Relato 72 - ALIENACIÓN

 

Mañana me convertiré oficialmente en la primera jefa de cocina interplanetaria conocida. Es una forma un poco presuntuosa de describirlo, pero me gusta cómo suena. Dentro de las limitaciones intrínsecas a la premisa de mi nuevo restaurante, creo haber confeccionado un menú a la altura para los próximos meses. No habrá variaciones hasta que reciba más resultados de los ensayos que están en curso y, por tanto, tenga más datos a mi disposición sobre cuán cultivables son ciertos alimentos.

 

Por lo pronto, la minuta comienza con un sopapo proteínico en forma de lombrices fritas como aperitivo. Tiempo ha que la ingesta de anélidos dejó de ser una rareza, así que no debería ser un arranque excesivamente arriesgado. A modo de entrante, he optado por una ensalada de quinoa con berros, tomate y encurtidos de cebolla y zanahoria, aderezada con una salsa ligera de espárragos. Una deliciosa confluencia entre superalimentación y tradición. Me encantan las posibilidades de confraternización que ofrece la cocina. A veces me siento como una maestra de marionetas capaz de poner de acuerdo a un grupo de acérrimos rivales. No es el caso del plato principal, ya que ñoquis de boniato y pesto de albahaca parecen nacidos para vivir y envejecer juntos y en armonía. Como colofón, hay hueco incluso para un modesto postre de fresas en distintas texturas: en helado, en sopa y al natural.

 

Arqueo el labio inferior en muestra de asentimiento y satisfacción. Parecía una quimera cuando me ofrecieron este proyecto, pero su materialización ya es sólo cuestión de horas. Sigo rumiando la inminente inauguración cuando el sonido estridente de un graznido cercano reclama mi atención.

 

 

¿Qué pasa, no se cena hoy aquí? ―ruge una voz cascada y gruñona.

 

A pesar de la tosquedad de la increpación, he de admitir que he perdido la noción del tiempo ligeramente. Y no es esta una praxis recomendable si se convive con una vieja con semejante respe. La vida es cíclica en algunos aspectos, haciendo que bebés y ancianos compartan ciertos comportamientos. El fenómeno de transformación en demonio abisal ante la falta de pitanza en un instante concreto es, sin duda, uno de los más fascinantes.

 

Perdona, mamá. Estoy un poco despistada. Ahora preparo algo ―contesto con una diligencia claramente inmerecida.

 

Despistada… ¿despistada jugando a las navecitas otra vez? ¿Es eso más importante que alimentar a tu madre?

 

Decido ignorar la ya clásica y dramática pulla de desatención maternal y me centro en la primera acusación, que resulta más irritante por su calculado oportunismo.

 

Estamos hablando de que he sido elegida para, de alguna manera, contribuir a la supervivencia de la raza humana. Pero nada es más importante que la oronda andorga de la señora ―replico con mala baba.

 

Por toda respuesta obtengo un arqueo de cejas condescendiente. Expulso un suspiro deliberadamente ruidoso y, tras una rápida exploración del frigorífico, recurro de nuevo a una de mis hierbas aromáticas predilectas para orquestar una rápida cena: ensalada caprese y humus de albahaca. Tras una distante y tensa velada, me distraigo un rato viendo la televisión mientras mi madre termina de vararse en su cama como un cetáceo. En claro contraste con el tronchante efecto que provoca la baja presión atmosférica en los globos oculares de los protagonistas de la película en emisión, mis ojos se cierran paulatinamente hasta que caigo en un merecido sueño.

 

***

 

Por mucho que hoy sea el gran día, no pierdo mi costumbre de visitar el edificio anexo al restaurante, donde se encuentra el simulador de regolito. Aunque no sólo se trata de replicar fielmente las características del meteorizado suelo, sino también las condiciones de presión, temperatura, radiación ultravioleta y composición gaseosa del inexorable destino que aguarda al ser humano. Para ello, se utiliza una pléyade de reguladores, pasamuros de fibra óptica y lentes. Incluso hay un generador estocástico de tormentas de polvo. Todo para que yo pueda elaborar mis platos de forma rigurosa, en base al conocimiento de qué materias primas son capaces de sobrevivir bajo tan distintas condiciones de contorno.

