Relato 018 - Hay un problema

Era la misma calle, no había duda. Aquella que había recorrido más de mil veces cargado con el viejo bolso de nylon, aquel con el que llevaba la vieja cazuela de aluminio llena de abolladuras. Pero esta vez no había ninguna comida que llevar.

El suelo estaba tan lleno de grietas y agujeros profundos, que era difícil discernir dónde empezaba y terminaba la vía pública y dónde el alcantarillado.

¿Y la gente? No había nadie. Tan solo cientos de miles de ratas correteaban, impasibles y desafiantes, a la busca de algún incauto sobre el que poder trepar al abrigo de sus pantalones para poder roer sus genitales.

Pero a pesar del pánico que pudieran causarle aquellos roedores, apenas pudo reprimir la alegría que le produjo ver de nuevo la vieja casa. ¿Seguirían viviendo allí sus abuelos?

Pensó en acercarse y golpear la puerta con la mano extendida, como solía hacer cuando su madre le obligaba a llevarles alguno de aquellos guisados de bacalao que tanto les gustaba, especialmente a la abuela. Pero era tarde. El cielo se había vuelto de color gris plomizo y las gaviotas volvían a verse en el cielo volando hacia levante.

Dio media vuelta y regresó. ¿A dónde? No lo supo. Lo único que sabía era que sus abuelos habían muerto hacía más de veinte años, que aquella casa hacía décadas que ya no existía y que allí nunca había habido gaviotas porque se hallaba a más de treinta kilómetros del mar. Pero, ¿y las ratas? ¿Por qué había tantas y tan grandes como feroces?

Era ya el cuarto año que llevaba en el paro. Atrás habían quedado los días en que mes tras mes se sucedían los pequeños contratos que le permitían, al menos, subsistir. Cuatrocientos euros no eran gran cosa, pero a fin de mes permitían que no te cortasen la luz, el agua o que te reclamasen el plazo de la lavadora o el televisor. Ahora, en cambio, la cuenta corriente menguaba semana tras semana, comisión tras comisión, recibo tras recibo.

Y luego, estaban ellos: el viejo y los vecinos. Al anciano no le bastaba con apurar sus últimos años entre manías y achaques; se había empeñado en arrebatarle, a toda costa, a él, su hijo, la escasa juventud que le quedaba reclamando su atención a cada tos, incluso a cada duda que le impedía recordar aquellas palabras que no pasaban de la frontera de la punta de su lengua. En cuanto a la pareja de sesentones que vivían abajo, cada uno se desahogaba de la frustración de su anterior matrimonio a su manera. Él, emborrachándose día tras día y sacando a relucir con sus puños o a punta de navaja su pasado de militar pendenciero en algún barezucho de mala muerte. Ella, desviviéndose para que en aquel palacio, donde se acumulaban centenares de trastos y libros viejos, no hubiera el menor problema. Y si había alguno, obviamente era responsabilidad del vecino de arriba. Por lo tanto no era rara la semana que tras un hipócrita saludo y una aún más falsa pregunta interesándose por la salud del abuelo, no saliera a colación algún inconveniente. “Perdona, ¿puedes pasar un momento? Quiero que mires cómo tengo el techo. No es que esté húmedo, es que la estantería chorrea agua por los cuatro costados” A lo que el marido añadía entre ridículos sollozos “Tú no te puedes ni imaginar lo que valía esa enciclopedia”. Una enciclopedia de medicina, ¿acaso había estudiado esa ciencia? De lo que no cabía duda alguna era de su maestría en la ciencia de sacar a los seguros unos cuantos cientos de euros gracias a las colecciones de libros que compraba en el rastro por a penas veinte.

Las cañerías eran viejas y además estaban abultadas por las infinitas soldaduras que había practicado una legión de fontaneros desde hacía más de cincuenta años.

“No se preocupe. En seguida doy parte al seguro”. Pero en el fondo sabía cómo eran los seguros. Había perdido la cuenta de los contratos que se habían resuelto en los últimos años por a penas un par de partes. Por lo tanto, aquellos problemas solo podían ser competencia de los fontaneros, y ellos no trabajaban por amor al arte, precisamente.

Aquella vez, sin embargo, tuvo suerte. Al pasar por delante de la planta baja, cuando se dirigía a la compra, no fue abordado por la vecina, que era la que solía llevar la voz cantante en el matrimonio, sobre todo en lo tocante a los jaleos con el vecindario.

Mientras arrastraba el maltrecho carro de la compra, de camino al mercado, trataba de ajustar, con precisión matemática, un sinfín de menús a los escasos once euros que llevaba encima. En su mente las tortillas, las alcachofas, las botellas de vino y los muslos de pollo sostenían un cruento combate que, sin saber por qué, tenía como escenario un techo enmohecido y agrietado por mil filtraciones que rebosaban agua como unas cataratas. La magnitud de la batalla era tal que, tal vez por ella o por aquellas pesadillas que destrozaban su sueño, no pudo evitar que el carro pasara limpiamente sobre el pie de una anciana.

