dieciséis años, de espaldas anchas y esgrimiendo un grueso palo, escoltado por otros tres chicos de nuestra edad, o sea, de unos trece o catorce años, y que portaban varias navajillas de pistón, es decir, sin bloqueo de hoja por seguro, nos rodearon en una especie de círculo del que apenas podíamos movernos sin recibir algún que otro garrotazo o pinchazo.
Por las risas del Gusa, que así se llamaba el más joven de los asaltantes, y que además de su navaja portaba una hucha como las que solían utilizar para el DOMUNT, aquello parecía una broma de las que se suelen gastar entre personas de mucha confianza. Pero, desde luego, no era ésa la sensación que yo tuve ya que, casi llorando, me apresuré a vaciar mis bolsillos y entregarles a aquellos maleantes cuanto llevaba encima.
Mi mayor preocupación en aquel momento, a parte de mi integridad física, no fue el hecho de haberme quedado sin dos billetes de cien pesetas que llevaba encima, sino que me quitasen el DNI de mi padre que tenía que exhibir para que me pudiesen prestar algún libro de la biblioteca. Pero lo que más les preocupó a mis compañeros fue lo que el Sostra, otro de los críos de aquella banda, me sacó del bolsillo del pantalón: una pequeña navaja negra de estilo albaceteño.
“¿Y para qué llevabas una navaja en el bolsillo?”. Con aquella pregunta y una sonrisilla maliciosa el policía de más edad me quiso demostrar irónicamente que un policía no bajaba la guardia ante nada, incluso ante una inocente anécdota de la niñez tan distante en el tiempo como la que les estaba contando.
Aunque a esta alturas no necesitaba excusar ninguna conducta incorrecta de mi infancia ante nadie, me limité a decirle que la gran mayoría de los niños de mi edad usábamos navajas para jugar a lanzarlas contra alguna madera, al estilo de cómo solían usar los cuchillos los héroes de las películas de acción de los años ochenta, y también para sentirnos más hombres. En cuanto al origen de la navaja, se trataba de un regalo del Tochoco, quinceañero y repetidor de curso al que le caí bien por mi timidez y porque le respetaba por su fuerza y su capacidad de liderazgo.
Fue precisamente él quien, después del atraco, me contó quién era el jefe de aquella banda. Se trataba del Palita, le llamaban así porque su padre había sido albañil. Y aquel mote le gustaba especialmente porque si se percataba de que alguien lo encontraba divertido, le daba una ocasión excepcional para probar su fuerza física reventándole las narices al gracioso de turno. También me dijo que el dinero de aquellos atracos, cuyas víctimas éramos siempre chavales de mi edad o incluso menores, se invertía en revistas pornográficas y cajetillas de tabaco rubio que se repartían entre el Palita, el Gusa, el Sostra y el Caliqui, que era el tercer miembro de la banda.
Cuando acabé de contarles mi experiencia, el más joven de los agentes esbozó una tímida sonrisa idéntica a la de su compañero. Me estrechó la mano y me dijo que aún debían volver para recabar más datos y ponerme al corriente de su investigación. Sin embargo, también añadió que era difícil que pudieran conseguir algo ya que era nuestra palabra contra la de la empleada del hogar.
Cinco días después, el joven policía volvió a mi casa pero, esta vez, en compañía de una agente. Tras mostrarme sus placas, me enseñaron una serie de fotografías de diversas piezas de oro que no se correspondían con las desaparecidas. Me dijeron que la investigación seguía abierta, pero insistieron en la dificultad que entrañaba el caso dada la ausencia de pruebas más concluyentes que las contradicciones en las que había incurrido la principal sospechosa cuando le tomaron declaración y que, para más evidencia de su responsabilidad, ya no volvió a mi casa.
Antes de marcharse, el policía me sonrió y, tras meterse la mano en el bolsillo, extrajo un pequeño objeto que apenas si cabía en su ancha mano. Como si de un mago se tratase, lo que me mostró mientras esbozaba su habitual sonrisa era nada menos que una navaja, exactamente la misma que perdí treinta y dos años antes.
Si cinco días antes había sido yo quien le hablase de aquel lejano pasado, ahora era él quien me hablaba, con más lujo de detalles, sobre ese mismo pasado y sobre un presente que conocía mejor que yo. De cómo aquel Palita, su padre, había envejecido pero antes había logrado no traspasar esa imperceptible frontera que separa las simples chiquilladas de la delincuencia real. Un logro que el Sostra, aquel que me robó la navaja, no había conseguido, porque cinco años después de que me hubiera asaltado, siendo ya un miembro de una banda de atracadores en Barcelona, murió al enfrentarse con la Policía Nacional. En cuanto al Gusa y al Caliqui la única respuesta que obtuve por su parte fue un lacónico no sé que fue de ellos.