 

Hago un breve repaso al estado de los cultivos y asiento satisfecha al verificar su progreso. Me detengo un rato en la contemplación del espacio dedicado a las cucurbitáceas y me retrotraigo a mi cena del día anterior, anhelando que el humus modificado de gusano que se está testeando como fertilizante permita su crecimiento. Tras guiñar un ojo a lo que espero lleguen a ser calabazas algún día, me despido con la cabeza de los técnicos que están tomando muestras y enfilo hacia mis verdaderos dominios.

 

Me deshago del aparatoso traje presurizado, dedicando después unos pocos minutos a echar un último vistazo a la rojiza decoración del comedor. Por encima de todo, sobresale la celda de metacrilato con una muestra de suelo tomada por el equipo investigador a cargo del proyecto en su última expedición al planeta vecino. Utilizando un símil gastronómico, hubo exigencias políticas para que este producto llegase lo más fresco posible. Aparte de para dar a los juntaletras de turno la carnaza que necesitan para alimentar sus titulares capciosos, quiero creer que la maniobra también responde a un intento de causar impacto y así concienciar a los futuros comensales sobre el exilio venidero. Desconozco si también hay alguna justificación técnica detrás, como que el regolito pierda propiedades organolépticas con el paso del tiempo, pero trajeron y montaron la muestra ayer mismo a marchas aceleradas.

 

El sonido machacón de cuchillo contra tabla me trae de vuelta a la palpable realidad, recordándome que mi ayudante de cocina está ya en plena faena y que el servicio se aproxima peligrosamente. Afortunadamente, el menú es muy agradecido y se puede dejar preparado de antemano casi en su totalidad. Me afano en la elaboración de los ñoquis, cuya masa dejo a punto justo cuando empiezan a sonar los primeros compases de Space Oddity de David Bowie, señal inequívoca de la llegada de los primeros clientes.

 

El servicio transcurre con fluidez, como una perfecta fusión entre desfile y striptease en la que los platos salen ataviados con sus mejores galas y vuelven completamente desnudos. Esta metamorfosis es motivo de no poca satisfacción, porque si bien las elaboraciones no son extraordinariamente exóticas, el sabor de las materias primas que las componen es completamente deudor de la riqueza del suelo de cultivo en ferro silicatos, así como de la baja temperatura y presión atmosféricas y las altas dosis de radiación ultravioleta. Como prueba adicional del éxito, los integrantes de una mesa formada por mandamases de varias nacionalidades acuden a la cocina para hacerse la foto conmigo y seguir nutriendo a sus sesgados tergiversadores de la información. Cabe esperar que la presencia de este selecto colectivo de bucéfalos en tan señalado día agilice la transformación de este establecimiento piloto en una cadena de restaurantes distribuidos en los principales núcleos poblacionales del globo terráqueo.

 

Dado que en esta primera fase de prueba abrimos sólo a mediodía, clientes y empleados emprenden la retirada poco a poco, dejándome completamente a solas en el local para que pueda regodearme en la triunfal jornada. Con una mueca de suficiencia dibujada en la boca, hago un repaso panorámico del comedor. Durante el mismo, no puedo evitar percibir un elemento discordante respecto a mi recuerdo anterior al servicio: hay algo distinto en la celda de metacrilato con la muestra de suelo. Me aproximo al elemento decorativo estrella y mis ojos se abren como compuertas en señal de asombro.

 

Pero, ¿qué coj…? ―comienzo a decir en voz alta, aun a sabiendas de mi absoluta soledad. Desconcertada por la aparición de este elemento disruptivo en tan idílico día, me veo incapaz de terminar la frase.