El tímido “Perdone, señora” que esbozó a penas pudo oírse entre el vocerío de la abuela, atacada impunemente por aquel zarrapastroso maloliente y con barba de varios días, y las seseantes carcajadas de otro impresentable que trataba de vender ajos medio podridos a todo el que pasaba por allí.

Tras aquel accidente, continuó su camino. Trató de no pensar. Se esforzó en mantener activos y vivaces sus reflejos. Solo de ese modo podría evitar tropiezos, golpes así como atropellar de nuevo a otra anciana histérica o, simplemente, ser atropellado él por algún coche o bicicleta.

Al principio, con mucho esfuerzo, pudo conseguirlo. Pero, a penas dos o tres minutos más tarde, de nuevo su concentración fue vencida por el techo mohoso, el muslo de pollo belicoso, la inquieta tortilla, las pertinaces alcachofas, la botella de vino y, por si fuera poco, la abuela atropellada que, por sus gritos y amenazas, parecía un auténtico sioux en pie de guerra.

Otra vez las distracciones se cebaban con aquella mente maltrecha por el cansancio, la depresión y los problemas de sueño. Todo un compendio de contrariedades a los que se unía ahora el sol del mediodía, brillando con rabia y sin conmiseración hacia quienes transitaban a las doce en punto con el estómago medio vacío.

Afortunadamente, el escaso presupuesto le permitió abreviar la compra lo suficiente como para no extenderse más de diez o quince minutos. Un poco de fruta, media docena de huevos, algo de queso y, sobre todo, un rioja de un par de euros. En definitiva, una visita al supermercado que estaba cuatro calles más abajo y a la bodega de al lado. Luego, otra vez a casa.

Durante el regreso, el griterío de aquel manicomio que atronaba en su mente, y en el que aquella abuela histérica parecía dirigir la batuta, bajó de intensidad hasta prácticamente desaparecer. Tal vez contribuyó a ello el hecho de que había bajado la temperatura y que por ello se sentía algo más aliviado, como más despierto. El tórrido sol que minutos antes actuado como amplificador de su delirio se hallaba ahora oculto por un cielo gris. Incluso la amenaza de una más que inminente lluvia y el hecho de que no llevase el paraguas que solía llevar en el carro ni siquiera llegó a importarle.

Tal era su bienestar que ni siquiera necesitó esforzarse para mantenerse lo suficientemente despierto y alerta con el fin de evitar problemas o accidentes. A partir de aquel momento era consciente de todo cuanto ocurría a su alrededor. Los coches, los otros peatones, los enormes agujeros y grietas que había en la calzada. Tal era su consciencia que incluso llegó ver perfectamente como aquellas gaviotas volaban hacia levante.

Nada parecía ya importarle. Se sentía tan cómodo y despreocupado que ni siquiera, como acostumbraba hacer, trató de acelerar el paso para evitar el encuentro con la belicosa vecina, que llevaba pacientemente más de diez minutos acechándole en el portal de su casa.

De nuevo, el protocolo de rigor. Su estúpida y odiosa sonrisa. El manido “¿Qué? ¿Cómo vamos?” y, cómo no, la pregunta de rigor sobre el viejo al que, por cierto, le importaba un pimiento que estuviese bien, mal o, simplemente, que hubiese muerto hace dos meses. ¿Y qué vendría a continuación? ¿El techo? ¿Las filtraciones? ¿Alguna cañería?

Esta vez estaba lo suficientemente preparado como para hacer frente a ese problema o a mil más. Era tal su plenitud, que creyó, incluso que flotaba sobre una nube.

-“Perdona. ¿Tienes prisa? ¿Puedes pasar un momento?”-

Era previsible. Tanto que a penas pudo reprimir una sonrisilla burlona que a ella, sin embargo, le pasó desapercibida.

-“El techo, ¿no? Voy a avisar al fontanero para que esta tarde, sin falta, se quede resuelto. Y así, mañana por la mañana, pueda estar en condiciones para que el pintor lo deje como si tal cosa.”

Pero, antes de que ella contestase, una mirada hacia arriba le demostró que no había ni humedades ni grietas. Tampoco en la estantería había rastro de agua. Aquello, con toda probabilidad, no era un problema de filtraciones o cañerías.

-“¿Y bien?”- A pesar de su bienestar, no pudo evitar sentirse un poco nervioso por aquel enigmático silencio y por la mirada inquisitiva y desafiante de aquella camorrista ataviada con bata azul mugroso.

-“Pues nada. Que tenemos otro problema. Que hay ratas”.

¿Existían los problemas? El estado de bienestar que momentos antes había comenzado a sentir había pasado de una ligera impresión a un estado rayano en la euforia.

-“Tranquila, Valentina. No se preocupe. El seguro se ocupará de ellas.”.

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