ROMA... fiat volúntas tuas...

Una visión distinta de las ciudades o pueblos en los que vivimos, de los viajes que realizamos o de los paisajes que conocemos.
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Diógenes
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ROMA... fiat volúntas tuas...

Mensaje por Diógenes »

En el interior del Panteón de Adriano sopra Agripa (conocido por los italianos como La Rotonda), en el frontal del sarcófago de Rafael Sanzio, puede leerse la siguiente inscripción:

ILLE HIC EST RAPHAEL TIMUIT QUO SOSPITE VINCI RERUM MAGNA PARENS ET MORIENTE MORI

Como cualquier frase latina, la traducción se presta a interpretaciones dispares que no vienen al caso. Baste con que sepamos que el poeta aficionado que la escribió establecía entre Rafael y “La Madre Naturaleza” una relación de «ni contigo ni sin ti» acorde con el paroxismo artístico de la época. Y es que Roma, sí, es paroxismo elevado a la enésima potencia. Tanto ardor en las disciplinas plásticas provocan el caos en cualquier viajero diletante que abra sus ojos al esplendor de una ciudad tocada por la suerte de haber sido Imperial y Sacrosanta. ¿Suerte? Depende de cómo se mire… Tal vez su patrimonio no sea más que el testimonio de unos siglos sangrientos que marcaron a fuego la historia de occidente. La desventaja de alguien como yo a la hora de sentarse en cualquier bancada que te obligue a mirar de frente los templos, las iglesias, las esculturas, el suelo adoquinado e irregular (y especialmente propenso a lesiones pedestres),… es que las cosas no son tan sólo bellas sino que representan además la crueldad en sí mismas. Todo, todo lo que he visto, manifiesta dolor, angustia, disputas entre artistas, luchas sin cuartel por alcanzar la inmortalidad. Y, desgraciadamente, tal condición humana se mantiene intacta per saecula seculorum. Las obras de arte se deterioran, pero el deseo de los mortales por superarse, no a sí mismos en la mayoría de las ocasiones sino a quien se considera su rival, no ha cambiado un ápice y sigue siendo el motor de la humanidad. Y ahí las bellas artes para ilustrar eternamente la lucha de clases.

Incluso me he preguntado si no es una supina estupidez contemplar la Capilla Sixtina pensando en por qué algo así ha sido creado. ¿No sería mejor, tal vez, dejarse llevar por el “éxtasis contemplativo” sin apelar a las circunstancias en que la obra maestra que me destrozó las cervicales fue proyectada?. Debo ser idiota, tal vez, pero la belleza que contemplo se contamina irremisiblemente del favoritismo de su hacedor. Las obras de arte son tal porque alguien lo dijo, fueron “creadas” como producto propagandístico y los artistas fueron elevados al rango de semidioses. Pero no dejo de preguntarme, al igual que hoy, el motivo de que un pintor, un escultor o un escritor sean elegidos para la posteridad de modo que sus contemporáneos sean a su vez delegados al más triste olvido. No discuto la valía de Miguel Ángel, Bernini, Tintoretto o Borromini… hasta ahí podíamos llegar…, pero, dónde están los nombres de quienes construyeron el claustro benedictino de San Juan de Letrán, el arquitecto de las termas de Dioclesiano, el escultor de Santa Cecilia in Trastevere… Sí, están ahí, en letra pequeña, en un affiche en italiano junto a sus obras, pero no intentes buscarlos en la memoria-acervo colectiva.

Hace unos años leí un ensayo de Harold Wethey sobre nuestro patrio Alonso Cano, genio de los genios de su época. Wethey analizaba las causas de que haya sido Velázquez quién se haya endiosado para la posteridad en lugar del cascarrabias antisemita que practicó además de la pintura, la escultura y la arquitectura, superando técnicamente las obras de quién, curiosamente, fue su amigo y cuyas obras son obligadas (y custodiadas cual reliquias) en el Museo del Prado. Pues bien, al parecer esta preferencia del uno en detrimento del otro surge en los siglos XVIII y XIX, cuando aparece la figura del marchante de arte. La teoría sorprendente y escrupulosamente documentada de Wethey es que los especuladores ofertaban a las colecciones privadas de los mecenas burgueses europeos las obras del sevillano por el simple hecho de que en sus pinturas se manifestaba “un aire español”, una iconografía pintoresca de un país que había perdido su imperio. Sin embargo, Alonso Cano se decantaba por las corrientes estilísticas italianas y, por tanto, sus obras no eran susceptibles de ser adquiridas como producto con “denominación de origen”.

El influjo, o estigma, que Wethey provocó en mi manera de deleitarme ante una obra de arte me ha perseguido a lo largo y ancho de Roma. Me ha ocurrido en otras capitales, pero no de un modo tan feroz como se ha manifestado en la ciudad del Tíber. Pasear por sus calles es agotador, jamás terminas de admirar palacios, rincones semiderruidos, gente que habla con un tono aún más elevado y crispante que los españoles… Todo cuando he visto tenía significado, el significado de la belleza en grado sumo concebida para el escarnio eterno de aquellas otras de las que nadie se atrevería a decir “que no tienen parangón”.
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