 

Sobre la superficie del suelo descansa una especie de cáscara de unos cuatro centímetros de largo y forma ovalada. ¿Acaso estoy sufriendo algún tipo de alucinación fruto de la súbita liberación de tensión acumulada? Rescato conversaciones pasadas con los investigadores del proyecto y consigo reconstruir sus simplificadas explicaciones sobre los indicios de una probable antigua habitabilidad en el lugar de procedencia de la muestra, bajo unas condiciones no tan distintas a las de la Tierra. Proceso la información tan rápido como mi aturullada mente me permite y concluyo que debo estar ante el antiguo hogar de un ser en fase larvaria. ¿Cabe la posibilidad de que esta presunta criatura se gestase en tiempos remotos y haya sobrevivido en una suerte de estado de criogenización desde entonces?

 

Tras una apabullante victoria de curiosidad sobre razón que acaba fulminantemente con mi monólogo interno, me encuentro abriendo la celda y examinando la extraña carcasa. Su tacto, áspero y rudo, me invita gentilmente a interrumpir mis pesquisas. Declino la oferta respetuosamente y procedo a inspeccionar su interior, situando la pieza por encima de mi cabeza y girándola para observarla desde todos los ángulos posibles. Uno de estos virajes inclina la cáscara en dirección hacia una de sus oquedades y facilita la salida de un líquido viscoso y translúcido que se precipita directamente sobre mi cara. Retiro el fluido de mi faz apresuradamente con mi mano libre, temerosa de que pueda ser dañino para la piel. Sin embargo, no percibo ninguna alteración cutánea. En parte animada por esta falta de nocividad y en una maniobra que también quiero achacar a mi deformación profesional, inclino la cáscara de nuevo y dejo que el líquido remanente fluya hacia mi garganta, como si estuviese apurando el jugo marino residual de una ostra. Apenas estoy paladeando el sabor del potingue, entre salado y amargo, cuando siento que mis pupilas se dilatan y mi visión se emborrona bruscamente.

 

De repente, todo se clarifica y me descubro tumbada bocabajo en el suelo, con la cabeza ladeada hacia mi izquierda y completamente paralizada. Mantengo la consciencia, pero me resulta imposible moverme y abandonar mi posición actual. El limitado campo de visión que me otorga mi situación me revela una imagen familiar por su color y textura: regolito. Soy plenamente consciente de haber estado en el comedor del restaurante hasta hace unos segundos, llevando mi curiosidad hacia extremos seguramente desaconsejables. Esta lucidez sirve para descartar que esté en medio de algún tipo de ensoñación, pero también para incrementar mi nerviosismo, ya que soy del todo incapaz de asimilar lo que está pasando. Es como si me hubiese reencarnado en una nueva identidad tras experimentar una fuga disociativa.

 

La estampa sería hasta aburrida debido a mi creciente normalización del rojizo y pulverulento terreno, pero la presencia de varias figuras igualmente tendidas en el suelo se encarga de romper cualquier rutina. Compruebo con progresivo horror que la quietud del resto de cuerpos difiere de la mía. Mi particular ángulo de visión me posibilita contemplar el color rojo mortecino de la cara de uno de ellos, que refleja una mueca estática y desencajada de pura angustia. En un acto de pura impotencia, grito con ahínco e intento patalear para huir de donde quiera que esté, pero cerebro y cuerpo siguen empecinados en no llegar a una entente. Mi empeño me hace cerrar los ojos con fuerza, como si ello otorgase a mis gritos alguna cualidad especial que me fuera a salvar de mi desesperada condición.

Exhausta por el esfuerzo del incesante

griterío, abro los ojos y lo único que veo es el vaho de mi aliento sobre la celda de metacrilato. Estoy de nuevo en el comedor, jadeando forzosamente y con la ropa pegada al cuerpo debido al sudor. Antes de que pueda dedicar siquiera unos segundos a reflexionar sobre lo acontecido, mi interés queda copado por un alboroto proveniente de mi bolsillo. Cojo mi teléfono torpemente y maldigo al leer el nombre del emisor de la llamada.

 

¡Por fin! He perdido la cuenta de cuántas veces te he llamado. Me he quedado todo lo que he podido por pura humanidad, pero necesito irme ya ―me increpa una voz a través de la línea―. Y me temo que esta vez sea para no volver.

 

Miro mi reloj de pulsera con turbación y constato que he estado en trance más de dos horas, excediendo en igual lapso de tiempo la jornada laboral del cuidador a cargo de mi madre. Lo peor es que no es la primera vez. Mi dedicación a la apertura del restaurante ha introducido bastante incertidumbre en mis horarios, siendo este pobre diablo el mayor afectado. En esta ocasión, mi ausencia se debe a causas muy particulares, pero cómo explicarlo racionalmente.

 

No sé qué me ha pasado ―respondo de forma ambigua y, sin embargo, fidedigna―. Lo siento mucho, de verdad. Ya estoy de camino.

 

Qué importa una mentira para dulcificar su reacción, dadas las circunstancias. Cuelgo y me recompongo lo más rápido que puedo, cerrando la celda de metacrilato y saliendo aceleradamente del restaurante. Llamo a un taxi y espero impaciente mientras ensayo mis futuras disculpas en persona. Sólo espero que no acabe cumpliendo su amenaza. La creciente falta de autonomía de mi madre, que se remonta a casi una década, me ha costado no pocos quebraderos de cabeza. Por no hablar de cómo ha torpedeado cualquier intento de mantener una relación sentimental duradera. No han sido pocas las sugerencias recibidas a lo largo de los años acerca de su ingreso en una residencia, pero resulta que no es una decisión tan fácil de tomar. Me cuesta imaginarme abandonándola en la puerta de uno de esos edificios gigantescos y desalmados. Lo pienso y siento que sería como dejar un amasijo de carne caduca bajo la custodia de un grupo de desconocidos a quienes les es completamente indiferente si vive o muere. Puede parecer incongruente, habida cuenta de nuestra relación actual, pero así de complicado es. Y ahora que al menos creía haber encontrado una solución intermedia, temo haberla estropeado.

 

Mi inmersión en estos pensamientos es tal que, cuando me quiero dar cuenta, estoy pagando al conductor de un taxi al que ni siquiera recuerdo haber montado. Centro mis preocupaciones y me dedico a subir las escaleras precipitadamente, llegando a la puerta de mi piso con la lengua fuera. Seguramente en alerta por el sonido de las llaves, me topo de bruces con la estilizada silueta del cuidador nada más abrir la puerta. Lejos de reflejar enfado, diría que decepción es el sentimiento dominante en sus afiladas facciones. El caos reinante en las últimas horas de mi vida me impide recordar su nombre. Finalmente, tampoco encuentro nada que decir a modo de disculpa, así que me limito a fruncir los labios y a encogerme de hombros con los brazos abiertos.

 

Lo siento, pero no puedo seguir así. Aprecio mi vida fuera de este trabajo y me resulta imposible aprovecharla con este descontrol ―dice el ignoto cuidador, rompiendo el incómodo silencio.

 

Con mis labios aún sellados por ese persistente pegamento que es la culpa, como toda respuesta procedo a realizar un pago móvil que cubre con creces sus horas extra de hoy. Tras recibir la pertinente notificación en su teléfono, el muchacho desaparece de mi vista y se esfuma raudo escaleras abajo. Cierro la puerta y dejo que mi espalda se deslice por la misma hasta convertirla en mi respaldo, al tiempo que mis glúteos toman contacto con el suelo. Echo las manos a mis sienes y cierro los ojos, extenuada tras el tsunami de acontecimientos que ha sacudido mi más reciente existencia. De pronto, un soniquete exasperantemente familiar se encarga de hundirme aún más en la miseria.

 

¿Qué pasa, no se cena hoy aquí?

 

***

 

Despierto acalorada, con la boca seca y la certeza de haber dormido nefastamente. Sufro un pequeño ataque de pánico mientras repaso la vorágine de sucesos acaecidos ayer por la tarde-noche. La agitación causada por mi viaje psicógeno y la urgencia debida al asunto del cuidador pasaron por encima de un detalle nada nimio: puede que haya un alienígena campando a sus anchas por el restaurante. Eso si no ha logrado escapar al exterior. Decido que levantarme y lavarme la cara puede contribuir a aclarar mis ideas, así que me dirijo hacia el baño perezosamente. Mi objetivo se ve frustrado cuando miro al espejo y contemplo el reflejo de mi rostro.

 

En mi cansado rictus destacan un par de ojeras muy pronunciadas y de color rojo terroso, como si hubiesen sido pintadas con un aerógrafo. Me quedo petrificada ante tal visión y doy por sentado que debe tratarse de algún tipo de reacción provocada por la ingesta del líquido extraterrestre. Suspiro desesperada y preocupada a partes iguales, superada por la situación. Por suerte o por desgracia, no tengo tiempo para recrearme en la autocompasión. A pesar de no recibir ni un ápice de colaboración, consigo que mi madre se levante de la cama. Acto seguido, preparo café y unas tostadas de pan de algarroba con mantequilla y pasta de dátiles. Castigo a mi pobre estómago engullendo el desayuno como un pato. Sin un segundo que perder, me enfrasco en la elaboración de unas alubias blancas con cebolla, manzana, uvas pasas y salsa de curry, mostaza y miel.

 

Mamá, te dejo la comida en el microondas. Está programado para calentarse dos minutos a la una y media. Te dejo también la mesa puesta y la pastilla del corazón preparada, así que no tienes más que sacar el plato y comer.

 

¿No va a venir hoy esa anguila con la que me dejas otros días? ―recibo por respuesta.

 

No, no va a venir nadie. Así que no me lo pongas más difícil, por favor ―contesto con hastío, mirándola fijamente para intentar reforzar el mensaje.

 

Abandonada a mi suerte, a mi edad e impedida ―declama melodramáticamente.

Sin embargo, percibo satisfecha cómo sus legañosos ojos se abren asombrados al intentar sostener mi mirada. Pronto me doy cuenta de la razón―. ¿Qué demonios te has hecho en la cara? ―ladra estupefacta.

 

Sin tiempo para explicaciones y recayendo en mis hábitos más recientes, me limito a alzar los brazos en señal de rendición y me dirijo a la puerta dando grandes zancadas, apurada por no llegar tarde al restaurante. Una vez creo haber disimulado mis rojeras con unas aparatosas gafas de sol, aprovecho el trayecto para telefonear a la responsable del simulador anexo. Prescindiendo de todo tipo de formalidades, le expongo el motivo de mi desazón a bocajarro.

 

Eso es. Serían las seis de la tarde aproximadamente. ―repito haciendo acopio de una paciencia inusitada. Por supuesto, omito cualquier alusión a mi lingotazo galáctico y a sus efectos faciales―. El caparazón del que te hablaba debe seguir dentro de la celda.

 

Entiendo. Tengo que ir a un acto de divulgación sobre el proyecto, pero, si te parece, me pongo en contacto con los técnicos del simulador para que lo investiguen ―me contesta con tono paternalista, como si estuviese haciendo una concesión a un niño pequeño.

 

Admito que mi susceptibilidad está a flor de piel, pero no puedo evitar que me hierva la sangre. Me despido bruscamente de mi interlocutora y acelero el paso, deseosa de racionalizar este galimatías cuanto antes. Minutos después, mi entrada al comedor se ve sazonada por la presencia de un técnico cuyas averiguaciones parecen haber concluido. Renuncio de nuevo a cualquier convención social y le interrogo secamente.

 

Hemos revuelto la muestra de regolito hasta la saciedad y no hemos encontrado nada. También hemos rebuscado por todo el comedor y la cocina, pero no hemos visto ninguna carcasa ―responde poniendo una cara de pazguato digna de ser abofeteada.

 

Pues nada ―replico lacónicamente, esforzándome por exteriorizar mi disconformidad.

 

Como cabría esperar, el cenutrio encargado de la búsqueda se queda plantado en el sitio como un boñigo mientras abandono la sala en dirección a la cocina. En mi afán por establecer ciertas barreras y poder aislarme de cualquier agente externo, limito las funciones de mi ayudante al emplatado. Me sereno notablemente al manipular con gozo los productos de hoy, recién recolectados esta mañana y, por tanto, frescos a más no poder. Puede que sea gracias a este proceso de apaciguamiento, pero, para mi sorpresa, el servicio discurre de forma inesperadamente exitosa. Me despido del personal hasta mañana, anhelando eludir cualquier tipo de distracción. A pesar de querer quedarme a inspeccionar por mi cuenta el misterio del caparazón desaparecido y su pretérito acarreador, esta vez mi faceta juiciosa gana la partida a la impulsiva.

 

De hecho, cuando estoy por terminar el recorrido que me separa de mi casa, me propongo esforzarme por ser especialmente amable con mi madre para intentar reconstruir un vínculo largamente emponzoñado. Abro la puerta y me hago notar con un entusiasmo nada habitual.

 

¡Hola, mamá! ¿Qué tal esas alubias? ―pregunto ilusionada.

 

Silencio. Mientras dedico unos segundos a comprobar en el espejo del recibidor que mis ojeras siguen exactamente igual, pienso que se habrá quedado dormida viendo la televisión. Pero teniendo en cuenta lo alto que suele poner el volumen, ahora mismo me estarían estallando los tímpanos si ese fuera el caso. Temiendo que haya podido ocurrir alguna desgracia, salgo corriendo a través del pasillo.

 

Mi carrera se ve truncada a los pocos pasos, pues tropiezo con algo y caigo al suelo de bruces, quedando tendida a la derecha de la puerta de la cocina. Giro mi cabeza hacia dicha estancia y mi línea de visión se topa con la cara inerte de mi madre, que encierra una espantosa expresión desfigurada. Junto a ella descansan los añicos del plato de alubias, con parte de su antiguo contenido esparcido en derredor como muestra de una deglución interrumpida. Me quedo paralizada, limitando mi reacción a emitir un estéril grito ahogado. Ignoro cuánto tiempo permanezco en estado vegetativo, pero al levantarme descubro con desagrado que no me resulta difícil asimilar lo ocurrido. Me costaba tanto reconocer a mi madre desde hace años que siento como si hubiese muerto en el pasado.

 

Asqueada por mi entereza, me doy la vuelta para huir de la visión del cadáver y hallo el motivo de mi caída: a mis pies descansa la maldita carcasa, empeñada en seguir atormentándome. ¿Cómo es posible que haya aparecido aquí de repente? Juraría que ni ayer ni esta mañana estaba en este pasillo, pero la falta de lucidez que ha gobernado mi realidad últimamente me hace dudar de hasta lo más elemental. En medio del delirio de mi anterior jornada vespertina, quién sabe si traje la estúpida crisálida a casa en una especie de intento de ocultar un crimen inexistente.

Dentro de la amalgama de preocupaciones que invad

en mi atocinada sesera, hay una que se abre paso hasta focalizar por completo mis preocupaciones: la responsabilidad sobre el óbito de mi madre. Y no pienso en el hecho de haberla dejado sola hoy, sino en haber sido el brazo ejecutor de su perecimiento. Agitada ante esta posible revelación, salgo disparada hacia la calle, haciendo caso omiso de nimiedades como el cuidado del fiambre o la puesta de gafas de sol.

 

Tal es mi frenesí, que desdeño el uso de transporte rodado y corro como una posesa hasta mi destino, ansiosa por paliar los efectos de mi más que plausible papel de verdugo. Se me vuelve a salir el corazón del pecho cuando el móvil se sacude violentamente en mi bolsillo. Es el metre del restaurante.

 

¿Puedes hablar? Tengo que comentarte algo importante ―comienza atropellado.

 

Si no pudiese hablar, no habría descolgado ―respondo con mordacidad, asimilando el que parece ser mi nuevo modo por defecto.

 

Ya, bueno… La cuestión es que en la última hora hemos recibido varias llamadas al servicio de atención al cliente. Muchos de los comensales de hoy están sufriendo procesos febriles y problemas digestivos. Uno de ellos, de edad avanzada, ha muerto incluso.

 

Incapaz de gestionar mi motricidad, la recepción de la llamada me hizo pasar de correr a caminar a paso ligero. Esta información, que viene a ratificar mis peores sospechas, me sirve de insuflo energético para retomar el galope.

 

¿Sigues ahí? ―oigo preguntar al otro lado de la línea.

 

A sabiendas de que no voy a sacar nada más de provecho de la conversación, cuelgo sin más preámbulos y centro mis esfuerzos en avanzar tan rápido como mis temblorosas piernas me permiten. Apenas puedo respirar cuando llego al restaurante y abro sus puertas, decidida a dar caza al ser que brotase del capullo.

 

Ahora que he corroborado mi rol como transmisora de algún tipo de toxina proveniente de ese caparazón, es imperioso que encuentre a su huésped original para evitar males mayores. Me resisto a aceptar la ironía de que mi interacción con el presunto lugar de salvación de la raza humana vaya a ser la causa de su extinción, por encima del agotamiento de recursos, la superpoblación o el cambio climático.

 

Mi entrega a mi particular zafarrancho es tal que sólo el violento zarandeo de unos brazos ajenos consigue sacarme de mi trance, reclamando mi atención sin el menor atisbo de delicadeza. Gente uniformada. Percibo cómo se rehacen de su turbación inicial al chocar con mis peculiares estigmas oculares, esmerándose después en aclarar su presencia con un tono tan calmado que resulta ofensivo.

 

Me hacen saber que el cuidador repensó su dimisión y volvió a mi casa hace poco más de una hora, esperando encontrarme para reclamar su antiguo trabajo. Parece que mi huida fue más descuidada de lo que recuerdo, porque se encontró la puerta abierta y tuvo vía libre para encontrar los restos de mi madre. Mi airada reacción ante su soterrada inculpación es interrumpida por un pinchazo destinado a impedir cualquier forcejeo y facilitar mi aprehensión. En respuesta, mis ojos optan por echar el cierre sin ofrecer mayor resistencia.

 

Cuando vuelvo a ser medianamente dueña de mis actos, me encuentro en una habitación blanca y diáfana cuya única concesión es una mesa cuadrada, a un lado de la cual permanezco sentada. Enfrente de mí se manifiesta un semblante masculino engalanado con una expresión ceñuda. Hago un ejercicio de autocontención para responder educadamente a todas sus ridículas preguntas, que abordan mi involucración tanto en el fenecimiento de mi madre como en lo ocurrido en el restaurante.

 

Como recompensa, ignora mis argumentos en base a una presunta sarta de testimonios en mi contra, cuya consideración también aconseja mi ingreso en este lugar. Además, me otorga una retahíla de explicaciones que justifican los hechos en que me he visto inmersa, siempre desde su tendencioso punto de vista. El soliloquio se resume en que mi madre pereció de muerte súbita y en que los reguladores de presión y temperatura del simulador se descalibraron por un error de fábrica, provocando que las condiciones de cultivo fuesen insalubres. El sujeto cree tener un diagnóstico hasta para mis peculiares ojeras, achacándolas a una rinitis alérgica.

 

Mientras me trasladan a mi nuevo hogar, me compadezco de su ingenuidad y acepto con resignación mi suerte y la de la humanidad, cansada de bregar por defender mi versión de los hechos. Paradójicamente, he acabado en la misma situación en que estaba la criatura en la muestra de regolito: encerrada por tiempo indefinido en un caparazón y excretando un líquido de dudosa reputación. En este caso, lo primero se traduce en un calabozo acolchado y lo segundo en mi incontrolable baba fruto de la constante sedación.

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Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

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